jueves, 2 de junio de 2011

El Juguetero Fiel


Hace unos días fui a comprarle un juguete a mi hijo, en una especie de consuelo por las vacunas del ingreso escolar. Fuimos a la juguetería de siempre, nada del otro mundo, pero bastante grande y podríamos decir popular en el barrio.
Estaba en la caja a punto de pagar cuando entró a la juguetería un chico de unos ocho años, sucio a más no poder. Toda su facha decía a gritos pobre, cartonero, mendicante, o sea, la clase de descastados que los comerciantes suelen echar a escobazos de sus locales. El chiquito preguntó si había algo para él y el encargado, como si fuera un ritual que estaba habituado a realizar, se fue al fondo y volvió con dos cajas de juguetes que le entregó al niño. Eran juguetes nuevos, relucientes, normales. No eran saldos ni estaban rotos. No sé, quizás tuvieran alguna falla que impedía su venta, pero me parece anecdótico; la cuestión es que eran juguetes totalmente dignos (por supuesto mi hijo los miró con evidente codicia).
El chiquito se fue de lo más contento con sus chiches nuevos y a mí me llenó esa especie de fe en la raza humana que no se puede describir; o sea, no pudo ser euforia ni alegría porque la sola existencia de ese pibito mal vestido lo impide, pero se pareció bastante a un alivio, a una reafirmación de que a veces vemos y recordamos los malos gestos por una suerte de memoria selectiva misantrópica. Ese juguetero, probablemente sin saberlo, barrió de un plumazo ese concepto pequeñoburgués, garca y sobrado de sí mismo de que la gente pobre sólo puede aspirar a polenta y ropa usada, que no tiene derecho a desear también lo banal y lo prescindible: juguetes sin usar, zapatillas lindas, direct TV. Ese juguetero, que podría dejar los juguetes en la vereda para que los pobres se maten revolviendo una bolsa sucia, los guarda y seguramente ya es conocido entre los niños cartoneros por ser “el que da”.
Como ya dije alguna vez, el que se llena la boca enseñando al resto qué está bien dar y qué no (“plata no doy, porque se la gastan en vino”), en un noventa y nueve por ciento de los casos no da nunca nada, esa es la cruda verdad. Sólo se siente un poco más moral por enunciar esa clase de iluminaciones.
Mi juguetero –el acto casual que le ví protagonizar me fidelizó, obviamente- hizo honor a una canción de Vivencia que me gustaba de chica y decía algo así:
“Y mientras los niños sufren/los juguetes se preguntan/con tantos niños afuera/¿qué hacemos en la vidriera?”