martes, 26 de marzo de 2024

Aquí hay monstruos


Del lugar, tal como ella lo imaginaba, no quedaba nada.

Era 1999 y estábamos en Auschwitz. Auschwitz era la parada final en un viaje que recorría los sitios de la muerte en Polonia, tal como ellos hacía sesenta años, pero desde la seguridad de un viaje iniciático para adolescentes.

Judith no había llorado en todo el viaje. Había permanecido estoica frente a los hornos, las duchas, y los otros símbolos de la barbarie que en Auschwitz se disponen de manera casi museística. No había llorado nunca pero, cosa curiosa, se vino abajo ante un espacio vacío.

Nos dijo, después, que lo que la había conmovido tanto fue no encontrar la barraca donde su abuelo había permanecido en cautiverio. El abuelo de Judith, sobreviviente de la Shoah, había guardado durante décadas una memoria casi obsesiva de su paso por Auschwitz. Se acordaba del número de barraca, del emplazamiento exacto de su cama que compartía con otros cuatro prisioneros, y, claro, del número que no necesitaba recordar porque llevaba tatuado en el brazo.

Judith esperaba con ansias ver finalmente ese lugar. No sabíamos bien por qué; para nosotros si había algo que quedaba claro era que en ese Konzentrationslager nada era único, por el contrario todo era parte de una maquinaria destinada a la despersonalización, las caras en los retratos todas la misma calavera y en cada interior de barraca, el mismo olor tenaz que permanecía después de todos esos años. Pero para ella, ver ese catre en particular, su disposición respecto a la puerta, el rayo de sol que tal vez entraba por la ventana, era importante y no haberlo encontrado, una especie de traición.

El galpón donde su abuelo había sobrevivido esos días con sus noches, nos contó una guía polaca, ya no existía, había sido derribado. Como un extraño consuelo nos decía que las barracas-museo que permanecían en pie eran exactamente iguales. Pero Judith lloró. Algo se había perdido para siempre y no importaba que fuera el horror, porque el apego que tenemos a ciertas cosas no demanda de ellas que sean hermosas o reconfortantes, sino que permanezcan.

A mí me había pasado con otros lugares.

Sabía por testimonios evasivos que mi padre había pasado sus últimos días en un hotel de mala muerte, en el barrio de Constitución, más exactamente en la calle Lima 11. Lima 11 era para mí una especie de Grial: repetía las dos palabras cual letanía, lo atesoraba como una información a usar en caso de emergencia, o solo después de haber superado una serie de pruebas que no acababan nunca de tomar forma.

Yo vivía a cuatro kilómetros de Lima 11, muchos colectivos me dejaban, pero demoré muchísimo el momento de ir.

Como le pasaba a Judith, en mi imaginario el lugar crecía, adquiría significados enormes; ya no era claro qué esperaba encontrar, qué caro sentimiento evocaría estando de pie frente a esa fachada.

Y Lima 11, claro está, tampoco existía. Un error en el certificado de defunción, una caligrafía engañosa. No había hotel y no había rastros. Mi padre había muerto en un solar mitológico que podría haber sido El Dorado o Avalon, o esas partes incógnitas de los mapas medievales, “aquí hay monstruos”.

Y también, años después, la casa donde mi madre pasó su infancia. Una casa chorizo en Once, donde ella tenía su cama sobre un pasillo, porque siempre había parientes venidos de Europa que había que alojar.

Las niñeces de nuestros padres son, habitualmente, una entelequia; y mirar por el ojo de esa cerradura una fantasía común.

Su prima pequeña, la tía Susy, me reveló ese pequeño tesoro escondido cuando mi madre ya llevaba muerta un mes: tu mamá vivió allí, era una joven inquieta, todos la molestaban al pasar por ese corredor donde no había lugar para las intimidades ni los sueños de una adolescente. Susy recordaba la calle y el número y todo ese día fantaseé con mirar Google Maps, descubrir el frontispicio, hacerle preguntas a un lugar antiguo sobre una madre que ya no estaba: quién fue, con qué cosas soñaba, qué conversaciones triviales habría sostenido en el vano de esa puerta. La espera fue dulce, como estirar el sabor de un caramelo en la boca.

Saben el final de esta historia. La casa fue demolida. Hay un edificio moderno de departamentos y la infancia de mi madre, o esa parte que no me había contado quizás por banal o irrelevante, ya era irrecuperable para mí.

Hay una nostalgia especial que se regodea en los lugares desaparecidos. Como la de André Aciman por Alejandría: la añoranza de una ciudad que nunca existió pero aún está ahí, en color sepia, recordada por nuestros ancestros, desconocida para nosotros.

Lugares a los que se vuelve en sueños una y otra vez, sin haberlos conocido nunca.