lunes, 26 de diciembre de 2011

Los ojos de la mente


Oliver Sacks, injustamente, perdió su visión estereoscópica en 2005 a expensas de un melanoma ubicado justo al lado de su fóvea derecha. Digo injustamente porque Sacks era miembro de la Sociedad Estereoscópica de Nueva York, es decir que vivía muchísimo más pendiente que el resto de nosotros de su capacidad de ver las cosas en profundidad y tridimensión. Botánico como además es, disfrutaba de discriminar cada pequeña brizna de sus helechos, cada textura de los árboles o plantas que contemplaba. No mucho antes de ser diagnosticado con el tumor ocular, había escrito un interesantísimo artículo llamado “Stereo Sue”, donde contaba la epopeya de una mujer que habiendo vivido toda su vida con visión bidimensional debido a un estrabismo infantil, había “redescubierto” el maravilloso mundo de la estereoscopia gracias a la terapia visual. Sue desconocía que su vida hubiera transcurrido despojada de lo que para otros es parte esencial de su mundo, hasta que unas simples pruebas oftalmológicas le mostraron que había otro mundo visual posible, en el cual las cosas adquirían una profundidad para ella inexplorada.

Curiosamente, muchas personas que nunca han visto de manera estereoscópica, vislumbran el mundo 3D en su duermevela, en sueños o en el aura migrañosa, lo cual parece demostrar que nuestra corteza visual viene programada con funciones que, a veces, nuestros ojos insisten en negarle. La velocidad a la cual personas como Sue recuperan la estereoscopia parece confirmar esta hipótesis, que nuestro cerebro es fuertemente visual aún cuando nunca haya sido utilizado a ese fin (hay ciegos congénitos que manifiestan tener imaginería visual y cuyas cortezas occipitales se “prenden” ante estímulos que para ellos sólo son sonoros o táctiles)

Un recuerdo de pequeña es que en casa había viejos estereoscopios e imágenes en 3D (mucho antes de que se comenzaran a utilizar en las películas de cine), ya que la técnica de generar imágenes tridimensionales se conoce desde hace más de un siglo, y consiste en explotar la función de cada ojo de ver en soledad y luego integrar una imagen única en nuestro cerebro. Muchas ilusiones ópticas también parten de este principio tan sencillo y complejo a la vez.

El libro de Oliver Sacks es un maravilloso viaje (autobiográfico de a ratos) por el universo de nuestra visión con y sin ojos, de la ceguera, la agnosia visual y las peculiaridades de una de las funciones que más definen nuestra organización de pensamiento: el fenómeno de la luz.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Shit Happens



Dicen los que saben, Zoe, que hay grandes chances de que existan tantos universos como opciones posibles; es una idea algo compleja para vos, ya lo sé, pero vendría a significar más o menos eso de la siguiente trillada alegoría: una mariposa bate las alas aquí, y hay una consecuencia de ese pequeño movimiento de la materia por allá; bueno, ese cambio abriría otro universo paralelo donde las moléculas se comportaron de una manera ligeramente distinta, y así al infinito.
En uno de esos mundos posibles, vos sos una mujer grande, que llegó a la edad que yo tengo ahora –aunque tiendo a imaginarte un poco más joven, sin embargo. Tu vida no se interrumpió, es decir siguió como debió haber sido incluso en este mundo imperfecto, y allí tu enfermedad fue un trance pasajero, y seguiste adelante sin más trastorno.
Me da una inmensa curiosidad, quisiera saber, si hiciste muchos amigos, si ya tuviste desengaños amorosos, de qué trabajás, si tenemos una relación compinche, en fin, esas pequeñeces que sin embargo hacen a nuestro paso por este, y quizás otros múltiples, mundos.
Estos últimos días pudimos comprobar que no importa cuán fuerte uno desee una cosa, así como comprendimos, a las piñas, la futilidad de esos temas de “energía”, “fe”, “cadenas de oración”, como cada uno quiera llamarle (yo soy una agnóstica empedernida y sin embargo también esperé, ingenuamente, que la fuerza de tanto deseo pudiera operar sobre lo que conocemos como realidad). Pero mi nihilismo ganó otra batalla y sigue invicto.


Un humorista de stand up llamado Seinfeld –que quizás te guste en ese otro mundo donde ya sos lo suficientemente grande como para apreciar su humor particular- tiene una máxima simple pero inapelable: “Shit Happens”. Esto es, dicho en otras palabras, que las cosas más terribles pasan a veces porque sí, en contra de toda previsión, lógica, o inmenso deseo en sentido contrario que uno le oponga. Lo que es más grave: shit happens all the time. No es una rareza, no es una excepción, por más disruptivo y singular que eso sea en la vida de los implicados.
La máxima de Seinfeld no nos consuela, Zoe, sólo nos confirma lo que Unamuno ya sabía, y que es que vivimos en un mundo (uno como mínimo) que no nos deja otra opción que la de ponernos en una estúpida pero funcional negación, la negación de que las cosas malas suceden por doquier, que todos, incluso los bellos y jóvenes y niños y sanos, vamos a morirnos, que todo envejece y se termina, que la vida tiene básicamente un componente trágico que necesitamos suspender en nuestro intelecto a los fines de poder sobrevivir y perpetuar la especie.
Te mareo, Zoe, con estos conceptos. En uno de los universos paralelos yo nunca habré escrito estas palabras porque no habrá hecho falta. En otro, quizás haya sido yo quien abandonó el mundo a la corta edad de cuatro años. El amigo Albert, que algo entendía de estas cosas, estaba convencido de que el tiempo es sólo una ilusión, de que no hay una razón sólida para que la línea temporal corra en un solo sentido. Por eso las partidas se le antojaban un sufrimiento puramente psicológico, no una instancia real. Y esa idea lo ayudaba a soportarlas.
Aquí termino, querida Zoe. Por ahí, si Albert y sus amigos tenían razón, todos volvamos a encontrarnos en un ciclo eterno e infinito.

lunes, 29 de agosto de 2011

DSM IV: Trastorno de Déficit de Atención

¿Ya se dieron cuenta de ese fenómeno que anda sobrevolando a la raza humana?

