martes, 22 de diciembre de 2009

John Crowley recibe un e-mail

Fue uno de esos días de viaje (cuándo no); el día ya arrancaba raro, era en Mar del Plata donde casi inevitablemente me siento foránea, alienada, y caía una llovizna persistente. Yo estaba liberada de mis obligaciones laborales desde el mediodía y el avión partía recién bien entrada la noche. Había decidido recorrer un poco la ciudad, la zona de los parques que dicen que es tan hermosa, pero lo de la lluvia desbarató mis planes muy rápidamente. Y estaba esta sensación que no me abandonaba, una de mis auras migrañosas, cuando parece que camino sobre papel y los sentidos se abren a un máximo de percepción tal que para los que no conocen el fenómeno neurológico, la cosa adquiere ribetes místicos.
Como fuera, estaba pateando en una ciudad vacía, cuando me metí en una mega librería de viejo que hay en el centro de Mar del Plata a ver si conseguía algo de lectura para pasar la tarde.
Encontré, como suele pasar en estos lugares, dos libros maravillosos.
Uno era “Veredictos Discutidos”, (Edgard Lustgarten), de la colección El Séptimo Círculo que dirigían Borges y Bioy. El otro, y el que ocupa este post, era “Antiguedades”, de John Crowley. Una portada que me invitaba hipnóticamente desde su diseño botánico (tengo alguna fijación con los diseños fractálicos de ramas, flores y plantas). Una contratapa con el retrato del enigmático escritor, una mezcla de soñador y retorcido de unos cuarenta y cinco años al momento de tomarse esa fotografía. Y la mini bio dice que se trata de un profesor que vive con su mujer e hijas en una apartada casa gótica en las colinas de Massachusetts, que admira a Cervantes y a Góngora. Ideal.
El contenido del librito no podía ser menos. Lo leí íntegro en una hora y media de espera en el aeropuerto, totalmente absorta, al punto de que una enérgica discusión en inglés ocurría a mi lado y yo la oía como entre sueños, como si no estuviera teniendo lugar exactamente allí.
El libro es de cuentos, uno más estremecedor, inquietante, y a la vez adorable que el otro.
Arranca con “La niña verde”, un relato mágico, preñado de alegorías y de reminiscencias celtas, aunque algo inquietante que tiene que ver estrictamente con lo humano, y no con lo mágico, se cierne allí. El breve cuento trata de la otredad, del abandono de lo propio, es como un cuento de sirenas y de lo que les pasa cuando se aventuran fuera de su mundo acuático.
Todos son increíbles pero hay uno, “Nieve”, que es sencillamente estremecedor (sin dejar de ser de lo más simple y despojado que leí en mucho tiempo): una fábula sobre una compañía que comercializa “avispas” filmadoras encargadas de registrar la vida de una persona desde la cercana perspectiva de un dispositivo que vuela a su lado todo el tiempo. No es, obviamente, como ver un video de cumpleaños. El negocio verdadero de esta empresa es el microcine individual que tiene montado para que aquellas personas que perdieron a un ser querido puedan, luego del deceso, sentarse a ver horas y horas de material “crudo”, casual, hiriente desde la misma cotidianeidad que emana de ellas. Instantes de vida. La mujer del protagonista, con la cual éste mantenía una relación equívoca pero indudablemente apasionada, muere, y a él le toca concurrir a ver las interminables horas que la avispa ha filmado. Pero el sistema tiene un defecto, que de tan sensorial estremece: va perdiendo nitidez con el tiempo, efecto misterioso contra el que los técnicos de la megaempresa no pueden hacer nada, y es implacablemente aleatorio, por lo cual no es posible retroceder ni adelantar ni volver a ver una escena que a uno le haya emocionado particularmente. O sea, es como una reedición de la pérdida verdadera, una segunda pérdida mucho más dolorosa, industrializada, que nos muestra tan humanos como somos.
Quedé muy impresionada luego de la lectura de “Antiguedades”.
Días más tarde, googleé a este autor para poder conseguir más libros y saber mejor de quién se trataba. Descubrí que enseña en Yale, adonde aparentemente va cuando sale de su retiro gótico en las montañas. Y, en un acto en el cual no me reconozco demasiado, le envié un e-mail. Un e-mail breve, extraño indudablemente para que lo leyera un escritor americano de segunda línea. Le conté en ese e-mail, con la familiaridad que nos dan estas cosas por las cuales no damos dos mangos, que estaba en una ciudad costera de la Argentina, y que su libro me había hecho sentir a la vez extranjera y en casa, if you know what I mean. Que entendía que debía recibir muchas cartas y no esperaba que esta fuera particularmente valiosa para él.
Mr Crowley knew what I meant, porque a la semana o así me respondió. Me dijo que de hecho no solía recibir casi ninguna carta por lo cual la mía había sido una sorpresa muy agradable. Me habló un poco de El Verano del pequeño San John, su novela, y la editorial que la comercializaba en español. Y se alegraba de que su libro hubiera tenido tanto significado para mí.
Sí, somos todos seres humanos, no hay nada en la superficie que nos haga mejores o más especiales que otros. Los escritores de esta talla no deben ser idolatrados.
¿No?

