sábado, 15 de abril de 2017

Caridad Cristiana

Corría el año 2012 o 2013. En nuestra compañía si hay algo que siempre ha sobrado es el “catering” y en ese entonces apareció en las redes una ONG que casualmente, se ocupaba de redireccionar las sobras de los festines burgueses hacia destinos más necesitados (comedores, escuelas, hogares)
Como era de esperarse varios de nosotros enseguida relacionamos el excedente de sandwichitos con una obra que podía ajustarse perfecto: ¿por qué no llamar a los de Plato Lleno, apenas terminaba alguna de nuestras reuniones, y que llevaran todas esas delicias a quienes lo pudieran aprovechar?
La respuesta no se hizo esperar, aunque no era la que esperábamos. “Sabés qué, negra” –me dice en confianza una persona que colabora con el área de Comunicaciones de la empresa- “en realidad es un chino. Es más fácil si vos decís que te la llevás a tu casa y en la otra cuadra se la das a algún homeless” (abunda el léxico anglosajón entre los colaboradores de una multi, aún los que tienen sensibilidad social como era el caso de éste) “Nadie quiere comerse un garrón si algún chico se intoxica, me entendés?”
El final de esta historia es que seguimos atiborrándonos de canapés y viendo por Facebook cómo otras compañías –pymes, en su mayoría- sí corrían el riesgo de “intoxicar” a algún niño con salmón o jamón crudo.
Tiempo después, tocó el turno de inaugurar RSE (ninguna empresa que se precie puede ignorar que levanta la imagen devolver algo a la comunidad bajo la forma de Responsabilidad Social Empresaria). Los elegidos, esta vez: el hogar Conín del Dr Abel Albino. Polémicas aparte (el doctor tuvo en su día algunos dichos públicos cuanto menos debatibles), hacía ruido que estuviéramos ayudando a los mismos que ya veíamos ayudar en prime time por canales de alcance masivo. Algo, una intuición no demasiado aguda, nos indicaba que seguramente había muchos otros grupos desatendidos y que era nuestra gran oportunidad repartir allí donde nadie llegara.
Y de nuevo vino la explicación de, a esta altura, la voz de la consciencia personificada en un empleado de RRHH: “Nadie quiere quedar pegado con un Padre Grassi, nunca más. Ahora ante la menor duda de que haya algo poco prístino y que nuestra imagen quede mancillada, solo donamos a ONGs de reputación intachable, responsables inscriptas y con todos los pibes vacunados.”
Que no se malinterprete, todo lo que vi cuando estuve en el hogar Conin es digno de elogio, y es indudable que se ayuda a individuos en máxima carencia. Pero en lo colectivo uno termina con la sensación de que el circuito de la solidaridad siempre anda los mismos caminos, y que por un excesivo cuidado de la propia espalda, se deja de apostar a grupos humanos igual de organizados pero tal vez menos marketineros.
Hace unos días, ya en otra empresa, recibimos la visita de la ONG que con la que actualmente colaboramos. Debo decir que mismo perfil: máxima organización, impronta fuertemente cristiana (aunque se declaren laicos para no ahuyentar ningún posible benefactor, no es ocioso que el logo ostente una cruz y que todos los hogares tengan nombres de beatos), coordinadores de clase alta que también intercalan demasiada palabra en inglés, y por último –y esto es mi opinión personal únicamente- cierto concepto de la caridad que tiene al pobre como sujeto receptor pasivo, pero no termina de empoderarlo ni acompañarlo en ningún proceso que conduzca al movimiento social ascendente.
Nuevamente es menester decir que todo lo que hacen es loable. Pueden caerme mejor o peor, pueden ser la ONG que yo elija o no para dejar mi humilde aporte, pero al final del día HACEN, y eso es más de lo que muchos pueden decir.
Por supuesto, surgieron entre la audiencia airadas preguntas de “Y dónde está el Estado?!” Todos sabemos que la solidaridad popular aflora allí donde el Estado suele estar ausente o como mínimo insuficiente.
Sin embargo, apuesto lo que sea a que quienes preguntaron eso, no saben qué programas sociales hay en marcha (y me refiero a este gobierno o el anterior), cómo podemos ayudar todos desde el aparato estatal, y cómo podríamos mejorar lo hecho; es muy fácil demonizar a un “Estado” simbólico y abstracto, pero nos olvidamos fácilmente que ese Estado somos todos y que lo que se hace o deja de hacer muchísimas veces ocurre por acción u omisión de los ciudadanos.
Termina el día y comemos los sandwichitos, alguno se quejará de las movilizaciones que por estos días abundan en la ciudad (la pobreza es aceptable solo cuando no se queja, o si se queja sólo por las vías que nosotros consideremos adecuadas), otros irán a festejar las pascuas y repasar el concepto del pecado.
En el impenetrable chaqueño, capaz, hay un grupito de no más de veinte o treinta personas, que no saben lo que es una personería jurídica, pero que serían igual de felices si les juntáramos los juguetes para un Día del Niño que probablemente desconocen.



