lunes, 29 de noviembre de 2010

LOCO EL, LOCA YO


Hoy, a la salida del dentista de niños, salimos con Uri a pasear por el centro. Arrancamos la travesía por Callao hacia Corrientes, a priori en busca de una heladería, aunque el modesto objetivo pronto devino en un verdadero paseo por la Buenos Aires nocturna. Pasamos por la Iglesia del Salvador y se me ocurrió de repente que mi hijo jamás visitó una iglesia (jamás visitó, de hecho, templo de ningún credo), y como mi recuerdo era que esta en particular era majestuosa, le pregunté si quería saber cómo era una iglesia por dentro. Entramos corriendo, pidiéndole permiso al celador que estaba por cerrar (yo ignoraba que las iglesias cerraran, es un hecho obvio pero de alguna manera uno esperaría que hubiera un servicio 24 hs para los fieles en apuros, que deben ser unos cuantos) y emergimos de pronto en la nave silenciosa, vacía, crujiente. La belleza de estos sitios suele ser sobrecogedora y Uri no fue ajeno a ese influjo. “Hay olor a madera, ¿no?”, le dije, y nos quedamos un rato en silencio. Uri por supuesto quería saber el propósito y significado de cada una de las cosas allí (las iglesias católicas están llenas de cosas, iconográficas como son), pero el apuro y sobre todo la ignorancia me hicieron terminar allí mismo la incursión en la casa de dios.

Como a Uri le gustó eso de meterse en lugares desconocidos y a punto de cerrar, acto seguido nos metimos en el Colegio del Salvador, al menos en el hall, que fue lo más lejos que la cara larga del portero me dejó llegar. Alcancé a explicarle a Uriel que se trataba de un colegio muy antiguo, algunas molduras, las palabras en latín, VIRTVS, LABOR.

El camino de salida estuvo lleno de preguntas sobre por qué él no podía ser católico para ir a un colegio así, o para creer en dios al menos (mi hijo, en gran parte debido a mi ateísmo, llegó a creer que por ser judíos nos privamos de festejar Navidad pero también Halloween, San Valentín, Thanksgiving y todas las buenas cosas que ve en la televisión. También suele adjudicar al judaísmo que nosotros le recemos al Ratón Pérez y no al Hada de los Dientes, deidad algo más glamorosa)

Calmada su angustia existencial (algo terrena, debo reconocer), tuve la fortuna de que a la siguiente cuadra hubiera, ahora sí, un colegio público, para más albricias uno ediliciamente hermoso, el Normal Superior Nro 9, y por ende demostrarle a Uri que para estudiar en algo parecido a Hogwarts no hace falta ser católico. El ambiente del colegio nocturno lo fascinó: adolescentes-adultos haciendo tiempo sentados en las escaleras centenarias, la austeridad digna del edificio que no se marchita de todo. Pedimos permiso para que viera, la ñata contra el vidrio, cómo era una clase de verdad en una escuela de “grandes”. Ahí estaba la profe pública, tan parecida a las que yo tuve en mis días, algo indolente, dejando que una cursada no muy numerosa charlara de espaldas a ella en relativo silencio. Salimos –en realidad salí- imbuida de un espíritu confortablemente laico.

La vuelta a casa en subte fue deliciosa. Alguien nos cedió el asiento y así fuimos, escuchando un auricular cada uno, a Michael Jackson (increíblemente, el nuevo ídolo de los niños de 5 años, que lo prefieren en su etapa negra), y Sheryl Crow.

Cuando llegamos a casa el gato Cuahutemoc se escapó a su isla favorita, el jardincito del vecino. Uriel sabe que el gato hace eso a veces y que en seguida vuelve. Sin embargo, con la tranquila fatalidad que suelen tener los niños, me miró y me dijo:

-Ya no tenemos gato.

Y lo llevé a dormir, como cada noche, queriéndolo más que a la mañana.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Entomología I: El Garca

Hay una especie de hombre- que por suerte no me cruzo muy a menudo- cuya condición de garca se le manifiesta por todos los poros del cuerpo. Hoy había uno en el mismo vagón del subte en el que iba yo. Era muy representativo de la especie: camisa desabotonada a medias, pecho peludo, alianza de oro. Cierto aire de autosuficiencia. Este garquita en particular, apenas se liberó un asiento contiguo, se abalanzó al mismo en lugar de darle paso a la chica que tenía al lado. Valga aclarar que para esta clase de garca las mujeres, sobre todo las que son lindas y seguras de sí mismas, representan una amenaza que intentan exorcizar con descortesía o agresión lisa y llana. El garquita, feliz con su módico triunfo de iniciar la jornada laboral sentando sus posaderas, desplegó el diario Clarín y se puso a hojearlo con concentración. No pude reprimir el pensamiento de que esa lectura era lo máximo a lo que su cabecita prehistórica podía aspirar.