domingo, 20 de diciembre de 2009

Interiores II


Este es un post antipático, y un poquito políticamente incorrecto.
Es que nada cambió bajo el sol, al menos en lo que respecta a mis experiencias, cada vez más frecuentes lamentablemente, por las ciudades de nuestro interior.
Antes de que se levanten las protestas federales aclaro que, obviamente, no es lo mismo vivir la encantadora experiencia de un viaje al interior cuando se es turista y, básicamente, a uno se lo atiende como tal (lo cual no está exento de malos tragos, sin embargo) que la experiencia de visitar asiduamente ciudades diversas por cuestiones de trabajo. Allí, las cosas son tal como son, sin maquillaje posible.
Lo que sigue es un resumen de los factores que ya no tolero de mis viajes a las grandes urbes argentinas que no son Buenos Aires:
-La dudosa calidad de los servicios. Por algún extraño motivo, los bares tienen la necesidad pajuerana de anunciar con carteles enormes que HAY WIFI. Igual daría que pusieran “Pida flan con crema”. Indefectiblemente, el servicio no funciona o es lento como una carreta. Encontrar un mozo que, además, sepa la clave, o qué es un modem, es una utopía.
-La ceremonia de la “siesta”: a ver… no estamos hablando de pueblitos perdidos que, cómo no, tienen todo el derecho del mundo a mantener la costumbre de la cabezada diurna porque no les interesa para nada parecerse a Buenos Aires. Estamos hablando, en cambio, de urbes de envergadura, que desean trabajar para compañías multinacionales, cobrar en dólares y todo eso. Entonces, es inadmisible que de dos a cinco se pare el mundo, el lugar en cuestión parezca una ciudad fantasma, y conseguir un taxi que te traslade al aeropuerto requiera de complicadas maniobras como llamar a Annie Millet para hacer un trayecto de quince cuadras. Los profesionales con los que interactúo, respetables galenos de guardapolvo blanco, se escandalizan si los llamo a la tarde y algunos me han confesado que se ponen el pijama a rayas para dormir la siesta.
-El agrande innecesario: a estas alturas ya aprendí a decodificar: un "Cinemark" es el Gran Rivadavia en su mejor época, un “shopping” es una galería de dos pisos, una “zona de restaurantes que no tiene nada que envidiarle a Palermo” es una cuadra con dos boliches, y un “Casino Gala” es un bingo donde amas de casa hacen cola a las diez de la mañana para usar las maquinitas tragamonedas.
-Los taxis impresentables: en la mayoría de las grandes ciudades del interior, lo que circula como flota estable de taxis es una corte de los milagros automotriz donde lo mejorcito es un corsa y lo peor, un Renault doce con olor a pis de gato. Suele haber dos o tres mafias distintas que cobran diferente y se odian entre sí, lo que te obliga a preguntarles antes de subir si tienen taxímetro, si pueden dar ticket, si están habilitados y si corrés riesgo de que te maten de una pedrada los del bando contrario (en eso no difieren mucho de los de aeroparque). Nobleza obliga, una a favor: los taxistas tucumanos tienen la mejor conversación del gremio, charlan lo justo y siempre sacan temas interesantes como los casos policiales resonantes de la ciudad.
-Las plagas: no todo es aedes aegypti bajo el sol. Hay provincias con plagas crónicas de cosas tales como moscas (he estado en lugares donde se extrañan si te negás a compartir tu mesa con una docena de amiguitos voladores), escarabajos que abundan incluso dentro de los aeropuertos y otras. En Mendoza están orgullosos de haber erradicado la mosca de la fruta arrojando desde aviones bolsas de excremento y moscas castradas, caigan donde cayeran. Debe haber sido un especáctulo digno de verse, amén de la proeza biológica que no desmerezco. La última vez que estuve en Santa Fe (esto es real), luego del conteo de pasajeros la azafata le dio el parte al comandante: veintiocho XX, dos extras, y siete mosquitos.
-El slang: entiendo que las cosas no se nombren igual en todos lados y, por supuesto, no pretendo que se adopte el dialecto porteño en el resto del país. Lo que no entiendo es que cuando pedís un “tostado” en lugar de un “carlitos”, se te queden mirando como si hubieras hablado en esperanto, o cuando decís que vas a “probarte” una ropa en lugar de “medírtela”, las vendedoras se crucen miradas de estupor. Lo mismo aplica a las medialunas de manteca o de grasa, que aparentemente son, en la lógica del interior, “dulces” o “saladas”. Una vez en una librería pedí una “Pilot”, aludiendo a uno de esos famosísimos bolígrafos finitos, y me tildaron de porteña presumida. Aparentemente allí son “Uniball”
-Los aeropuertos: todos, pero TODOS, parecen lo que son: aeropuertos pueblerinos. No le deseo a nadie la experiencia de quedarse varado cuatro horas en un aeropuerto que no tiene un bar abierto, ni una farmacia, ni internet, ni cabinas telefónicas. He llegado a ponerme psicóticamente alegre ante la perspectiva de que el kiosquito de Bahía Blanca abra y me expenda un paquete de Halls.

