Con el libro de Lanzmann, volvieron a mí decenas de recuerdos, reflexiones y sentires nacidos en su gran mayoría durante los días de mi temprana juventud en los cuales milité concienzuda e intensamente en lo que podríamos llamar “la memoria de la Shoah”. Se trata de un trabajo arduo, sostenido sobre intangibles tales como los recuerdos, los testimonios, la sensación de cierta responsabilidad de transmisión. Aunque abandoné esas lides hace tiempo, sigo admirando a los jóvenes, adolescentes incluso, que hacen suya esta responsabilidad y la llevan al acto como si para ellos fuera secundario el hecho de que más de sesenta años los separan de ese instante en la historia. No conozco muchos más casos así de reivindicación de la memoria ancestral, si puede llamársele de esa manera, aunque sé que la colectividad armenia vive algo parecido y sus jóvenes llevan la antorcha del recuerdo del genocidio que los devastó, a ellos, a su tiempo.
Iba a decir que mi debut en las filas de los “holocaustólogos”, como nos llamábamos irónicamente, ocurrió en mis tempranos veinte, en la preparación de lo que sería mi primera “Marcha por la Vida” (anécdota que abordaré en un instante), pero inmediatamente comprendí que en realidad este viaje hacia el pasado ocurre, casi en todo chico judío, cuando muy tempranamente en la infancia comienza a interpretar ciertos relatos de sus abuelos o sus padres –dependiendo de la generación-, ciertos silencios incluso, algunas conversaciones susurradas y que se detenían abruptamente cuando llegaban los niños, unos nombres de parientes que quedaron en Europa, quién sabe si vivos o muertos, conductas especiales frente a la comida, la oscuridad, el dinero, todas ellas achacadas a algo inasible para nosotros y que se llamaba genéricamente “la guerra”.
Como sea, más allá de este bautismo tácito que experimentábamos en nuestras casas, los holocaustólogos teníamos en común una cosa muy concreta: todos habíamos decidido que ya no alcanzaba con haber leído todos los libros, visto todas las películas o haber escuchado cien veces reproducidos los testimonios de los sobrevivientes: queríamos estar allí. En lo que sería un debate nunca zanjado entre las generaciones post-Shoah, nos debatíamos entre la postura del “no-lugar” (término semiológico atribuido a Auschwitz), o sea a la noción de que lo que había ocurrido era tan inefable que no importaba verlo en persona o no, y la necesidad casi física de ver esos lugares, de reconocer a los viejos en los jóvenes. Paradójicamente, no eran los campos lo que más llamaba nuestra atención sino los pueblitos (los shtétl), los guettos, la vida judía de la peri guerra.
Estar finalmente allí, debo decirlo, no es un detalle menor. Hay una razón y un propósito en que sitios tan tenebrosos como Auschwitz-Birkenau se hayan “museificado” (hay quienes se oponen a esto, por ejemplo el propio Lanzmann, quien identifica esta conversión en museo con cierta hollywoodización de la muerte). No me pregunten por qué, pero sin embargo es necesario poder identificar los íconos y los lugares, cerrar el círculo con la verificación ocular (que no es sólo ocular, porque los sitios de la Shoah tienen aún un olor particular que se contradice con el paso de los años).
Recuerdo la decepción de muchos de mis compañeros de viaje, incluida yo, cuando arribados al célebre campo de Treblinka donde muchos de nuestros propios familiares perdieron la vida, descubrimos que nada salvo unas simbólicas piedras quedaba allí para atestiguar el terrible pasado. Echamos en falta las barracas, las vías, y, ay, las cámaras de gas y los crematorios. Veníamos de la experiencia de Auschwitz donde todo ha sido puesto para la consideración del visitante, desde toneladas de cabello hasta piernas ortopédicas, lentes, maletas y juguetes de los niños exterminados, y esta austeridad de Treblinka nos dejaba fríos, como si no fuera posible sentir a la Shoah en toda su dimensión si faltaban los elementos narrativos básicos.
También recuerdo ahora, súbitamente, la tristeza de J.P., encantadora chica platense, cuando descubrió que la barraca donde pasaba las noches su abuelo sobreviviente en Auschwitz había sido desmantelada. En el ícono del campo-muestra por excelencia, quiso el azar que esa barraca en particular fuera convertida en otra cosa, por lo cual no sirvió de nada la memoria detallista del abuelo de J.P., que recordaba el número y la localización exacta de su infierno personal dentro del inmenso campo. La ausencia de esta barraca pudo más que la imagen devastadora de los hornos y las cámaras de gas, y J.P. se quebró cuando comprendió que nunca vería ese recuerdo al que su abuelo había quedado tan sujeto.