Ya sentado, el garca me permitió una visión más detallada de sí. Está claro que, en el subte, la contemplación del prójimo es casi una obligación. Los minutos pasan, los espacios físicos se vulneran y no hay paisaje al cual mirar por la ventanilla. Así, pude notar que este garca cumplía una de las premisas casi inevitables de todo garca que es la calvicie incipiente. Las dos cosas, calvicie e incipiente, coexistían, haciendo honor a la descripción clásica de todo pelado a medias.

El garca también tenía los siguientes elementos distintivos de su casta: aparato tecnológico a la vista (en este caso puntual un iPod), reloj ridículo y camisa con logo tradicional.

El garca se bajó en Uruguay y no pude evitar pensármelo en alguna oficina cercana a Tribunales, jugando al estanciero con las módicas finanzas de la pyme que le paga el sueldo. Quizás a media tarde le manda un par de mensajes melosos pero dominantes a su novia porque, no lo olvidemos, cada uno de estos garcas tiene su complementaria, la chica bonita pero algo insegura que le perdona las groserías y hace que no se da cuenta de los desplantes.

Todas las mujeres hemos tenido alguna cita (fallida en el mejor de los casos) con un hombre de esta calaña, y las señales de alerta son que suele elegirte del menú sin que se lo pidas, te aburre con sus proezas deportivas o sus logros económicos, te recita el decálogo de lo que considera una relación ideal (dar cátedra con aire de superado es una de sus aficiones), y para finalizar trata de bajarle el tono a la atracción que le generás, solo para dejar en claro que tu superioridad en las lides amorosas no lo intimida. Esto, por lo general, no puede derivar en otra cosa que desdén o grosería.

El garca, para terminar, suele ser cagado a cuernos muy tempranamente en cualquier relación seria que emprenda. Por supuesto, para cuando esto ocurre él también engaña desde hace rato a su mujer con una secretaria o recepcionista, pero a diferencia de las suyas, la infidelidad de la mujer se le hace una afrenta intolerable y un signo de promiscuidad. Se queda solo, y lo volvés a ver un día en el subte, ya sin pelo y peleándose con el prójimo por el asiento más cercano.

martes, 23 de noviembre de 2010

Divinos Libreros


Todo el mundo sabe que el dueño de El Glyptodonte es un hombre extraviado, perverso y encantador, como así también que si uno se gana su errático aprecio eligiendo un libro que a él le guste particularmente (me pasó, de puro azar, con Thackeray), lo dejará pasarse por la librería y leer en su interior fresco y umbrío para siempre sin tener que pagar un centavo. Muchas lectoras fantasean, es cierto, con el momento impreciso en que el dueño cierre la librería y las lleve de las trenzas hasta una mesa llena de incunables.

Lo que no todo el mundo sabe, en cambio, es que los dueños de Romano son una casta de necrófilos de profesión. A todos ellos, pero en especial al que está siempre en la caja (para mí es “Romano” a secas) les gusta ir de cacería por los cementerios de pueblo rapiñando recuerdos que van desde una manija de bronce hasta arcángeles enteros de mármol, dependiendo sobre todo de la laxitud en la vigilancia del solar en cuestión.

Nunca supe, ni me atreví a preguntar, si en la ceremonia necrofílica intervenía algún otro rito iniciático, vampiresco quizás. Me bastó con la cómplice confesión del librero, que me tomó afecto en la transacción de algún ejemplar costoso, y con verificar que sus facies azulinas y su expresión pícara dan para todo tipo de especulación.

A no confundirse: todos estos libreros parecen a primera vista personas normales y hasta es posible que, imbuidos por la ironía o el afán comercial, le recomienden al visitante casual una bazofia de García Márquez o Sidney Sheldon.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Charles Papiernik y la Kristallnacht, o las consecuencias inesperadas de nuestros actos más pequeños


La Kristallnacht, o Noche de los Cristales Rotos, ocurrida en Berlín el 9 de Noviembre de 1938, suele ser considerada como el comienzo del Holocausto.

