jueves, 27 de febrero de 2014

Copenhage-London

Los primeros minutos del vuelo, él trata de ser cordial pero yo, habiendo perdido la habilidad de socializar demasiado con extraños en los viajes, respondo con monosílabos. La realidad es que la primera media hora de viaje ni siquiera reparo demasiado en este hombre que decidió apoyar en el asiento entre nosotros, libre, su chocolate Toblerone y su libro. En otros tiempos me hubiera desvivido por vislumbrar qué libro leía, porque me apasionaba entrarle a la gente (o que la gente me entrara a mí) por medio de la literatura.
La conversación se inicia porque yo expreso a la azafata mi preocupación de perder la conexión de Heathrow a Buenos Aires; él vive en Gran Bretaña y me llena de seguridad explicándome que arribamos a la Terminal 5 y desde allí tengo un corto camino hasta mi puerta de embarque.
¿De qué cosas, entonces, puede enterarse uno sobre un extraño en una charla de vuelo doméstico?
1) Él es un editor sueco de unos 40 años; vive hace muchos años en las afueras de Londres y tiene un acento casi indistinguible. Tiene una pequeña hija de 10 meses llamada Matilda (minutos antes de despegar yo había oído que se despedía de alguien por teléfono, diciéndole que la amaba; a todas luces, la madre de Matilda)
2) Parece ser que dejó pasar la gran oportunidad de editar a Stieg Larsson, y eso lo descubro porque nos embarcamos en una conversación sobre los escritores suecos de novelas policiales, de quienes ambos preferimos indudablemente a Henning Mankell.
3) Viene de enterrar a su madre. A pesar de que sonríe todo el tiempo y es muy cordial, cuando lo menciona sus ojos se llenan de lágrimas. Le digo que lo siento, pregunto las cosas obligadas acerca del suceso.
4) Está convencido de que los suecos no han podido ser más imperialistas porque no los han dejado, y dice que siempre que alude al conflicto con sus amigos británicos, llama “Malvinas” a las islas. Y que Noruega ha ido reemplazando a Suecia en esa concepción de país desarrollado y progresista.
5) Me confiesa con algo de vergüenza que lo único que conoce de la literatura sudamericana es el realismo mágico. Y justo se cruzó conmigo, que un poco lo detesto. Le hablo de Borges, de quien no sabía que fue catedrático en lenguas anglosajonas. Promete que lo va a leer.
6) Le gustaba mucho ir a un restaurante argentino en Edgware Road, pero desde que Tévez se hizo conocido, hay que reservar mesa, y eso de alguna manera le quitó la magia.
7) Sin embargo, nuestra charla más interesante se da a partir de la aparente vena melancólica de los escandinavos, que ambos coincidimos en adjudicar en gran parte a ese clima lunar, de las noches y los días interminables. Me cuenta cómo algunos suecos van a exponerse a enormes lámparas de rayos UV sólo para atemperar su depresión, y me da una inmensa tristeza imaginarme a esas personas que se ponen bajo la cama solar sólo para sentirse menos desdichadas. Hay algo animal en esa idea, pero algo futurista también. Yo le digo que prefiero los pueblos melancólicos a los intrínsecamente “alegres”, y ambos dudamos de que en Brasil todo el año sea carnaval. El menciona una pintura de August Strindberg que no conozco, y que según él ilustra a la perfección esta tendencia sueca a ver el lado crepuscular de las cosas: es una escena en un claro de un bosque, parcialmente soleada, y a priori agradable, que Strindberg elige titular “Desesperación”. Nos reímos los dos a carcajadas.
8) Cuando le digo que sí leí a Strindberg, que amo a la Señorita Julia, me dice “You are very learned!” Y hacía mucho que nadie lo decía, ni que yo me sentía orgullosa al respecto.
Recién nos decimos nuestros nombres cuando es tiempo de separarnos en el aeropuerto, y nos damos la mano, agradecidos porque a veces, algo de esas horas muertas que uno pasa en aeropuertos, filas y aviones puede llenarse con literatura, hechos interesantes, curiosidad por conocer a alguien tan distinto a uno.
Se llama Stefan, y es altamente improbable que nos volvamos a cruzar alguna vez.