martes, 15 de diciembre de 2009

La semana de Sigmund (o analizate esta)


La Inquisición trabajaba más o menos así: habiéndose identificado a una mujer como potencial bruja, se la sometía a un juicio sumario. Si la mujer admitía la acusación y confesaba estar en comercio con el diablo, la cuestión no merecía mayor polémica: se trataba de una bruja confesa. Por el contrario, si la mujer negaba tener relaciones demoníacas, se daba por hecho que quien estaba actuando en su nombre era el diablo mismo, por lo cual el veredicto era, nuevamente, condenarla a morir en la hoguera. En realidad, no había ninguna instancia en la cual la inocencia de la persona pudiera emanar directamente de su conducta (no de casualidad tantas fueron incineradas)
¿A ustedes a qué les hace acordar este metalenguaje? Resistencia, negación, proyección. El dogma que se revisa a sí mismo y no admite el disenso ilustrado.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Un cuento de Navidad y una epopeya macabea



Mi amiga S fue a ver con su hijo adolescente Los fantasmas de Scrooge (título vernáculo de “A Christmas Carol” de Charles Dickens). El script, bien; la animación 3D, sensacional. Ahora… la corrección política parece que quedó sospechosamente a un lado a la hora de “adaptar” este clásico al gusto de los niños contemporáneos.
Una cosa es tolerar, comprender el antisemitismo de Dickens visto en su marco histórico, o sea, uno en el cual una gran parte de la sociedad veía a los judíos con cierto recelo. De hecho no otra cosa hicimos tantos estudiantes de Letras ávidos de explicar al inefable judío Fagin dentro de la maravillosa imaginería del Londres dickensoniano. No necesitábamos relativizar su maldad ni imaginar su nariz menos aguileña: el jefe de los ladrones, corruptor del inocente Oliver Twist, era el estereotipo del semita a más no poder, y para salir de toda duda, el adjetivo “judío” iba siempre pegado al nombre propio Fagin.
Eso, para los estudiantes de Letras. Y los literatos aficionados.
Para el público infantil la cosa se complica un poco. No creo que la audiencia pequeña esté en condiciones de comprender que todo texto debe verse en un contexto. No se le puede pedir, pongamos por ejemplo, a mi hijo de cuatro años, que intuya un diferente entorno social dentro del cual Dickens no sólo no era inadecuado sino abiertamente popular y célebre.
La historia va más o menos así: (no vi la película pero echaré mano de mi módico recuerdo del clásico de la literatura) el mezquino Scrooge, para más detalle llamado Ebenezer (nombre hebreo hasta la médula), se dispone a pasar otro Diciembre sin festejar la adorable, popular y esperada Navidad, cuando es visitado por tres fantasmas, quienes entre terrores inimaginables le hacen ver su pasado, su presente y su futuro, el que podrá modificar si se redime a tiempo. A estas alturas ya a nadie escapa en qué consiste esta redención: aceptar el espíritu de las navidades, lo cual hasta para el menos avispado de los lectores, significa aceptar el nacimiento de Jesucristo como mesías, o sea, acoger el cristianismo en su seno. La lección, de tan simplona, da miedo: la redención sólo llega si se abandonan las