¿Nunca les pasó de contarle a alguien que están a punto de quitarse la vida, que les diagnosticaron ELA y morirán con la discapacidad de Stephen Hawking aunque sin su sapiencia, o que fueron ultrajados por una patota de caníbales cuando tenían siete años, y vino a interrumpir tan sentida declaración una vuelta de página casus belli?

Quienes reportan este tipo de atropello suelen ser, paradójicamente, eximios escuchadores, contenedores, mediadores y árbitros de situaciones de la más diversa y, muchas veces, banal calaña.

Dejemos tranquilas a la segunda y tercera persona del plural de una vez por todas: de modo definitivo prefiero abrir las orejas que cerrar el corazón y convertirme en uno más de esos interlocutores volubles, veletas, ineficaces y poco acariciadores.

Se recomienda poner un ramillete de eneldo debajo de la cama, conjurar a los demonios de la indiferencia con interjecciones latinas o maullar como un gatito en el tejado. Así, dicen los temerosos de dios, quizás se evite que alguien cuente que tiene ELA y el vuelo de una mosca distraiga a su partenaire, que otro diga que anda pensando en escalar el Everest para luego hacer un clavado y lo pongan on hold para atender a un pibe que berrea, o que un cualquiera llore por amor y su insensible escuchador aproveche una pausa para contarle que aprobó una materia de la facultad. Así de humano, así de feo. Porque las personas podemos ser buenas y horribles, a la vez, y no darnos cuenta.

sábado, 27 de agosto de 2011

Wilde, Chopin y el universo holográfico

El Libro de Réquiems de Mauricio Wiesenthal es, además de un maravilloso compendio erudito de ensayos sobre algunos de los personajes más interesantes de la historia, también un viaje onírico por algunos déja-vu que tantos tenemos pero solo los escritores como Wiesenthal pueden poner acabadamente en palabras.

El libro abunda en alusiones al encuentro extemporáneo con quienes se fueron, con la imposibilidad de aquellos que ya no están pero que uno sigue buscando: en sus huellas, en sus páginas, en sus monumentos funerarios.

Una tarde, Jean Cocteau ve a Oscar Wilde resucitado (fueron contemporáneos sólo por un corto período en la infancia de Cocteau); Wilde tenía el pelo teñido de una manera bizarra. Cuando Cocteau cuenta esta visión a Wiesenthal, le viene a éste el súbito recuerdo de una historia sobre Wilde: una noche, caminando por el puente del Louvre a esas horas fantasmales que sólo pueden ser parisinas, Wilde ve a un hombre mirando fijamente a las aguas y cree que está a punto de quitarse la vida. Se acerca y le pregunta:

-¿Es usted un desesperado?

Pero el extraño lo mira con sorpresa y le responde:

-No, señor, soy un peluquero.

Cuando Cocteau cuenta su historia del Wilde redivivo a Wiesenthal, éste no puede evitar decirle:

-Oh, mon cher, quizás no era un resucitado, sino un peluquero…

Luego es el mismo Wiesentahl quien tiene su propia epifanía con un Chopin venido del pasado:

“(…) Hace muchos años, en una subasta de la Salle Drouot, intenté pujar por un soberbio piano Pleyel; pero me lo arrebató en el último momento un misterioso personaje de cara afilada, pálido como si estuviera a punto de bordar una rosa de sangre en el pañuelo blanco que sostenía en la mano. Aunque parezca mentira, seguí a aquel extraño personaje por las calles de Paris, hasta que, en una esquina de la Avenue de la Chapelle, detrás de las tapias del cementerio de Père Lachaise, le perdí la pista.”

Lejos de la celebridad de estos personajes – y viniendo de quien viene, racionalista recalcitrante- puedo afirmar, como ya alguna vez conté en otro post o en una carta o quizás simplemente en alguna de esas conversaciones lunares, que yo vi, semanas luego de que muriera, a mi abuelo materno viajando en un taxi que en ese momento aminoraba su marcha. Era su cara, eran sus ojos gris-azules, su mismo gesto entre distraído y soñador, y se volvió para mirarme durante un fugaz instante. Ya en esos días yo era más afecta a ver imágenes literarias antes que cuestiones sobrenaturales, así que de esa manera lo tomé, como una ofrenda que a veces nos brinda eso que Paul Auster dio en llamar las “rimas de la realidad”.fu

Lo cierto es que muy de tanto en tanto, alguien cree que ve pasar a un personaje del mundo que se ha ido, lo interpela, cambia algunas palabras incluso, para luego dejarlo regresar a ese lugar holográfico que ahora dicen los físicos que existe en el borde del universo, donde todo lo que ha hecho hasta la más pequeña de las moléculas queda grabado de manera eterna e indeleble.

(La foto pertenece a la tumba de Oscar Wilde en Père Lachaise, eternamente cubierta por besos de lápiz de labios)

viernes, 5 de agosto de 2011

Aurora y el Mar

Aurora Canessa tiene sesenta y seis años y cumplió su sueño de atravesar sola el Oceano Atlántico.

Partió desde Saint Marteen al mando de Shipping, una embarcación de diez metros de eslora, y no la detuvieron ni las olas de cuatro metros, ni el temporal que a veces se cierne en medio de la noche cerrada, ni la soledad extrema que puede sentirse estando rodeada únicamente de una masa interminable de agua. Finalmente, tras mucho esfuerzo y peligros antológicos, llegó a las costas de Portugal, donde la recibieron con honores.

Me costó imaginarla, una mujer sola, leyendo a Antonio Di Benedetto cuando la marea se lo permitía, transmitiendo mensajes entrecortados, entrando en las “autopistas” para sentir la compañía de otros barcos de mayor porte. Una noche, arreciando un temporal, con el velero averiado y luego de dos días al timón sin dormir ni comer, se recostó sobre el piso de su camarote –el único sitio donde los vaivenes no la lastimarían, y desde donde podía oír los crujidos de su cáscara de nuez en medio de las olas agitadas- y meditó hasta que amainó la tormenta.

Consultada sobre su próximo proyecto, respondió que este será navegar el Mediterráneo deteniéndose en la ruta del vino y el queso, y cumplir sus setenta años en altamar.

A mí, con mi miedo primigenio a los monstruos marinos y la playa nocturna, esta nereida se me antoja una heroína de la antigüedad clásica.


viernes, 15 de julio de 2011

Anna W.