Esa noche, grupos vandálicos nazis salieron a romper las vidrieras de los miles de comercios de propietarios judíos que había en la ciudad, destrozaron sinagogas, vejaron a los israelitas ortodoxos que se cruzaron en su camino e incluso asesinaron a un puñado de ellos. Fue una especie de pogrom relámpago y predictor de la barbarie que muy pronto habría de cernirse sobre los judíos de toda Europa.

Hechas las presentaciones, ahora debería contar que hace algunos años trabajé como voluntaria en la Fundación Memoria del Holocausto, que para aquel entonces comenzaba una ciclópea tarea de recopilar la mayor cantidad posible de testimonios de sobrevivientes de la Shoah, antes incluso del colosal archivo audiovisual que habría de encarar Spielberg con algo más de laureles. Debo decir que, además del obvio impacto que significó escuchar las historias más tristes y las odiseas sufridas por estas personas que lograron sobrevivir, a los jóvenes que hacíamos las veces de interlocutores también nos embargaba una especie de silente orgullo, emanado del triste privilegio de sabernos la última generación que habría de escucharlos y recoger sus memorias. No pocas veces pienso en esa tremenda paradoja de que mi hijo quizás sentirá interés por conocer las historias de sus bisabuelos y quienes vivieron en su época, y tendrá que conformarse con el relato deformado que yo le cuente o con los recursos de archivo.

Uno de estos heroicos sobrevivientes que me tocó conocer fue Charles Papiernik. Charles, nacido en Polonia y sobreviviente de la mayor fábrica de la muerte que la humanidad haya conocido jamás –Auschwitz- tenía infinidad de historias para contar. La sola estadía en ese paraje de pesadilla alcanzaba para llenar un libro, pero además resulta que Charles había militado en el Bund,-la Unión de Trabajadores Judíos lituanos, polacos y rusos -, en la Juventud Socialista de Francia, y había conocido al amor de su vida y actual esposa en medio del horror de Auschwitz, donde él mismo tuvo que darle la noticia de la muerte de su padre… una vida que no podía apagarse sin dejar su testimonio.

Sin embargo, la página más apasionante de la vida de Charles no habría de ocurrir en el campo de exterminio sino antes, durante su tiempo de activista en París. En esos días Charles trabó amistad con un taciturno militante alemán, Herszl Grynszpan, quien había huido hacia Francia dejando atrás a su familia en medio de la inhóspita tierra que comenzaba a ser Alemania para los judíos. Herszl solía conversar sobre esto con Charles durante largas noches, intentando encontrar la forma de ayudar a los cientos de miles de judíos sojuzgados en Polonia y Alemania. Era evidente que la situación lo afectaba muchísimo. Mientras tanto, ambos colaboraban con la venta del periódico socialista “Le Populair” y juntaban fondos para la República Española.

Sin embargo, una noche –para ser más precisos la del 5 de Noviembre de 1938- Herszl se apareció en un estado de gran agitación en medio de un mitín socialista. Insistió en que necesitaba hablar con Charles, aliviar su desasosiego, tratar de encontrar juntos la forma de ayudar a su familia que al parecer escribía desgarradoras cartas desde el Berlín nazi.

Por esas cosas de la vida, Charles esa noche no pudo prestarle demasiada atención. Se lo sacó de encima con amabilidad, prometiéndole una larga conversación al día siguiente, cuando las obligaciones activistas se lo permitieran. Sin embargo, nunca lo volvería a ver.

Al otro día Herszl fue tapa de todos los diarios por haber asesinado con un arma de fuego al secretario de la embajada alemana en París. Al parecer, y por error, Herszl lo confundió con el embajador nazi Beck, a quien intentaba ultimar en realidad por considerarlo responsable de los tormentos ocurridos en Alemania.

Este lamentable hecho fue tomado por los nazis como excusa para desatar su furia contra los judíos alemanes, y así fue que a los pocos días ocurrió la Kristallnacht.

Tantos años después y un océano mediante, Charles Papiernik aún se sentía responsable por su azarosa participación en la cadena de sucesos que desembocaron en la Noche de los Cristales Rotos. Se repetía a sí mismo, con una culpa que jamás iba a ceder, que si esa noche se hubiera permitido unos minutos para hablar con Herszl, para desalentarlo de sus ideas de venganza, tal vez la historia hubiera sido distinta. Nada habría de detener el curso imparable del nazismo y la Shoah, naturalmente, pero es posible que al menos esa noche emblemática no hubiera ocurrido.