creencias herejes y se acepta el credo cristiano como verdadero. Cuando me lo dijo S, no me creí del todo que la transliteración a la pantalla grande pudiera ser así de burda, pero acto seguido pensé que hablamos de una industria que no sólo toleró sino que premió la película de Mel Gibson “La Pasión de Cristo”, donde se dio rienda suelta al fundamentalismo antijudío en su más pura expresión, y que acuña joyas del séptimo arte donde los malos son siempre los mismos (ayer rusos, hoy árabes, mañana probablemente latinos), lo cual me convenció de que todo es posible en la dimensión del cine mainstream.
No estoy segura de cuánto de esto se transfiere al espectador, sea joven o adulto. Tiendo a pensar que las personas podemos, pese a las insistentes señales del exterior, sacar conclusiones y abstraernos de los mensajes que nos parecen demasiado tendenciosos. Sin embargo, preferiría no correr esa prueba con los chicos. Preferiría no tener que explicarles que lo que acaban de ver les resultará literal hasta que puedan empezar a leer entre líneas. Preferiría que puedan acceder a otras cosas, de ser posible más emparentadas con la tolerancia y la celebración de la diversidad.
Mientras el espíritu de la navidad nos rodea casi sin dejarnos espacio para otra cosa, los judíos siguen existiendo, aparentemente sin rabo y sin devorar niños, y por estos días festejan Januka, la fiesta de las luminarias. Esta fiesta recuerda la epopeya de los macabeos contra la helenización compulsiva (¿les recuerda algo, esta costumbre de pretender que los judíos abandonen su dios y acepten el ajeno?), cuando dice la tradición que al ingresar al templo profanado, esta tribu encontró aceite para encender las velas sólo un día, aceite que sin embargo duró por ocho días. Por eso durante esta festividad se enciende la janukiá, o candelabro de ocho brazos, que simboliza el milagro de la duración del aceite votivo. También durante Januka es costumbre que los niños jueguen con una perinola (“sevivon”) cuyas letras hebreas significan “Un gran milagro ocurrió allí”.
Admito parcialidad al respecto, pero me encanta la fiesta de Januka, donde se festeja la rebeldía de un pueblo indómito al cual, sin embargo, le faltarían todavía tantas más batallas en contra de la imposición de culto o el exterminio liso y llano. Me encanta de las fiestas judías que cada una de ellas se defina a sí misma, que lo que se conmemora o celebra ocupe un lugar tan intenso que no es necesario preguntar qué se festeja o por qué.
A pesar de que ya no festejamos Januka en casa, y de que me convertí en una laica empedernida, no puedo evitar emocionarme cuando veo una janukiá a medio encender o escucho que un niño en el seder de Pesaj pregunta a sus padres por qué esta noche es distinta de todas las noches. Siento que no va a ser necesario explicar nada a las generaciones venideras, elijan éstas el laicismo o la tradición. Y me da pena que Ebenezer Scrooge, así de malvado como es, esté hace dos siglos tratando de que lo dejen ser, simplemente, un viejo cascarrabias que no festeja la Navidad.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Más madres, el vicio de leer y contiendas de Mamá Ganso