Allá por el año 2002, participé en un concurso de novela español con mi ópera prima (y única), Fuego Fatuo. El certamen estaba organizado por la Fundación Cabana y, entre la inscripción y el dictamen final, pasaron largos meses. Este lapso, lejos de resultar agobiante, sirvió para que se forjara una especie de amistad literaria y epistolar entre algunos de quienes habíamos enviado nuestras obras –eran los albores de los foros de internet, el esbozo –sin restricción de caracteres- de lo que es hoy con todo su furor Twitter, y casi todos dedicábamos una parte del día a dejar algún comentario sobre libros que nos habían gustado, opiniones sobre nuestras obras (todos, a decir verdad, éramos bastante benevolentes con la obra del otro, a quien probablemente veíamos como un amigo antes que un contrincante), o simplemente departiendo sobre la vida en general. Algunas enemistades, creo recordar, también se forjaron al calor de la verborragia que nos proporcionaba el debutar en la red.

Los que terminamos siendo los diez finalistas pudimos cultivar, con el tiempo, una relación distinta, de más respeto, de curiosidad mutua también. Algunos de ellos se perdieron totalmente, otros jamás volvieron a escribir –como es mi caso-, otros ya eran autores consagrados para entonces, como era el caso de Gustavo Nielsen. Con algunos, como Juan Brian Doyle o Gustavo Vaca Narvaja, intentamos sostener una amistad que se fue diluyendo con el tiempo.

Una de las concursantes, y decididamente la más misteriosa, era española y se llamaba Anna Wohlgeschaffen. Anna se había convertido en una de mis preferidas: solíamos escribirnos e-mails casi a diario explicándonos mutuamente por qué la otra merecía ser la ganadora (su novela, La Sonrisa de los Dioses, me había parecido sinceramente genial), tirándonos flores, fantaseando con la idea que una viajara a Argentina o la otra a España para poder seguir charlando sobre libros…

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El hecho es que Anna era de las más participativas, combatientes y polémicas en los foros: se hacía por igual de amigos y enemigos, tiraba bombas, me elogiaba la novela y los cuentos cortos (una vez dijo que le recordaban a Sylvia Plath y la pandilla de escritores se le vino encima, burlándose de la comparación, aunque para mí era suficiente, y ya no había nada que pudiera empañarme el placer)

Poco a poco, empezaron a circular las especulaciones sobre Anna: que en realidad se trataba de una escritora famosa utilizando un seudónimo, que era un hombre –la resistencia de Anna de publicar una foto, incluso en su propio libro, alimentaba este mito, así como también el hecho de que simultáneamente hubiera aparecido por el foro un irreverente comentador alemán que me defendía a capa y espada y tenía un estilo muy parecido al de Anna…)

Tan amigas epistolares nos hicimos que incluso una vez Anna me envió una verdadera carta postal: era una carta larga, sentida, y la acompañaba una foto de ella, en la que sólo se veía a una mujer de cabello corto caminando a lo lejos por la playa, tan lejana que era imposible vislumbrar sus facciones.

El hecho es que el concurso lo ganó, finalmente, Anna Wohlgeschaffen y su maravillosa novela.

Recuerdo que la mañana del veredicto, P. se levantó temprano, entró al sitio de la Fundación, y luego vino a la cama a decirme simplemente: “Ganó Anna”. No me puse triste. Corrí a escribirle una felicitación y ella, desde el lugar del mundo donde se encontraba (viajaba todo el tiempo), me respondió que el premio la hacía feliz, pero más aún haber ganado una amiga. Prometió que yo sería la primera en recibir la novela y al poco tiempo la tuve en casa, flamante (se la había publicado Mondadori, lo cual era casi como tocar el cielo con las manos para un escritor novel). Poco después la misma editorial le publicó también Eris la Diosa y otros cuentos, y ella tuvo la gentileza de enviármelo aunque hacía tiempo que no manteníamos contacto alguno.

Como sea, Anna siempre fue un misterio y como tal se fue desvaneciendo en el aire, al punto de que nadie ha visto una fotografía suya hasta hoy (exceptuándome a mí y la difusa imagen de la playa), y si se la pone en un buscador de internet, aún en este mundo tan globalizado en el que vivimos, es muy poco lo que se obtiene, salvo un blog que ella misma creó para luego abandonarlo, sus obras a la venta en Amazon, y poco más que eso.

Para terminar, transcribo un fragmento de una de sus cartas, que la pinta bastante tal como era:

Ver tu mail me alegra el día (bueno, la noche). Estoy en Berlin, negociando. Llegué esta mañana, he pasado un par de rondas entre la tarde y la cena, y estoy exhausta. La tercera y definitiva será mañana, a partir de las diez. Tengo el pálpito (odio decir ‘feeling’) de que llegaremos a un acuerdo (con la editorial). En general estamos OK en todo, menos en el dinero (lo que pasa siempre). Yo diría que hay 4 de 5 posibilidades de que al final me case con esta gente para los próximos dos años. Te lo diré el domingo, cuando vuelva. Acabaremos a la hora de comer. Después me apetece recuperar mis genes más ocultos, y perderme por Berlin hasta el vuelo de regreso. A ti te puedo contar cosas que sólo le puedo contar a mi pareja (y te ruego me perdones, pero no sé por qué). Una es, quizá lo hayas notado, que algo de mi Ena es mío. Bueno, más que ‘algo’. Mucho, no te quiero cantar una milonga (no sé si para vosotros esto significa lo mismo que para nosotros; los españoles, cuando escuchamos un cuento muy elaborado pero del todo inverosímil, decimos que nos están cantando una milonga). Cuando estoy aquí me siento muy, pero que muy prusiana. No sé si conoces Berlin. Para vosotros (intuyo que eres judía, aunque nunca me lo has dicho) Berlin debe representar el summun del horror, pero no te dejes arrastrar por las apariencias. Los prusianos jamás fueron antisemitas. Los fueron los bávaros, y los sajones, y los austriacos, y sobre todo los polacos, pero jamás los prusianos. Los prusianos jamás pusieron mala cara a los que querían ser prusianos. Era tan difícil encontrar a nadie que lo quisiera ser...

lunes, 11 de julio de 2011

El Gorila Invisible


La Universidad de Harvard, además de servir de fuente (real o ficticia) de casi todo estudio científico que se publica en las revistas chapuceras, muy a menudo produce interesantes trabajos en lo que felizmente se conoce como “psicología científica” (en contraposición con su antítesis, la psicología dogmática, encabezada por el psicoanálisis y sus defensores)

Para estos psicólogos, a dios gracias, existe una vida fuera del consultorio y del diván, y de hecho muchos de ellos se inscriben en la facultad ansiando investigar los misterios de la mente, en lugar de soñarse apoltronados ad eternum en un sillón y dejarse crecer la barba.

