jueves, 1 de abril de 2010

El Antisemita Simpaticón

Ya mucha gente antes que yo habló alguna vez del antisemitismo. No voy a explayarme aquí sobre eso, primero porque me aburre y segundo porque lo mismo no llegaré a ninguna conclusión razonable. El fenómeno que me genera una malsana curiosidad, a decir verdad, es el antisemitismo simpático. Hay una franja importante de personas cuya corrección política le impide, en condiciones normales, expedirse abiertamente en contra de la existencia de los judíos. Pero como dice la pensadora contemporánea Ana María Casanova, todo lo que entra debe salir, y por eso los antisemitas simpáticos suelen aliviar su necesidad de antisemitear mediante chistes, indirectas y chascarrillos de salón.
Hace ya mucho tiempo, dije una vez a un amigo algo perplejo que el antisemitismo ideológico me es más comprensible que el antisemitismo idiota. Quiero decir: los dos son hijos de la ignorancia, la inseguridad, el miedo y otras terribles falencias del discriminador, pero así y todo entiendo más la locura de quien se sostiene por una ideología y no por lo que le repitieron generaciones de tíos borrachos en la mesa de los domingos.
La mayoría de los discriminadores simpáticos se sintió alguna vez amenazado por la inteligencia, la prosperidad o la mera buena suerte de algún judío de ocasión. Sin que haga falta aclarar que hay inteligentes, ricos y suertudos en todas las etnias, me atrevo a afirmar que cuando se trata de un gentil, la cosa no reviste nada más que visos anecdóticos. Los judíos, en cambio, para los antisemitas light, son en el fondo culpables de alguna componenda turbia para llegar adonde llegaron.
El antisemita simpático es más que nada proclive a los chistes sobre la condición supuestamente avara del judío. No pocas veces, es el simpático quien termina pidiendo plata que jamás devolverá o abandonando el recinto sin dejar propina, pero como no hay ancestros que lo incriminen, el desliz pasa sin pena ni gloria.
Este travieso exponente de nuestra sociedad suele aclarar muy rápidamente, cuando las hordas tolerantes se le imponen, que sus dudas y prevenciones van por el lado del “judío-judío” (llámese el barbudo comerciante de Once), y no las personas “normales”. A los que no parecen judíos les perdonan la vida, deshaciéndose incluso en elogios del estilo de, lisa y llanamente, “no parecés judío”, como si el judaísmo fuera algún tipo de marca de nacimiento (en mis años de vida jamás vi un pueblo más multifacético ni heterogéneo, pero los antisemitas son expertos de la antropometría)
El antisemita simpático, cuando está tranquilo y la vida le sonríe, se permite ciertas bonachonadas como alabar la “comida típica” de los judíos (¡los judíos comemos pizza y espaghetis hace siglos, por dios!!!), aunque muy a menudo confunden los kebabs árabes con el guefilte fish y no tienen la más mísera idea de los alimentos prohibidos por cashrut.
Otra característica del antisemita encubierto es que suele invertir los cargos, aduciendo que son los judíos quienes se auto discriminan. Aparentemente, preferir casarse según afinidades culturales y religiosas es una afrenta personal para esta gente que sin embargo no parece estar haciendo cola para fundirse en dulce montón con judíos. Les molesta que los judíos tengan sus propios clubes, sus propias escuelas y hasta su propia radio. Debe ser que se mueren de ganas de que sus hijos también aprendan hebreo o de que en FM100 pasen música klezmer. Y bueno, entonces que llamen y lo pidan para los cuarenta principales, ¿no?

Hostilidad automotriz o cómo una carrocería nos hace valientes

Cada vez estoy más convencida de que el conducir un automóvil hace que muchos energúmenos suelten la agresividad que su cobardía no les permitiría desplegar en un encuentro face to face.
Esta característica, debo decir casi privativa del género masculino, de tan precaria me daría ternura, si no fuera porque nos obliga a enfrentarnos a diario con criaturas básicas y neandertálicas que hasta logran arruinarnos el día.
Cualquier pequeña desinteligencia que en otro escenario ameritaría como máximo un intercambio de miradas furiosas, en el inframundo del tránsito es causal de los insultos más escandalosos y las amenazas más terroríficas. Por ejemplo, si vamos por el supermercado y otro transeúnte despistado nos embiste con su carrito, dudo mucho que vayamos a putearle la familia entera hasta tres generaciones atrás, o blandir un trabavolante sobre su cabeza. Sin embargo, el más mínimo e inocuo roce automotriz provoca eso y mucho más. No se me escapa el detalle de que, la mayoría de las veces, estas bravuconadas se ven avaladas por el hecho de que el puteador en cuestión puede darse rápidamente a la fuga en su vehículo en lugar de enfrentar al adversario con, no lo permita dios, una argumentación civilizada.
La conducción de automóviles es el único ámbito donde, sin excepción, el principiante es tratado como un ser inferior que solo merece el desprecio y la pena capital. En cualquier otra disciplina, es regla general de urbanidad que aquellos con más experiencia ayuden y asesoren a los que recién comienzan. En mi oficina, pongamos por caso, no se suele vilipendiar al nuevo que traba la impresora con sus torpes manitos, sino que, aunque nos atrase horriblemente, le explicamos con paciencia cómo apretar el botoncito de Scan sin provocar el Y2K. Para los automovilistas, en cambio, la lógica impericia del principiante es un agobio que no sienten que deban soportar, como si ellos hubieran nacido siendo Ayrton Sena. Hasta me atrevería a decir que se guardan los peores improperios para los debutantes: como no son de su cofradía, merecen el escarnio hasta que aprendan a ser tan bestias como los mejores.
La discriminación de género es un “must” entre los automovilistas. Es increíble pero clásicos del humor clase zeta como “andá a lavar los platos” se siguen oyendo con alarmante frecuencia por tratarse de tipos que después muy probablemente se dejen operar la vesícula por mujeres. Sospecho, incluso, que el conductor furioso se decepciona un poco cuando quien comete una burrada es un hombre y no una mujer. Apenas algo los exaspera, los vemos estirando el pescuezo para divisar una figura femenina y poder, entonces, soltar la frase cavernícola de ocasión. Cuando la estadística los traiciona, suelen relativizar diciendo que se trataba de un viejo, un minusválido o un gay; los errores no los cometen nunca los machos argentinos y vacunados.
Por último, merecen una consideración especial los tarados que se creen lo más porque manejan alguna camioneta escandalosamente inútil para la vida urbana. Casi sin excepción, estos presumidos miden un metro treinta, la mujer los denigra, de chicos les decían que eran inútiles, o tienen pito corto. Por eso la reafirmación que tanto necesitan les cuesta arriba de cincuenta mil dólares.
Estoy ansiosa de que el scoring algún día termine de arruinar a estos boludos con licencia. Me muero de ganas de que algún funcionario de cuarta línea proponga bajarle puntos a los puteadores, los tocadores consuetudinarios de bocina, los cancheros y los violentos. Y que le apoyen la moción.