viernes, 23 de diciembre de 2016

El Gen Egoísta

Ayer estuve en un entierro, el del padre de un amigo.
Los entierros son situaciones muy crudas: nos exponen a la reacción humana ante la muerte, ante la parte física de la muerte sobre todo; después vendrán la reflexión, la soledad, la nostalgia, pero en ese momento lo que nos desgarra es un cuerpo bajando a la tierra, separándose definitivamente de la cotidianidad que nos unía a él, convirtiéndose en ese polvo al que tanto tememos desde los albores de la humanidad.
Me pregunté: ¿por qué tememos tanto a la muerte? ¿Por qué es tan difícil hablar de ella, aceptarla, enfrentarla como una parte más del ciclo vital, probablemente la más segura e inevitable de todas? No todos daremos a luz, no todos envejeceremos, ni siquiera todos enfermaremos, pero indudablemente todos vamos a morir. Millones mueren todos los días en el mismo mundo que habitamos, y lo cotidiano del asunto no hace que pierda ni un poco de su carácter temible e innombrable.
Existe una razón evolutiva: todos los seres vivos, desde un mamífero a una espora, nacen programados para evitar su propia muerte. El miedo instintivo a la muerte, que incluso sienten quienes han tomado la determinación de morir, es sólo un componente psicológico de este programa. Sin él, sería imposible crear el escenario para la longevidad de las especies. Si los seres vivos se dejasen matar o invadir por gérmenes o incluso, si pusieran fin a sus vidas como hecho común, no podría pensarse en una especie robusta con chances de reinar en la tierra.
Y la segunda pregunta, entonces, es ¿por qué debemos morir? La respuesta la da, nuevamente, la evolución. Tenemos que morir para que la especie siga robusteciéndose, mejorando desde el punto de vista biológico, y eso no es posible en el lapso de tiempo intra-individuo sino con la acumulación de cambios genéticos, adaptaciones y selecciones naturales que sólo suceden a una escala generacional. La naturaleza produce cambios a un ritmo que resulta sorprendentemente lento para la medida de la vida humana. No veremos la desaparición de nuestro dedo pequeño del pie, un rudimento totalmente innecesario para la vida bípeda, sino que la verán nuestros descendientes, dentro de muchas generaciones. Y lo mismo le ocurre a las bacterias, a los árboles y los helechos.
Ahora entendemos que nacimos programados para evitar la muerte, y que eso responde a la necesidad de dar lugar a mejoras en nuestra estirpe, pero entonces, ¿por qué nos duele tanto la muerte ajena, por qué nos apegamos tanto a algunos congéneres? ¿Será cierto eso de que el amor no es sino un mecanismo más para perpetuar la especie? Algo de eso debe haber, sin ánimo de despreciar el costado espiritual del asunto. Somos animales gregarios, nos sentimos mejor estando acompañados, existe un instinto que nos lleva a proteger a nuestra descendencia hasta que es capaz de valerse por sí misma, incluso formamos parejas –en la mayoría de los casos- que duren el tiempo suficiente para acompañar juntos las primeras etapas de ese cachorro que no podría subsistir sin el auxilio de los adultos. Todo suena, una vez más, al llamado del ADN que no puede permitirse pérdidas indiscriminadas en su linaje. Richard Dawkins, acertadamente, lo llamó “el gen egoísta”.
Puede no ser muy gratificante para nuestro espíritu narcisista pero, en efecto, parecería que el individuo debe sacrificarse a la comunidad, evolutivamente hablando.
Hace muchos años, cuando trabajaba en una biblioteca, una de mis lectoras regulares que llamaremos Eleonora y estaba cursando las últimas semanas de su embarazo, perdió a su padre luego de una larga enfermedad terminal. La esperanza de Eleonora era que su padre pudiera llegar a conocer a su nieto, y que eso no sucediera la había devastado hasta tal punto que no le era posible conectar emocionalmente con su bebé.
Un día, Elenora vino muy conmovida a la biblioteca y me contó que su padre se le había aparecido en sueños, con una frase críptica: “Lo importante no es el eslabón, sino la cadena”. Ese sueño de alguna manera la había aliviado; lo interpretaba como una metáfora de que no éramos tan importantes como individuos sino como piezas de un linaje que en su caso continuaba con ese niño por nacer.
Algunos años más tarde, Eleonora descubrió por azar esa misma frase –o una muy parecida- en algún versículo de la Torá, y todo terminó de tener sentido para ella.
Sin ser religiosa, creo que quien inscribió esa metáfora en la Torá, hace miles de años, conocía muy bien algunos de los secretos de este intrincado universo: que hay un legado (hoy lo llamaríamos genoma) que se transmite de padres a hijos como un testigo, y que cada uno de nosotros como ente individual resulta menos importante que la cadena que vamos formando con cada generación.
Nada de esto hace que la muerte duela menos. Sea un mecanismo biológico o no, el duelo es el trance más doloroso de nuestras vidas, porque significa una despedida y a la vez un reflejo de lo mismo que nos espera a todos nosotros, ese fin del que nada sabemos y al que todos caminamos sin pausa. Es cierto eso de que estamos muriendo desde el día que nacimos.
La última pregunta, de la cual personalmente tengo la respuesta hace tiempo, es si vale la pena transitar el “valle de lágrimas”, esta vida trágica según la veía Unamuno, por esa sola chispa de mutua compañía que nos hacemos por un breve momento del espacio.