Una frase inocente en una página web social, “¡Mi hijo lee!”, tuvo efectos inesperados. Lo que nació por motivaciones totalmente puras, es decir, sorpresa y alegría por un logro más adquirido por un hijo, me devolvió facetas de algunas personas que honestamente me asombraron…
No puedo soslayar el hecho de que esas personas tienen hijos de edades parecidas al mío y, en un acto que confieso no entender demasiado, viraron directamente para el lado de la comparación burda y llana. ¿POR QUE??
Digo, sin ánimo de postularme como modelo de compostura: por qué es tan inevitable comparar las “proezas” de los hijos, al punto de que muchas veces me he encontrado en la ridícula sensación de tener que ocultar o no comentar cosas que hace mi hijo, por miedo a que se lo tome como un show-off, como un pavoneo propio de una momma goose que no hace otra cosa de su vida, como algo, en definitiva, que no es.
La reacción de estas madres, cual modernas émulas de Montessori, fue del estilo de bajarle el perfil a lo de la lectura enarbolando la supuesta bandera de que no es tan importante a esta edad, que es mejor que un niño “no queme etapas”, que no hay que forzarlos con eso (a pesar de que aclaré que, lejos de haberlo forzado, hasta me sentí culpable por haber descubierto esta habilidad de mi hijo de casualidad, sin haberlo ayudado ni un poquito a que la adquiriese)
No estoy a priori en contra de lo que fundamentan estas madres (al menos, no del todo); lo curioso es que provenga de madres que habitualmente no pierden oportunidad de jactarse de lo especiales y sensitivos que son sus hijos (especialidad y sensitividad que francamente a veces me cuesta identificar, pero bueno, eso ya es harina de otro costal)
Entonces, la moraleja es la siguiente: los logros o habilidades son importantísimas cuando se trata del niño propio y superfluas, e incluso indeseables, en niño ajeno.
Yo siempre me he sentido más cerca de las madres “pudorosas”, las que entienden que lo que ellas ven de especial en sus hijos, los demás seres de este planeta no tienen por qué verlo. Que la amorosa caquita de nuestro recién nacido sólo es inodora para nosotras (y hasta por ahí nomás) ¿Quieren la verdad? Sí, realmente creo que mi hijo es muy inteligente, sensible, y preveo que tendrá una natural inclinación por la cultura y la intelectualidad, considerando que creció y seguirá creciendo en una casa donde el libro es un objeto ubicuo, la lectura es algo que ve hacer a sus padres todo el tiempo, y la creatividad es parte crucial del trabajo que desarrolla su padre para ganarse la vida y su madre para despuntar el vicio. Tampoco, si me apuran, me asombra que aprenda a leer a los cuatro años ya que yo hice lo mismo, y sin siquiera concurrir al preescolar. Ahora… si preguntan a mis amistades si alguna vez hice gala de eso, o siquiera lo mencioné… creo que la respuesta es obvia.
Por eso me extraña y me duele esta reacción ante una pequeña frase de mi parte que no hizo sino manifestar mi sentir ante un hito que, aunque casi todos los humanos logramos más tarde o más temprano, no deja de ser celebrable y emocionante cuando se expresa por primera vez.
Ojalá la inseguridad, el miedo de “no ser menos”, no nublara la visión de las personas bienintencionadas. En otros ámbitos, es entendible la competencia, pero cuando se trata de nuestros hijos, no es tan importante dirimir quién la tiene más grande.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Disgresiones sobre el método científico, las madres y otras yerbas