Dos de estos psicólogos se llaman Chris Chabris y Daniel Simons, y escribieron The Invisible Gorilla, un ensayo de divulgación sobre las ilusiones cognitivas de las que somos presos los seres humanos en mayor o menor medida.

Prologado por Diego Golombek, este librito compendia con oficio divulgador y de manera entretenida algunos de los experimentos más interesantes que se hicieron sobre psicología y neurología cognitivas.

El título se debe, por supuesto, al ya famoso video donde se pide al espectador que cuente los pases de que se producen entre los miembros de un equipo de básquet, mientras que en el centro de la escena aparece un gorila bailando moonwalk que casi nadie puede apreciar (más exactamente, cerca del 40% de los examinados)

Este videíto, ya tan famoso en YouTube, forma parte de un estudio más complejo que viene a postular lo que se dio en llamar la “ilusión de atención”, es decir, la tendencia que tenemos las personas a creer que percibimos más de lo que realmente percibimos en materia de situaciones periféricas, que no están siendo centro de nuestra atención. Esto se extiende a situaciones cotidianas tales como hablar por el celular (manos libres o no, da igual) mientras conducimos un automóvil.

En mi opinión, este es el experimento menos interesante del libro. En él también se habla sobre otras “ilusiones” comunes, como por ejemplo la de causalidad (creer que dos hechos, por hallarse temporalmente relacionados, son uno causante del otro) y cómo esta ceguera mental puede conducir a que algunos mensajes nos sean transmitidos deliberadamente erróneos. O la ilusión de confianza, que nos lleva a creer que algunos de nuestros recuerdos son en extremo fieles (lo cual puede ser catastrófico en el caso de los testigos judiciales), o sentir que un profesional que se expresa con mayor seguridad es, necesariamente, el más idóneo. También está la ilusión de conocimiento, peligrosa plaga, que hace que creamos conocer realmente el funcionamiento de cosas con las cuales, en realidad, solamente estamos familiarizados (este estudio se realizó proponiendo a los examinados simples preguntas como por ejemplo, cómo funciona una bicicleta o un inodoro, y retándolos a continuar la explicación mediante el método de preguntas inacabables de los niños)

El libro, como es de prever, no aporta ninguna “cura” a estas trampas mentales, pero invita a ahondar en ellas entendiéndolas como taras evolutivas que traen aparejadas algunas ventajas necesarias para la subsistencia, como por ejemplo poder concentrarnos en una sola tarea sin que las demás nos distraigan. También se destronan algunas bellas creencias como que la música de Mozart estimula a la inteligencia, cuando hay estudios, menos bucólicos eso sí, que parecen demostrar que la música clásica no nos hace más listos y que los videojuegos son mejores en ese sentido.

Celebro esta nueva entrega de la serie mayor de Ciencia que Ladra, que nos ayuda a pensar este mundo que nos rodea a través de la herramienta más poderosa que tenemos para acercarnos a la verdad, y que de paso, nos entretiene.

jueves, 2 de junio de 2011

El Juguetero Fiel


Hace unos días fui a comprarle un juguete a mi hijo, en una especie de consuelo por las vacunas del ingreso escolar. Fuimos a la juguetería de siempre, nada del otro mundo, pero bastante grande y podríamos decir popular en el barrio.
Estaba en la caja a punto de pagar cuando entró a la juguetería un chico de unos ocho años, sucio a más no poder. Toda su facha decía a gritos pobre, cartonero, mendicante, o sea, la clase de descastados que los comerciantes suelen echar a escobazos de sus locales. El chiquito preguntó si había algo para él y el encargado, como si fuera un ritual que estaba habituado a realizar, se fue al fondo y volvió con dos cajas de juguetes que le entregó al niño. Eran juguetes nuevos, relucientes, normales. No eran saldos ni estaban rotos. No sé, quizás tuvieran alguna falla que impedía su venta, pero me parece anecdótico; la cuestión es que eran juguetes totalmente dignos (por supuesto mi hijo los miró con evidente codicia).
El chiquito se fue de lo más contento con sus chiches nuevos y a mí me llenó esa especie de fe en la raza humana que no se puede describir; o sea, no pudo ser euforia ni alegría porque la sola existencia de ese pibito mal vestido lo impide, pero se pareció bastante a un alivio, a una reafirmación de que a veces vemos y recordamos los malos gestos por una suerte de memoria selectiva misantrópica. Ese juguetero, probablemente sin saberlo, barrió de un plumazo ese concepto pequeñoburgués, garca y sobrado de sí mismo de que la gente pobre sólo puede aspirar a polenta y ropa usada, que no tiene derecho a desear también lo banal y lo prescindible: juguetes sin usar, zapatillas lindas, direct TV. Ese juguetero, que podría dejar los juguetes en la vereda para que los pobres se maten revolviendo una bolsa sucia, los guarda y seguramente ya es conocido entre los niños cartoneros por ser “el que da”.
Como ya dije alguna vez, el que se llena la boca enseñando al resto qué está bien dar y qué no (“plata no doy, porque se la gastan en vino”), en un noventa y nueve por ciento de los casos no da nunca nada, esa es la cruda verdad. Sólo se siente un poco más moral por enunciar esa clase de iluminaciones.
Mi juguetero –el acto casual que le ví protagonizar me fidelizó, obviamente- hizo honor a una canción de Vivencia que me gustaba de chica y decía algo así:
“Y mientras los niños sufren/los juguetes se preguntan/con tantos niños afuera/¿qué hacemos en la vidriera?”

miércoles, 18 de mayo de 2011

Tejido Blando


A veces, la literatura produce luminarias como Antonio Muñoz Molina. Inclasificables, por cierto, si es que se puede establecer algún tipo de serie o categorías dentro de los escritores.