Quién lo sabe.

Curiosamente, poco sabemos sobre el destino de Herszl Grynszpan. Lo más probable es que haya sido deportado luego de su encarcelamiento, para encontrar la muerte que les esperaba a los judíos europeos, es decir, el campo de exterminio y las largas marchas de la muerte.

Charles logró sobrevivir a mil y un peripecias y arribó a nuestro país junto con su esposa Marceline. Su testimonio es uno entre miles y miles que merecen ser oídos, que configuran la historia y hablan por las otras miles de voces exterminadas.

jueves, 18 de noviembre de 2010

El laúd, según John Berger


El laúd no se parece a ningún otro instrumento, dice. En cuanto lo abrazas, el laúd se convierte en un hombre. ¡Un hombre es lo que tocas! Enseguida lo sientes. Tañes las cuerdas -siete, trece o veintiuna, al gusto de cada cual-, y tañes las cuerdas de su pecho, de su cuello, de sus hombros. La música del laúd es masculina, masculina. Recuerdas a todos los hombres que has tocado.

(John Berger, "De A para Y")

viernes, 5 de noviembre de 2010

La quintita propia (o apología del sentimiento popular)


Debido a la reciente pérdida que el país ha experimentado pero que una parte del país parece no acusar, me encontré con algunas reacciones algo extrañas.

En este caso me referiré concretamente a la actitud “noesparatanto” que muchas personas, en forma creciente a medida que pasan los días, van asumiendo como propia.

Probablemente abrumados por la inmensa reacción popular que la muerte de Néstor Kirchner provocó, ya salieron los tibios de siempre a dejar en claro que si bien ellos se conmueven, solidarizan y emocionan, es “hasta ahí”. Con una alarma no exenta de cortedad de miras, se extrañan de que haya tanta gente que pueda estar acongojada por la desaparición física de alguien que no formaba parte de su círculo íntimo (entendiéndose por ello hermano, marido o amigo)

De esta guisa tuve incluso que tolerar discursos paternalistas acerca de la necesidad de poner las cosas en su justa medida y reservar el dolor para cuando me ocurra una “verdadera pérdida”. O sea, hay gente para la cual los vínculos ideológicos, las afinidades políticas, los sueños grandes, no valen tanto como el cuñado o la abuelita. Ok, puedo vislumbrar el mecanismo. Lo entiendo porque hasta hace unos años yo misma veía las cosas de forma similar –no igual- y me costaba identificarme con una figura social o política, ya no hablemos de tenerle apego o sentir pasión (una excepción a esto haya sido probablemente Itzjak Rabin, otro dirigente cuya repentina pérdida sentí como importante y terrible). Sin embargo, nunca denosté ni me pareció desubicada la genuina pasión que algunas personas parecían sentir por líderes sociales, carismáticos o incluso artísticos.

Tuvo que asumir el gobierno de Kirchner y luego el de Cristina, que poco a poco me ganaron con medidas concretas y hechos contundentes, para que llegara el día en el cual yo también decidí que esta gente lejana y en un punto desconocida, que estaba en el poder y me representaba como nunca antes nadie lo había hecho, pasaría a formar parte de mi círculo íntimo, de las personas que considero valiosas y necesarias, a las que permito hacerme emocionar, enojar, comprometer.

Cada cual a sus sentimientos e ideas, pero por favor que no me sigan molestando las personas que no entienden lo que se sale de los límites de su quintita. Que permanezcan en su mundo, lleno de taxistas reaccionarios y clase media no muy culta (admito crueldad; para eso está mi blog, también), y no traten de aleccionarme sobre el tipo de emociones que se supone debería sentir. Que su necesidad de sacudirse rápidamente una movida popular que no comprenden no los haga darme lecciones morales sobre la futilidad de ciertos sentimientos.

Son los mismos que después dicen que “ya están hartos” del Holocausto o los desaparecidos, probablemente porque todo tema que no pertenezca a su domesticidad los supera, aburre y sobrepasa. Quizás por eso no pueden entender que haya personas que sentimos distinto, a quienes nos alcanza el sentimiento para un círculo un poquito más amplio que el de nuestra mesa de los domingos.