Una conversación cualquiera con L despertó en mí reflexiones epistemológicas, con las cuales cada vez me siento más identificada.
Todo empezó porque mi hijo tiene, como millones de otros niños, molusco contagioso, una dermatosis viral para la cual no hay tratamiento específico salvo la remoción quirúrgica. Es, por suerte, una dolencia más estética que otra cosa por lo cual dejaré que el bicho cumpla su ciclo de algunos meses y decida dejar el huésped por sí solo.
L, fan de la homeopatía, me informó con mucho convencimiento de que tanto su hijo como algunos compañeritos más que recibieron microdosis de algún preparado homeopático, perdieron sus moluscos en el lapso exacto vaticinado por el homeópata, mientras que sus incautos amiguitos, víctimas de la alopatía, parece que tienen para rato.
Sin embargo, lo que gatilló mis reflexiones no fue eso.
Fue la amiga de L, quien, en una corriente muy parecida (por algo los amigos son amigos, después de todo), y ante mi afirmación de que jamás expondría a mi hijo a una sustancia que no haya demostrado eficacia, me dijo algo así como “Claro, no sea cosa que funcione y toda tu estantería se venga abajo…”
Obviamente, charla informal en la plaza, no daba para un entuerto epistemológico. Una vez más, mis argumentos dieron lugar a un simple asentimiento (estas batallas suelen agotarme antes de comenzadas)
Y lo que reflexioné fue lo siguiente:
Es curioso que los seguidores de prácticas que a los ojos de la ciencia moderna son el dogma por excelencia (ejemplo, el psicoanálisis o la homeopatía), piensen que un amigo del método científico puede llegar a temerle al cambio del paradigma. Qué otra cosa es la historia de la ciencia, sino un constante enamoramiento fugaz de lo “mejor que conocemos al momento”, hasta que sea reemplazado por otra cosa (paradigmas enteros, a veces) que demostró ser más cercana a la verdad. Qué curioso que crean que un simpatizante de la medicina (o lo extendería a la CIENCIA) basada en la evidencia, tendría a priori un encono con cualquier molécula que demuestre ser eficaz. ¿Hay algo más democrático que la ciencia pura, donde lo que cualquiera demuestre fehacientemente, tiene inmediata validez si puede ser reproducido por el que así lo desee?
Pero lo más curioso, lo que sigue sorprendiéndome enormemente, es la capacidad que tienen estas personas de desconocer por completo la forma en la que se produce evidencia en el mundo moderno, insistiendo con que su experiencia personal (llámese “mis hijos”, “mis amigos”, “a un primo de mi tía”) tiene la fuerza de representar al todo, de convertirse sin problemas en una muestra representativa, de servir de evidencia. Me vi tentada de contarles el viejo mito que contaba mi profesor de Metodología de la Investigación, acerca de cierto pueblo primitivo convencido de que, luego de un eclipse, el tocar los tambores producía la reaparición del sol. Quién podía negárselos, después de todo, si esto ocurría el 100% de las veces. ¿Pero qué le faltaba a este esbozo de experimento? El grupo control, precisamente. Faltaba ver qué ocurría, bajo las mismas condiciones, pero sin el toque del tambor. O sea, qué le pasa a la culebrilla si no le aplico tinta china… qué le pasa al molusco si no le doy globulitos. Sería interesante contarle a estas madres que, así como su fuerza de evidencia les parece abrumadora, también hay millones de personas en el mundo dispuestas a aseverar que luego de la aplicación de agua bendita se produjo alguna cura, o luego de un rezo se concretó determinado imposible. Les aseguro que, si quisiéramos publicarlos, tendríamos una casuística impresionante de este tipo. Y sin embargo, convenimos en que eso no los convierte en evidencia, ni agrega al agua bendecida por un cura propiedades que no posea el agua de la canilla.
También me asombra la falta de consideración del efecto placebo, fenómeno tan estudiado para nuestros días que se asume siempre presente y se adiciona al resultado de cualquier producto, sea eficaz o no, y que ha servido de fundamento para el diseño doble ciego de la mayoría de los experimentos modernos. ¿Desconocen estas madres que lo que le administren a sus hijos desde la fe, tendrá necesariamente un efecto mayor que lo que administren desde el escepticismo? ¿Valdría la pena aclararles que el efecto placebo no es un ente borroso sino que se ha estudiado exhaustivamente al punto de no poder divorciarlo de ningún experimento médico? Para no hablar del sesgo, que hace que inevitablemente creamos ver mejores resultados con aquellas opciones que nos resultan más confiables, por lo cual quien investiga debe desconocer qué rama de tratamiento está probando en cada quién.