Muñoz Molina es uno de esos autores que la gente suele llamar “de raza”, queriendo decir que hay algo innato, una madera, que no se sueña con adquirir si no se vino al mundo hecho de ella.

De su último gran libro, La Noche de los Tiempos, no voy a hablar (aún) porque recién comienzo a leerlo.

Quería decir, en cambio, que unas semanas antes de acometer su extensa última obra, lo vi por casualidad en un reportaje que le hizo Osvaldo Quiroga en su programa de televisión, “El Refugio de la Cultura”. Yo no recordaba con precisión la cara de Muñoz Molina, y para más desconcierto no tiene lo que se podría considerar un típico acento español, por lo cual estuve un buen rato disfrutando de este reporteado “anónimo” sin atreverme a pensar que se trataba, ni más ni menos, que del autor de Sefarad.

No es que “El Refugio…” no sea un foro prestigioso, de hecho lo es y su conductor debe contarse entre los más meritorios para ocupar el lugar de entrevistador de artistas, pero la realidad es que era algo inverosímil esto de ver una figura de la talla de Muñoz Molina (nos guste o no, el mundo los mide por su eficacia a la hora de escribir pero también por la cantidad y la fama de los premios recibidos) en un programa de modesto rating y fuera del prime time. No voy a entrar en disquisiciones acerca de la sencillez que este gesto le inferiría; honestamente, la humildad nunca se contó entre las cualidades que yo espere o celebre de un escritor y nada me importa menos que la humildad o su falta, sobre todo en personas que tienen tantas razones para sentirse importantes.

Lo que me fascinó de este reportaje de tan bajo perfil, fue en primer lugar el clima intimista que se generó (digámoslo como es: por más susurrante que se ponga, Jesús Quinteros nunca logrará sonar “intimista” si a quien está entrevistando es a Antonio Banderas y Melanie Griffith y las preguntas versan sobre su vida sexual); las cosas la mar de interesantes que iban surgiendo entre este escritor increíble y su idóneo preguntador, la cantidad de ideas bellas que se desplegaron.

Interpelado Muñoz Molina sobre esa característica tan suya de dotar a las páginas de un relieve, de unas descripciones tan minuciosas que hacen que el lector no sólo comprenda e imagine sino también huela, oiga, toque, él se limitó a decir algo así como que (desearía poder ser textual, aunque mi memoria no me lo permitirá cabalmente) este nivel de detalle era algo que ponía en práctica para conjurar una de las características más crueles del paso del tiempo, la cual es precisamente ir borrando el recuerdo fino, el perfume, la pluma en un sombrero, el sonido de un tren pasando por la calle de siempre; y utilizó para ello una preciosa metáfora: estas minucias son el tejido blando sobre el gran esqueleto que es el recuerdo, y como tal están condenadas a no permanecer, a evaporarse en favor de un concepto más general de la memoria, que es lo que queda finalmente.

El trabajo que hace Muñoz Molina por conservar ese tejido blando es realmente loable. El no estuvo, y nosotros no estuvimos, pero podemos de pronto sentirnos en esa Madrid de los años treinta, alienada, que lanzó a los hijos contra los padres y expulsó a tantos, entre ellos al protagonista de la novela.

Mil páginas de memoria en maravilloso estado de conservación.

sábado, 14 de mayo de 2011

Shoah

Vuelvo sobre el libro de Lanzmann, que me tuvo absorta en un mundo aparte durante todos estos días que duró su lectura. Aclaro, ya que este post nació largo en mi cabeza, que probablemente vaya a aburrir o hastiar a quienes “están hartos del tema del Holocausto” (especie de la que ya hablé en algún otro post). Es más, a partir de ahora no me voy a referir al Holocausto sino a la Shoah, término más adecuado –aunque siempre insuficiente- para lo que denomina.

Con el libro de Lanzmann, volvieron a mí decenas de recuerdos, reflexiones y sentires nacidos en su gran mayoría durante los días de mi temprana juventud en los cuales milité concienzuda e intensamente en lo que podríamos llamar “la memoria de la Shoah”. Se trata de un trabajo arduo, sostenido sobre intangibles tales como los recuerdos, los testimonios, la sensación de cierta responsabilidad de transmisión. Aunque abandoné esas lides hace tiempo, sigo admirando a los jóvenes, adolescentes incluso, que hacen suya esta responsabilidad y la llevan al acto como si para ellos fuera secundario el hecho de que más de sesenta años los separan de ese instante en la historia. No conozco muchos más casos así de reivindicación de la memoria ancestral, si puede llamársele de esa manera, aunque sé que la colectividad armenia vive algo parecido y sus jóvenes llevan la antorcha del recuerdo del genocidio que los devastó, a ellos, a su tiempo.

Iba a decir que mi debut en las filas de los “holocaustólogos”, como nos llamábamos irónicamente, ocurrió en mis tempranos veinte, en la preparación de lo que sería mi primera “Marcha por la Vida” (anécdota que abordaré en un instante), pero inmediatamente comprendí que en realidad este viaje hacia el pasado ocurre, casi en todo chico judío, cuando muy tempranamente en la infancia comienza a interpretar ciertos relatos de sus abuelos o sus padres –dependiendo de la generación-, ciertos silencios incluso, algunas conversaciones susurradas y que se detenían abruptamente cuando llegaban los niños, unos nombres de parientes que quedaron en Europa, quién sabe si vivos o muertos, conductas especiales frente a la comida, la oscuridad, el dinero, todas ellas achacadas a algo inasible para nosotros y que se llamaba genéricamente “la guerra”.

Como sea, más allá de este bautismo tácito que experimentábamos en nuestras casas, los holocaustólogos teníamos en común una cosa muy concreta: todos habíamos decidido que ya no alcanzaba con haber leído todos los libros, visto todas las películas o haber escuchado cien veces reproducidos los testimonios de los sobrevivientes: queríamos estar allí. En lo que sería un debate nunca zanjado entre las generaciones post-Shoah, nos debatíamos entre la postura del “no-lugar” (término semiológico atribuido a Auschwitz), o sea a la noción de que lo que había ocurrido era tan inefable que no importaba verlo en persona o no, y la necesidad casi física de ver esos lugares, de reconocer a los viejos en los jóvenes. Paradójicamente, no eran los campos lo que más llamaba nuestra atención sino los pueblitos (los shtétl), los guettos, la vida judía de la peri guerra.