Somos el hardware ciego de un programa mucho más sabio que nosotros, y, paradójicamente, somos quienes hacemos todas las preguntas.

Corre Usaín Bolt

14 de Agosto de 2016, 22.30 hs. P. me llama: “Tenés que ver esto, es la final de los cien metros llanos, corre Usaín Bolt”. Me lo dice con una ilusión, un brillo en los ojos, que me hace doblemente duro tener que decirle que los cien metros llanos masculinos deben estar entre las veinte cosas que menos me interesan en la vida.
Sin embargo, P. no es un marginal en esto de la pasión por los cien metros llanos. Parece, a juzgar por la emoción con la que la relatora habla de este nuevo triunfo de Bolt, que estamos ante un evento de proporciones mayúsculas. El rating acompaña con cientos de miles de tele espectadores. La audiencia contiene la respiración mientras un hombre, evidentemente no por primera vez, corre más veloz que los otros veinte que compiten con él.
Ya en otros posts hablé de mi perplejidad ante la pasión que desatan ciertos deportes olímpicos: resulta que nos excita que un hombre pueda cubrir cien metros en 12.5 segundos, cuando no es eso lo que, precisamente, nos distingue como especie de una mosca drosófila o un cheetah. Pero no voy a volver sobre lo mismo.
Lo que despertó mi curiosidad hoy, probablemente imbuida por el libro que estoy leyendo (“The Quotable Feynman”) es que las masas se prendan al televisor cuando un hombre corre cien metros (gesta que, como mínimo, no parece imposible ni extraordinaria), y nadie, y cuando digo nadie es NADIE, de las personas que conozco, aguarde con un mínimo de intriga el resultado de, por poner un ejemplo que todos conocen, la entrega de los premios Nobel o el primer encendido de la máquina de dios.
La primera hipótesis que surge, es que por supuesto, la mayoría de los deportes y sus reglas son relativamente fáciles de comprender, mientras que muchos de los hitos que merecen un Nobel requieren algo más de complejidad en su interpretación. Puede ser. Digo puede, porque seguramente eso aplica al Nobel de Matemáticas; es altamente probable que si me explican el mérito del último ganador, no pueda entender nada, menos incluso que cuando P. trata de explicarme las reglas del bádmington.
¿Pero y qué hay de los otros adelantos de la ciencia, que como el mismo Feynman la definía, sigue siendo la mayor aventura que la mente humana haya emprendido jamás?
¿Nos debería ser indiferente el Nóbel de Física? La mayoría de los merecimientos en física puede ser decentemente explicada al público lego, en unas pocas frases. Si nos quisiéramos poner incluso pragmáticos, la mayoría de los mismos incluso en el campo de la física teórica, tiene algún impacto que podemos prever en nuestra vida o al menos en la forma que deberíamos mirar al universo que nos rodea. Basta solo pensar en la cantidad de gente que se ha visto afectada, para bien o para mal, por la bomba atómica, el GPS o la resonancia magnética.
¿Y qué hay del Nóbel de Medicina? ¿No nos deberían importar, y mucho, los adelantos en biología? ¿No hay ni un poquito de emoción al pensar en el enorme proyecto del genoma humano, sólo por mencionar “una que sepamos todos”?
¿Alguien que ustedes conozcan contuvo la respiración la primera vez que encendieron el colisionador de hadrones, también llamado “Máquina de Dios”, en el CERN de Suiza? Los invito a ver el documental que se filmó al respecto, que recoge, con mucha menos ambición que cualquier película sobre un corredor olímpico, la labor de los cientos de personas que trabajaron allí, el dramático primer intento fallido de encenderlo, y la emocionante victoria final, esos trazos parecidos a un electrocardiograma que nadie comprende aunque sí es universalmente clara la emoción de Fabiola Gianotti, la científica italiana encargada de comunicar al mundo la buena nueva: hemos probado empíricamente la existencia de una nueva partícula subatómica, el bosón de Higgs, el cual ya se había predicho teóricamente años antes, y nos ayuda a comenzar a entender cómo se interrelacionan las fuerzas físicas conocidas y qué es la materia.