Igualmente, lo extraño no es que existan personas que no han accedido acabadamente a los fundamentos del método científico (a pesar de que no lo han inventado, como podrían creer, Mr. Bayer ni Janssen, sino un tal René en el siglo XVII). Lo curioso es que su convencimiento sea unilateral, funcione siempre hacia un mismo lado, no acepte la misma vaguedad para todos los sentidos.
Es gracioso que haya gente que aún cree que la homeopatía no ha alcanzado status científico por algún tipo de complot de los laboratorios. Queridas madres: no hay botín más preciado para un laboratorio que una molécula barata, siempre que tenga visos de eficacia por supuesto. Créanme que si la crotoxina hubiera superado los preliminares de algún ensayo clínico controlado, se vendería hoy día a precio de oro, alguna multinacional le hubiera comprado la patente. La realidad es que los laboratorios no se interesan en principios activos que no puedan ser demostrados mediante pruebas clínicas, por la sencilla razón de que para poder comercializarlos y enriquecerse con ellos, primero deben probar una cantidad tan abrumadora de cosas relativas a la eficacia y la seguridad, que son pocas las moléculas privilegiadas que llegan al final del camino. La realidad es que las famosas “microdosis” que usan los homeópatas, tienen nulo efecto farmacocinético y farmacodinámico, cosa que puede probar cualquier estudiante básico de medicina, bioquímica o farmacia que juegue con diluciones progresivas, lo cual nos deja frente a un efecto placebo en casi un 100% (aún peor, hay casos en los cuales el homeópata deliberadamente prescribe placebo, escribiendo a un lado de la receta la discreta letrita "P", código que el paciente desconoce y el cómplice farmacéutico comprenderá, en una práctica totalmente reñida con el principio de autonomía que asiste a los pacientes). La realidad es, también, que por un lado son muchos los médicos que ni siquiera conocen los rudimentos de la investigación científica (por triste que parezca), por lo cual que un médico pueda dedicarse a la homeopatía no es prueba de nada. Y la última realidad, es que la homeopatía, como tantas otras pseudociencias, no es una inocente actividad sin fines de lucro, sino que mueve fortunas y da de comer a tanta gente, que no es casual que sigan sin querer someterla a ensayos que podrían significar su fin. Asimismo, su aceptación por parte de un gran sector de la sociedad es comprensible: resulta más fácil comprender expresiones ambiguas como "energía", "equilibrio", "armonía" etc., que conceptos más complejos tales como las leyes de la termodinámica.
Es cierto que no podemos acceder a la verdad absoluta (ni siquiera atisbar si hay tal cosa), pero también es cierto que el conocimiento y la razón nos permiten acercarnos, cada día un poquito más, a lo menos errado. No elijamos el camino del oscurantismo y el dogma, pudiendo elegir el de la evolución.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Morpho Eugenia


Eugenia duda entre ir de vacaciones a Perú o a Cuba. Los dos destinos le son amigables por igual, y en los dos reside el dudoso encanto de visitar algo que pronto ya no estará ahí. Eugenia no sabe si ver, antes de su inminente cierre definitivo, a las ruinas incas o al comunismo.
Gracias Jen!