Estar finalmente allí, debo decirlo, no es un detalle menor. Hay una razón y un propósito en que sitios tan tenebrosos como Auschwitz-Birkenau se hayan “museificado” (hay quienes se oponen a esto, por ejemplo el propio Lanzmann, quien identifica esta conversión en museo con cierta hollywoodización de la muerte). No me pregunten por qué, pero sin embargo es necesario poder identificar los íconos y los lugares, cerrar el círculo con la verificación ocular (que no es sólo ocular, porque los sitios de la Shoah tienen aún un olor particular que se contradice con el paso de los años).

Recuerdo la decepción de muchos de mis compañeros de viaje, incluida yo, cuando arribados al célebre campo de Treblinka donde muchos de nuestros propios familiares perdieron la vida, descubrimos que nada salvo unas simbólicas piedras quedaba allí para atestiguar el terrible pasado. Echamos en falta las barracas, las vías, y, ay, las cámaras de gas y los crematorios. Veníamos de la experiencia de Auschwitz donde todo ha sido puesto para la consideración del visitante, desde toneladas de cabello hasta piernas ortopédicas, lentes, maletas y juguetes de los niños exterminados, y esta austeridad de Treblinka nos dejaba fríos, como si no fuera posible sentir a la Shoah en toda su dimensión si faltaban los elementos narrativos básicos.

También recuerdo ahora, súbitamente, la tristeza de J.P., encantadora chica platense, cuando descubrió que la barraca donde pasaba las noches su abuelo sobreviviente en Auschwitz había sido desmantelada. En el ícono del campo-muestra por excelencia, quiso el azar que esa barraca en particular fuera convertida en otra cosa, por lo cual no sirvió de nada la memoria detallista del abuelo de J.P., que recordaba el número y la localización exacta de su infierno personal dentro del inmenso campo. La ausencia de esta barraca pudo más que la imagen devastadora de los hornos y las cámaras de gas, y J.P. se quebró cuando comprendió que nunca vería ese recuerdo al que su abuelo había quedado tan sujeto.

Otra imagen que se me viene es la de P.S., quien tuvo un acceso de nervios y llanto a la salida del campo de Majdanek, uno de los más espantosos por su estado de conservación (es el único en toda Polonia donde aún están, intactas, las falsas duchas por las cuales salía el Zyklon B), cuando se le presentó en toda su abstracción una inmensa pira circular de unos diez metros de diámetro llena de las cenizas encontradas en los hornos del campo. Este monumento, contundente como pocos, es eficaz a la hora de transmitir la magnitud del genocidio. El viento no disemina las cenizas, que permanecen en muda montaña dentro de la tumba circular.

Mi experiencia personal en los escenarios de la muerte es, también, caprichosa e inesperada. Puede decirse que toleré bastante bien el tour por los sitios iconográficos de la Shoah; no es que no me afectara pero, de alguna manera, lo que me generaba era del orden de lo esperable, del desasosiego que anticipaba sentir. Sin embargo, hubo un lugar donde sentí que mi resistencia me abandonaba: ese lugar se llama Tykochin y es un pequeño pueblito, igual a tantos otros en la periferia polaca, aunque especial ya que en él se han conservado muchos elementos de la vida judía de preguerra: un hermoso templo con vitreaux (donde entramos, al principio con cauteloso respeto, y terminamos bailando espontáneamente tomados de los brazos un improvisado rikud), casitas con las marcas de las mezuzot en las puertas y otros rastros de que alguna vez hubo vida judía allí. Las personas que habitan hoy Tykochin, probablemente descendientes de quienes se apropiaron de las viviendas, se replegaron dentro de las casas y de pronto pareció que transitábamos un pueblo fantasma: ojos adivinados escrutándonos detrás de las cortinas, ni un alma en las calles.

Ya en Tykochin, fuimos llevados a un bosquecito cercano donde la población entera del shtetl fue fusilada y enterrada en una enorme fosa común que previamente fueron obligados a cavar. Allí, en ese bosque en apariencia inofensivo y agreste, donde sólo el canto de los pájaros se dejaba oír, me oprimió una angustia y un pánico tan grandes que tuve que salir de allí de inmediato. Ni siquiera estábamos seguros de hallarnos en el exacto punto donde yacía la fosa común, pero no me importó: algo tremendo me expulsaba de ahí con más violencia que de las barracas inmundas de Birkenau.

Años más tarde, descubrí gracias a un restaurador de la historia de los judíos de Polonia y Bielorrusia (J.S., para quien traduje durante largos días y noches un libro memorial de la región Pruzhany-Bereza) que la familia de mi abuela fue exterminada en un bosque como ese, no muy lejos de allí, llamado Brona Gura. El modus operandi fue el mismo: hombres, mujeres y niños llevados al corazón del bosque y obligados a cavar un pozo donde ellos mismos habrían de caer.

No pude evitar darme cuenta de que esa información genética corría en mis venas, probablemente alimentada por cosas dichas a medias por mi abuela, calladas y adivinadas, porque el lenguaje de los recuerdos traumáticos atraviesa todas las formas posibles de comunicación.

A nuestro paso por los campos de la muerte, nos topábamos con los “mitos de los campos”, esas historias terribles aunque verosímiles dentro del entorno espectral en el cual se supone ocurrieron. No las reproduciré aquí ya que, anónimas y siniestras como son, nada aportan al conocimiento de la verdad.