Otra imagen que se me viene es la de P.S., quien tuvo un acceso de nervios y llanto a la salida del campo de Majdanek, uno de los más espantosos por su estado de conservación (es el único en toda Polonia donde aún están, intactas, las falsas duchas por las cuales salía el Zyklon B), cuando se le presentó en toda su abstracción una inmensa pira circular de unos diez metros de diámetro llena de las cenizas encontradas en los hornos del campo. Este monumento, contundente como pocos, es eficaz a la hora de transmitir la magnitud del genocidio. El viento no disemina las cenizas, que permanecen en muda montaña dentro de la tumba circular.
Mi experiencia personal en los escenarios de la muerte es, también, caprichosa e inesperada. Puede decirse que toleré bastante bien el tour por los sitios iconográficos de la Shoah; no es que no me afectara pero, de alguna manera, lo que me generaba era del orden de lo esperable, del desasosiego que anticipaba sentir. Sin embargo, hubo un lugar donde sentí que mi resistencia me abandonaba: ese lugar se llama Tykochin y es un pequeño pueblito, igual a tantos otros en la periferia polaca, aunque especial ya que en él se han conservado muchos elementos de la vida judía de preguerra: un hermoso templo con vitreaux (donde entramos, al principio con cauteloso respeto, y terminamos bailando espontáneamente tomados de los brazos un improvisado rikud), casitas con las marcas de las mezuzot en las puertas y otros rastros de que alguna vez hubo vida judía allí. Las personas que habitan hoy Tykochin, probablemente descendientes de quienes se apropiaron de las viviendas, se replegaron dentro de las casas y de pronto pareció que transitábamos un pueblo fantasma: ojos adivinados escrutándonos detrás de las cortinas, ni un alma en las calles.
Ya en Tykochin, fuimos llevados a un bosquecito cercano donde la población entera del shtetl fue fusilada y enterrada en una enorme fosa común que previamente fueron obligados a cavar. Allí, en ese bosque en apariencia inofensivo y agreste, donde sólo el canto de los pájaros se dejaba oír, me oprimió una angustia y un pánico tan grandes que tuve que salir de allí de inmediato. Ni siquiera estábamos seguros de hallarnos en el exacto punto donde yacía la fosa común, pero no me importó: algo tremendo me expulsaba de ahí con más violencia que de las barracas inmundas de Birkenau.
Años más tarde, descubrí gracias a un restaurador de la historia de los judíos de Polonia y Bielorrusia (J.S., para quien traduje durante largos días y noches un libro memorial de la región Pruzhany-Bereza) que la familia de mi abuela fue exterminada en un bosque como ese, no muy lejos de allí, llamado Brona Gura. El modus operandi fue el mismo: hombres, mujeres y niños llevados al corazón del bosque y obligados a cavar un pozo donde ellos mismos habrían de caer.
No pude evitar darme cuenta de que esa información genética corría en mis venas, probablemente alimentada por cosas dichas a medias por mi abuela, calladas y adivinadas, porque el lenguaje de los recuerdos traumáticos atraviesa todas las formas posibles de comunicación.
A nuestro paso por los campos de la muerte, nos topábamos con los “mitos de los campos”, esas historias terribles aunque verosímiles dentro del entorno espectral en el cual se supone ocurrieron. No las reproduciré aquí ya que, anónimas y siniestras como son, nada aportan al conocimiento de la verdad.