domingo, 6 de diciembre de 2009

Sylvia



Vi Sylvia, la película interpretada por una voluntariosa pero poco convincente Gwyneth Paltrow. No conozco los pormenores de la filmación, pero algo me dice que el recientemente extinto Ted Hughes no la hubiera aprobado. Antes de la película, muchos debieron abrazar la historia oficial del papel bienhechor de Hughes, que poco había podido hacer contra la melancolía constitutiva de Sylvia.
El film simplifica un poco las cosas centrando la causa de la decisión suicida en las repetidas infidelidades de Hughes, sobre todo considerando que Sylvia tenía ya en su haber, a la corta edad de treinta años, varios coqueteos nunca consumados con la muerte.
Sea como fuere, fue triste hasta el dolor ver plasmado en imágenes ese momento en el cual el gas logró lo que no habían podido el agua, las píldoras ni las gillettes en su momento. La amorosa forma en la cual cubrió las puertas de paños húmedos para proteger a sus pequeños hijos que dormían en la habitación contigua (probablemente una licencia fílmica, pero eficaz al fin). También es muy locuaz la escena donde una desesperada Sylvia llega hasta la orilla del mar y es detenida por la mirada de sus niños desde el automóvil estacionado en la arena, aunque lo que la llevaba hacia el agua fuera una llamada mucho más ancestral e imparable.
The Bell Jarr, y en menor medida Ariel, fueron un espejo bruñido en el cual muchas soñadoras nos miramos de frente alguna vez, con parecidas certezas pero muy diferente valentía para enfrentarlas. Parece mentira que un director de cine que tuvo la iniciativa de contar la historia de Sylvia Plath, no haya sabido mostrar todas esas otras cosas que la herían de muerte, la sumatoria de cotidianeidades que la devastaban, entre las cuales los affaires de su marido debieron haber sido sólo una excusa para materializar el desenlace.
Y este es el último poema que escribió, la tarde antes de matarse. Se llama Límite:

La mujer alcanzó la perfección.


Su cuerpo muerto muestra la sonrisa de realización,


la apariencia de una necesidad griega


fluye por los pergaminos de su toga,


sus pies desnudos parecen decir,


hasta aquí hemos llegado, se acabó.


Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes,


uno a cada pequeña jarra de leche ahora vacía.


Ella los ha plegado de nuevo hacia su cuerpo;


así los pétalos de una rosa cerrada,


cuando el jardín se envara


y los olores sangran de las dulces gargantas


profundas de la flor de la noche.


La luna no tiene por qué entristecerse,


mirando con fijeza desde su capucha de hueso.


Está acostumbrada a este tipo de cosas.

Sus negros crepitan y se arrastran.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Océano Mar


El otro día, un amigo le devolvió a Pablo un libro prestado hace mucho tiempo (años): Océano Mar, de Alessandro Baricco. Me sorprendió volver a ver la familiar cubierta verde agua de nuevo; yo le regalé ese ejemplar a Pablo hace muchos años, cuando éramos novios y Baricco ocupaba un sitial privilegiado entre los autores que leíamos y compartíamos entre los dos. Una corriente literaria que existía entre ambos como una cosa más de las cuales se nutre una pareja recién formada.
Lo curioso, sin embargo, es que tal como le dije a Pablo cuando volví a ver el libro, probablemente hoy no me gustaría tanto como entonces. Recuerdo, por supuesto, una lírica, una cadencia, esa poesía en prosa que me gustó encontrar en esas páginas. Pero de alguna manera ya le solté la mano y ahora lo veo como a un viejo amigo que sin embargo ya no se admira tanto.
Como si se tratara de una fotografía de eso que fuimos y ya no somos, también la dedicatoria me resultó adorablemente anacrónica. Unas frases de puro amor de novios –promesa de lo que vendrá-, y un verso que por entonces yo atesoraba como un hallazgo único:

Cómo explicar con palabras de este mundo
Que partió de mí un barco llevándome

Me enterneció la memoria de ese día, la elección del verso, y tal como me pasó con Baricco, tampoco pudo evitar pensar que ahora no sería de Alejandra Pizarnik el fragmento escogido. Me pareció- injustamente de seguro- adolescente, inaugural. Cierta vez dije a J., cuando una nueva novia le hablaba embelesada de La Maga, que yo había querido parecerme a La Maga hasta los diecinueve años, que hasta entonces estaba bien, y que ahora (en ese momento) probablemente hubiese preferido ser… Katherine Mansfield tal vez, no lo recuerdo. Como si hubiera un escalafón de los sueños literarios donde el peldaño anterior pareciese inevitablemente pueril y el presente fuera un estandarte que nos identifica y nos muestra tal como somos.
Esos éramos nosotros, parece decir la primera página, garabateada con letra adolescente, de Océano Mar.