Mi otra experiencia axial en los campos ocurrió en Auschwitz-Birkenau: apenas traspasado el límite entre ambos campos (límite que significaba, en la mayoría de los casos, el pasaje desde los trabajos forzados a la muerte), esperábamos el inicio de un acto en conmemoración de Iom Hashoah, cuando vimos aparecer a lo lejos un grupo de polacos, ancianos en su mayoría, con pancartas que no podíamos entender. Primero se mantuvieron respetuosamente a un lado, y pude ver que algunos carteles estaban escritos en inglés y decían frases del estilo “We love you people of Israel”. Finalmente, algunas de estas personas se acercaron a nosotros y comenzaron a hablarnos. La que se acercó a mí era una mujer de unos sesenta años, de expresivos ojos azules, quien comenzó a hablarme en una mezcla incomprensible de polaco e inglés, con algunas palabras hebreas salpicadas aquí y allá (“shalom”); su verborragia era casi incontenible, y mientras me hablaba, tomaba mis manos con algo parecido a la ansiedad, me besaba y me abrazaba. Puede entenderse mi estupor ya que hasta entonces, el escaso contacto con los polacos no había sido muy auspicioso (créase o no, sesenta años después de la ocupación alemana, algunos nos recibían haciendo el saludo nazi o ponían música de rock a todo volumen para boicotear el Kaddish de los actos conmemorativos). Esta polaca, sin embargo, parecía amistosa, y cuando finalmente empecé a comprender algo de su argot, me di cuenta de que estaba intentando contarme que su padre también había perecido en ese campo, que era un preso político comunista, y lo habían enviado a morir allí. Tomándome de la mano, me obligó a acompañarla al interior de una de las barracas-museo, y allí por un corredor interminable tapizado a ambos lados por retratos y más retratos de los prisioneros que habían pasado por Auschwitz-Birkenau. Yo ya había visto esa hilera de rostros y no me había detenido porque, como puede inferirse, todos los rostros se ven iguales luego del rapado, la inanición y el gorro de prisionero. Esta mujer, sin embargo, supo exactamente frente a cuál detenerse –en una ceremonia que habría hecho cientos de veces en todos esos años- y con gesto decidido me mostró, al fin, la foto de su padre asesinado: una cara prisionera más, indistinguible para mí de las otras, única entre miles para ella. Confieso que esos ojos sepia a los que miré de frente me hablaron con más elocuencia que cualquier otro rastro de la vida humana en los campos de la muerte. Los ojos de un joven hombre católico, alistado en la resistencia, que habría enfrentado la muerte con iguales dosis de perplejidad y determinación.

Nuestros viajes a Polonia y Alemania están llenos de momentos como éstos, preñados de significado, pero hay algo más que casi invariablemente ocurre cuando uno visita estos solares, algo difícil de explicar, que no puedo sino describir como la patente sensación de una fuerte presencia que de pronto se ha ido. Es, como lo he dicho en algún cuento que escribí, el canto del pueblo exterminado, que no termina de callarse porque han quedado, a pesar de muchos, huellas por todas partes. A veces es sólo un silencio donde antaño funcionó una próspera casa de estudios jasídicos. Otras veces es la llanura yerta, interminable, por donde uno sabe que pasaron caravanas de miles y miles de personas, movilizadas del ghetto a la exterminación. Es la valija –una entre miles- que se ve en una vitrina de Auschwitz y perteneció a la niña Anna Frank. O las casas vacías en lo que fue el ghetto de Varsovia, en especial el muro de Mila 18, centro del épico levantamiento que lideró un joven de sólo veintitrés años.

Hace poco, y varios años después de mi última visita a estos parajes desolados, visité el Jewish Museum de la ciudad de Nueva York. La muestra permanente es preciosa, llena de reliquias que datan de los albores de la cultura israelita. Hay, por supuesto, una sala dedicada al recuerdo de la Shoah; es, según me han contado, una muestra cambiante donde artistas jóvenes plasman su visión de la tragedia. El día que yo fui, la muestra incluía una instalación de George Segal, una serie de estatuas de yeso a escala humana, completamente blancas, recostadas en el piso como cadáveres recientes sorprendidos en un último gesto de humanidad: si se miraba con detalle, podía verse la estela de una dinámica en las figuras: el pliegue de una túnica, una mujer tomando la mano de un niño yaciente a su lado. Había algo que recordaba vagamente a las figuras petrificadas de Pompeya, eternizadas por el Vesubio en sus gestos banales. La instalación, rezaba el cartelito, había sido creada a partir de modelos vivos a quienes se les pidió que se acostaran en el suelo e imaginaran que era la escena de su propia muerte.

Esta instalación me hizo llorar, larga y sostenidamente. Primero con timidez –estaba sola en el museo- luego con abiertos sollozos, para qué negarlo. Mi asombro ante mis propias lágrimas y su carácter incontenible fue mayúsculo. Yo era una heroína de Marcha por la Vida, había visto la muerte in situ, pero me estaba quebrando por unas figuras de yeso de arte moderno.

Es que la melancolía del pueblo exterminado se colaba también a través de ellos, caminaba a mi lado, resignificando la música klezmer que se oye por doquier en Nueva York y me produce melancolía desde antes de comprender que, allí donde suena un clarinete, es el murmullo del bosque lo que sigo escuchando cuando la música ya se ha apagado.


George Segal (The Holocaust)