A mí personalmente no me parece que sea una polémica a dirimir en términos de “ciencia vs. deporte”, o “nerds vs. gente normal”. Lo que creo es que, pese a los denodados esfuerzos de divulgadores geniales como el propio Feynman o Carl Sagan o el más moderno y “trendie” Brian Cox, se ha fallado en algo fundamental que tiene que ver con cómo encendemos la chispa de la curiosidad por el descubrimiento a edades tempranas. Me niego a creer que haya niños que no se maravillen cuando se les cuenta por primera vez la gran aventura del conocimiento cósmico, incluso la teoría de la relatividad, que nos abre la puerta a conjeturas tan intrigantes como el viaje en el tiempo o los agujeros de gusano. Creo que simplemente debe tratarse del lugar que estos temas ocupan en la agenda; basta con encender la televisión y ver cuántos programas hay de deportes o entretenimiento, y cuántos dedicados a enseñar la ciencia desde un lugar divertido o novedoso.
Y es una lástima, porque pasamos de una edad oscura donde sólo unos pocos grandes hombres poseían el saber completo, a otra donde las comunicaciones nos ponen en la palma de la mano la posibilidad de saber, casi en tiempo real, cuál es el corpus actualizado de conocimiento de casi cualquier tema existente. Y no lo sabemos aprovechar. Si tu hijo viene entusiasmado del colegio contándote que en el átomo, los electrones orbitan alrededor del núcleo igual que los planetas alrededor de Sol, felicitaciones, volviste a mil novecientos once. Los “trending topics” ahora están del lado de cuántas dimensiones tiene realmente este universo nuestro, e incluso si no se trata de “multiversos“ coexistentes en lugar de uno solo (teoría que tiene varios números comprados para resultar ganadora), o las grandes posibilidades de que vivamos en una realidad simulada. Es todo mucho más maravilloso que lo que sabe el ciudadano promedio. Y lo que hay es desidia, no falta de acceso a la información.
Hay veces, como por ejemplo cuando veo las miles de personas reunidas para escuchar las Ted Talks, que creo que podemos ir hacia alguna alternativa posible, donde las personas que tuvieron acceso a la educación abran los ojos a la cantidad de maravillas que ocurren gracias a héroes contemporáneos que no patean una pelota. Pero otras veces, como esta semana tan saturada de noticias olímpicas, creo que a casi nadie le interesa, que es una batalla perdida, y que eso hace que tan pocos niños sueñen con ser astrónomos, biólogos o físicos, cuando sobran los que quieren ser cantantes o arqueros.
Y me parece que nos estamos perdiendo una gran oportunidad que tenemos como generación, que no tuvo casi ninguna otra. Que inventamos geniales herramientas para estar conectados e informados todo el tiempo, pero poca cosa corre por esos canales además de información fútil y pasajera, pequeñísima en relación a tantas otras que pasan desapercibidas.

