A veces, la literatura produce luminarias como Antonio Muñoz Molina. Inclasificables, por cierto, si es que se puede establecer algún tipo de serie o categorías dentro de los escritores.
Muñoz Molina es uno de esos autores que la gente suele llamar “de raza”, queriendo decir que hay algo innato, una madera, que no se sueña con adquirir si no se vino al mundo hecho de ella.
De su último gran libro, La Noche de los Tiempos, no voy a hablar (aún) porque recién comienzo a leerlo.
Quería decir, en cambio, que unas semanas antes de acometer su extensa última obra, lo vi por casualidad en un reportaje que le hizo Osvaldo Quiroga en su programa de televisión, “El Refugio de la Cultura”. Yo no recordaba con precisión la cara de Muñoz Molina, y para más desconcierto no tiene lo que se podría considerar un típico acento español, por lo cual estuve un buen rato disfrutando de este reporteado “anónimo” sin atreverme a pensar que se trataba, ni más ni menos, que del autor de Sefarad.
No es que “El Refugio…” no sea un foro prestigioso, de hecho lo es y su conductor debe contarse entre los más meritorios para ocupar el lugar de entrevistador de artistas, pero la realidad es que era algo inverosímil esto de ver una figura de la talla de Muñoz Molina (nos guste o no, el mundo los mide por su eficacia a la hora de escribir pero también por la cantidad y la fama de los premios recibidos) en un programa de modesto rating y fuera del prime time. No voy a entrar en disquisiciones acerca de la sencillez que este gesto le inferiría; honestamente, la humildad nunca se contó entre las cualidades que yo espere o celebre de un escritor y nada me importa menos que la humildad o su falta, sobre todo en personas que tienen tantas razones para sentirse importantes.
Lo que me fascinó de este reportaje de tan bajo perfil, fue en primer lugar el clima intimista que se generó (digámoslo como es: por más susurrante que se ponga, Jesús Quinteros nunca logrará sonar “intimista” si a quien está entrevistando es a Antonio Banderas y Melanie Griffith y las preguntas versan sobre su vida sexual); las cosas la mar de interesantes que iban surgiendo entre este escritor increíble y su idóneo preguntador, la cantidad de ideas bellas que se desplegaron.
Interpelado Muñoz Molina sobre esa característica tan suya de dotar a las páginas de un relieve, de unas descripciones tan minuciosas que hacen que el lector no sólo comprenda e imagine sino también huela, oiga, toque, él se limitó a decir algo así como que (desearía poder ser textual, aunque mi memoria no me lo permitirá cabalmente) este nivel de detalle era algo que ponía en práctica para conjurar una de las características más crueles del paso del tiempo, la cual es precisamente ir borrando el recuerdo fino, el perfume, la pluma en un sombrero, el sonido de un tren pasando por la calle de siempre; y utilizó para ello una preciosa metáfora: estas minucias son el tejido blando sobre el gran esqueleto que es el recuerdo, y como tal están condenadas a no permanecer, a evaporarse en favor de un concepto más general de la memoria, que es lo que queda finalmente.
El trabajo que hace Muñoz Molina por conservar ese tejido blando es realmente loable. El no estuvo, y nosotros no estuvimos, pero podemos de pronto sentirnos en esa Madrid de los años treinta, alienada, que lanzó a los hijos contra los padres y expulsó a tantos, entre ellos al protagonista de la novela.
Mil páginas de memoria en maravilloso estado de conservación.
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