Mi otra experiencia axial en los campos ocurrió en Auschwitz-Birkenau: apenas traspasado el límite entre ambos campos (límite que significaba, en la mayoría de los casos, el pasaje desde los trabajos forzados a la muerte), esperábamos el inicio de un acto en conmemoración de Iom Hashoah, cuando vimos aparecer a lo lejos un grupo de polacos, ancianos en su mayoría, con pancartas que no podíamos entender. Primero se mantuvieron respetuosamente a un lado, y pude ver que algunos carteles estaban escritos en inglés y decían frases del estilo “We love you people of Israel”. Finalmente, algunas de estas personas se acercaron a nosotros y comenzaron a hablarnos. La que se acercó a mí era una mujer de unos sesenta años, de expresivos ojos azules, quien comenzó a hablarme en una mezcla incomprensible de polaco e inglés, con algunas palabras hebreas salpicadas aquí y allá (“shalom”); su verborragia era casi incontenible, y mientras me hablaba, tomaba mis manos con algo parecido a la ansiedad, me besaba y me abrazaba. Puede entenderse mi estupor ya que hasta entonces, el escaso contacto con los polacos no había sido muy auspicioso (créase o no, sesenta años después de la ocupación alemana, algunos nos recibían haciendo el saludo nazi o ponían música de rock a todo volumen para boicotear el Kaddish de los actos conmemorativos). Esta polaca, sin embargo, parecía amistosa, y cuando finalmente empecé a comprender algo de su argot, me di cuenta de que estaba intentando contarme que su padre también había perecido en ese campo, que era un preso político comunista, y lo habían enviado a morir allí. Tomándome de la mano, me obligó a acompañarla al interior de una de las barracas-museo, y allí por un corredor interminable tapizado a ambos lados por retratos y más retratos de los prisioneros que habían pasado por Auschwitz-Birkenau. Yo ya había visto esa hilera de rostros y no me había detenido porque, como puede inferirse, todos los rostros se ven iguales luego del rapado, la inanición y el gorro de prisionero. Esta mujer, sin embargo, supo exactamente frente a cuál detenerse –en una ceremonia que habría hecho cientos de veces en todos esos años- y con gesto decidido me mostró, al fin, la foto de su padre asesinado: una cara prisionera más, indistinguible para mí de las otras, única entre miles para ella. Confieso que esos ojos sepia a los que miré de frente me hablaron con más elocuencia que cualquier otro rastro de la vida humana en los campos de la muerte. Los ojos de un joven hombre católico, alistado en la resistencia, que habría enfrentado la muerte con iguales dosis de perplejidad y determinación.
Nuestros viajes a Polonia y Alemania están llenos de momentos como éstos, preñados de significado, pero hay algo más que casi invariablemente ocurre cuando uno visita estos solares, algo difícil de explicar, que no puedo sino describir como la patente sensación de una fuerte presencia que de pronto se ha ido. Es, como lo he dicho en algún cuento que escribí, el canto del pueblo exterminado, que no termina de callarse porque han quedado, a pesar de muchos, huellas por todas partes. A veces es sólo un silencio donde antaño funcionó una próspera casa de estudios jasídicos. Otras veces es la llanura yerta, interminable, por donde uno sabe que pasaron caravanas de miles y miles de personas, movilizadas del ghetto a la exterminación. Es la valija –una entre miles- que se ve en una vitrina de Auschwitz y perteneció a la niña Anna Frank. O las casas vacías en lo que fue el ghetto de Varsovia, en especial el muro de Mila 18, centro del épico levantamiento que lideró un joven de sólo veintitrés años.
Hace poco, y varios años después de mi última visita a estos parajes desolados, visité el Jewish Museum de la ciudad de Nueva York. La muestra permanente es preciosa, llena de reliquias que datan de los albores de la cultura israelita. Hay, por supuesto, una sala dedicada al recuerdo de la Shoah; es, según me han contado, una muestra cambiante donde artistas jóvenes plasman su visión de la tragedia. El día que yo fui, la muestra incluía una instalación de George Segal, una serie de estatuas de yeso a escala humana, completamente blancas, recostadas en el piso como cadáveres recientes sorprendidos en un último gesto de humanidad: si se miraba con detalle, podía verse la estela de una dinámica en las figuras: el pliegue de una túnica, una mujer tomando la mano de un niño yaciente a su lado. Había algo que recordaba vagamente a las figuras petrificadas de Pompeya, eternizadas por el Vesubio en sus gestos banales. La instalación, rezaba el cartelito, había sido creada a partir de modelos vivos a quienes se les pidió que se acostaran en el suelo e imaginaran que era la escena de su propia muerte.
Esta instalación me hizo llorar, larga y sostenidamente. Primero con timidez –estaba sola en el museo- luego con abiertos sollozos, para qué negarlo. Mi asombro ante mis propias lágrimas y su carácter incontenible fue mayúsculo. Yo era una heroína de Marcha por la Vida, había visto la muerte in situ, pero me estaba quebrando por unas figuras de yeso de arte moderno.
Es que la melancolía del pueblo exterminado se colaba también a través de ellos, caminaba a mi lado, resignificando la música klezmer que se oye por doquier en Nueva York y me produce melancolía desde antes de comprender que, allí donde suena un clarinete, es el murmullo del bosque lo que sigo escuchando cuando la música ya se ha apagado.
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