viernes, 6 de mayo de 2011

La liebre de la Patagonia




No puedo esperar a terminar el libro de Claude Lanzmann para reseñarlo aquí…
Autobiográfico pero increíblemente novelado en su trama (es indudable que su vida superó en muchos aspectos lo impredecible de la ficción), es difícil hacerlo a un lado para seguir con la vida cotidiana y dejar de escuchar su relato envolvente y necesario.
Claude Lanzmann era, en mi imaginario –injustamente- sólo el creador de ese monstruo cinematográfico que fue Shoah, y de manera secundaria quizás Tsahal.
Yo desconocía de manera increíble sus avatares junto a las grandes luminarias del siglo XX europeo. Lanzmann nombra, igual que a satélites, a las bestias de su época: Cocteau, Deleuze, Hyppolite, y por supuesto Sartre y Simone de Beauvoir. Tiene, en común con mis caros Anais Nin y Henry Miller, ese privilegio absolutamente personal de haber vivido rodeado de personas que no por brillantes dejaron de estarle a la altura.
Lanzmann sobrevivió a la guerra y puede decirse que su vida estuvo muchas veces a punto de ser segada. Militó con la resistencia francesa comunista, se atrevió a dirigir seminarios sobre el antisemitismo en la Alemania nazi y formó parte de convoyes que lanzaban bombas caseras contra las SS. Y sin embargo, dice él mismo, siempre adoleció de esa “cobardía” que supone no ser consciente de lo que está en juego, no terminar de entender que es la vida misma lo que puede perderse ante un paso en falso.
Ya en los tempranos cincuenta asistió con una especie de fascinación no exenta de idealismo al naciente Estado de Israel. Lanzmann nunca hizo aliá pero en muchos aspectos siempre se sintió un sionista.
El libro comienza con un fragmento estremecedor de “La liebre dorada” de Silvina Ocampo. Las referencias a esta Argentina aparecen más de una vez –no solo en el título- en apariencia aleatoriamente, “(…) acababa de ver una liebre de la Patagonia, animal mágico, y de pronto toda la Patagonia entera me traspasó el corazón con la certeza de nuestra común presencia. Cien vidas que viviera no me agotarían nunca.”
Los hermanos de Lanzmann también hicieron sus lides en la literatura y el cine. Evélyne Rey, su bella hermana menor, fue una actriz de culto en su época, y dirigió un documental sobre las mujeres tunecinas. Se suicidó a sus treinta y seis años; dejó solo tres cartas, una de las cuales era para Claude y la otra para Jean Paul Sartre, de quien estuvo profundamente enamorada.
Dijo Lanzmann en referencia a su muerte:
“El suicidio de mi hermana me había devastado, pensaba que en adelante y de manera permanente tendría que vivir bajo la sombra de su muerte. Sería una forma de fidelidad. Una amiga de Sartre que había sufrido grandes desgracias, Claude Day, me dijo una vez: “Se equivoca, acabará olvidando, la vida siempre se impone.” Tenía razón. Y no la tenía. No he olvidado nada, y he vivido. Pero noviembre no me sienta bien, es el mes de la muerte de Evelyne y también lo es de mi nacimiento.”
Lanzmann no sólo vivió sino que dejó enormes, hercúleos films, con un afán poco disimulado de registrarlo todo, de que ningún tesimonio o gesto sea olvidado. Su libro de quinientas páginas es producto de esta misma materia hecha de memoria.

lunes, 25 de abril de 2011

Quedeshim Quedeshot

Mala suerte acostarse con fenicias, yo me acosté
con una en Cádiz bellísima
y no supe de mi horóscopo hasta
mucho después cuando el Mediterráneo me empezó a exigir
más y más oleaje; remando
hacia atrás llegué casi exhausto a la
duodécima centuria: todo era blanco, las aves,
el océano, el amanecer era blanco.

Pertenezco al Templo, me dijo: soy Templo. No hay
puta, pensé, que no diga palabras

del tamaño de esa complacencia. 50 dólares
por ir al otro Mundo, le contesté riendo; o nada.
50, o nada. Lloró
convulsa contra el espejo, pintó
encima con rouge y lágrimas un pez: -Pez,
acuérdate del pez.

Dijo alumbrándome con sus grandes ojos líquidos de

turquesa, y ahí mismo empezó a bailar en la alfombra el
rito completo; primero puso en el aire un disco de Babilonia y
le dio cuerda al catre, apagó las velas: el catre
sin duda era un gramófono milenario
por el esplendor de
la música; palomas,
de repente aparecieron palomas.

Todo eso por cierto en la desnudez más desnuda con

su pelo rojizo y esos zapatos verdes, altos, que la
esculpían marmórea y sacra como
cuando la rifaron en Tiro entre las otras lobas
del puerto, o en Cartago
donde fue bailarina con derecho a sábana a los
quince; todo eso.

Pero ahora, ay, hablando en prosa se

entenderá que tanto
espectáculo angélico hizo de golpe crisis en mi
espinazo, y lascivo y
seminal la violé en su éxtasis como
si eso no fuera un templo sino un prostíbulo, la
besé áspero, la
lastimé y ella igual me
besó en un exceso de pétalos, nos
manchamos gozosos, ardimos a grandes llamaradas
Cádiz adentro en la noche ronca en un
aceite de hombre y de mujer que no está escrito
en alfabeto púnico alguno, si la imaginación de la
imaginación me alcanza.

Qedeshím qedeshóth*, personaja, teóloga

loca, bronce, aullido
de bronce, ni Agustín

de Hipona que también fue liviano y
pecador en Africa hubiera
hurtado por una noche el cuerpo a la
diáfana fenicia. Yo
pecador me confieso a Dios.

* En fenicio: cortesana del templo.

domingo, 24 de abril de 2011

Cuando Callan los Patos

Anoche fui a ver la obra donde actúa mi amigo M., “Cuando callan los patos”, de Lautaro Metral. En realidad decir que actúa es una generalización, porque cada uno de los cinco intérpretes es un performer: todos ellos actúan, cantan y se expresan corporalmente en un continuum de una hora que deja agotados (en el buen sentido) tanto a espectadores como a protagonistas.

El primer tramo de la obra es caótico, absurdo llevado al límite; sin embargo, no es anárquico y nada parece puesto en su lugar de casualidad. Hay un caos deliberado, que ignoro si pretende pero logra eficazmente colocar al que asiste en un lugar de optimización de los sentidos, de máxima alerta. Todos estiramos los cuellos a la espera de captar cada palabra –cada una de ellas está preñada de significado- y de la apofanía que está siempre por ocurrir.

La obra transcurre en una especie de basural surrealista; puede que estemos en una Buenos Aires futurista donde todo ha sido destruido y unos pocos personajes delirantes son los custodios de lo que queda por recordar, de las señales del pasado y una memoria fragmentaria pero sistemática. Sabemos indudablemente que estamos en Argentina por referencias inequívocas que estremecen al espectador: Malvinas, radicales, picana. No obstante, el mundo entero podría estar retratado en esta escenografía devastada y en estos personajes que se aferran a la memoria de lo que fue. Los patos y su canto son lo que queda. Y si se callan los patos, el apocalipsis parece ser inevitable.

Los momentos musicales están muy logrados, todos ellos cantan maravillosamente, en especial la joven intérprete femenina (digna sucesora de una madre cantante y un padre músico) La banda en vivo hace una gran diferencia, y es muy acertado que estén allí formando parte de la escena, con esas ropas que los hacen casi indistinguibles de un preso común o un internado de hospicio.

Mi amiga S. y yo nos fuimos con la sensación de haberlos visto antes, a todos, en algún pabellón psiquiátrico. Fueron por un instante un déja vu de esa locura digna, que parece estar reivindicando algo poderoso desde su delirio monomaníaco. Eran los mismos locos, aunque investidos del arte, la música y la poesía.