Conocer y comprender, lejos de lo que podría pensarse, abre las puertas de la imaginación, de la maravilla, incluso del entretenimiento. No puedo entender por qué tan poca gente acepta la invitación.

Aura II

Cuando era chica, pensaba que había sido tocada por una varita mágica.
Jugaba con amigos, tenía muñecas, perros, jardín y todo lo que un niño necesita para colmar su fantasía. Pero mis mundos imaginarios, desde que tengo memoria, discurrieron por otra parte.
Ya de muy pequeña (mis primeros recuerdos son notablemente precoces, los sitúo alrededor de los tres años), había cierta atmósfera onírica que me acompañaba a todas partes, y que muy tempranamente aprendí a reconocer como rara, distinta, peculiar.
Los años pasaron y por supuesto al pensamiento mágico (preguntarme si todas esas imágenes tan barrocas podrían pertenecer a una vida pasada), siguió una era racionalista que nunca me abandonó a decir verdad.
Aprendí a reconocer, que incluso muchas veces sin una jaqueca que lo siguiera, existía este estado particular de la consciencia donde todos los sentidos se afinaban y aparecían, incluso, recuerdos o sensaciones imposibles de ser ubicados en ningún punto concreto del pasado.
Cuando uno tiene un aura, es posible que el más tenue de los perfumes, por ejemplo ese primer aire de la primavera o el olor a lluvia, lo ponga en un estado para-real, donde se es totalmente capaz de interactuar y proseguir con el presente, mientras la vida interior bulle de sensaciones, sentimientos, añoranzas, incluso nostalgias por tiempos o espacios que muy posiblemente ni siquiera existan.
No tengo ninguna analogía más cercana que la de compararlo a la sensación que se tiene segundos después de emerger de un sueño particularmente intenso: hay un residuo onírico que se resiste a irse, cierta irrealidad, que se disipa tan rápido que al rato parece imposible haberla experimentado.
Y qué felicidad cuando alguna cosa que sí existe nos acerca a lo que no: una frase de Proust o Modiano, un cielo cargado de nubes pizarra en Ámsterdam, el perfume efímero de alguna paseante, pequeñas cosas que parecen escapadas de ese universo paralelo que muy rara vez nos toca vislumbrar.
Oliver Sacks llama a estos fenómenos “duermevelas”, “ensueños”, o “reminiscencias forzadas”. Nadie sabe bien de dónde vienen. Son de naturaleza parecida a los “déja-vu” o “jamais-vu”.

Para muchos, las auras son desagradables, mensajeras de la crisis migrañosa que se avecina. Para mí siempre fueron hermosas compañeras, ese ángel que sopla el sueño en el oído del durmiente.

viernes, 9 de octubre de 2015

El primer perro

Los lobos jamás han sido muy amigos de otras tribus, pero hace alrededor de 30.000 años, un ejemplar más intrépido que el promedio se aventuró a olisquear de cerca los restos de algún festín olvidado de los hombres.

Los hombres de entonces no eran lo que son ahora. Eran, algunos de ellos, neandertales aún, y no se parecían demasiado a nosotros. Otros, en cambio, eran los primeros hombres de Cromañón, nuestros antepasados más directos, los que improvisaron herramientas y aprendieron  a formar pequeñas colonias y establecerse de a poco en la tierra gracias a la agricultura.
Todo indica que fueron estos últimos quienes dedujeron que era beneficioso valerse de algunas de las características de sus clásicos enemigos lupinos: éstos eran guardianes, poseían oído y olfato exquisitos, y un arraigado sentido gregario que los hacía proteger con su vida a la manada y las crías.
Estos primeros lobos confianzudos, fueron los que descubrieron a su vez que era conveniente no ser depredados por los hombres, y por el contrario aprovechar los restos de sus manjares: que los humanos cazaran por ellos y los hicieran parte de su familia a cambio de algo de amistad y protección.
Así, algunos lobos menos salvajes aprendieron de a poco a aproximarse, comer de la mano del hombre, permanecer a su lado y darle aviso sobre otros depredadores.
Con el tiempo, los hombres descubrieron que si sacrificaban a las crías que menos se ajustaban a sus necesidades, y en cambio criaban y protegían a los más dóciles y hermosos, las nuevas camadas se parecerían cada vez más al “lobo ideal”, que en definitiva configuraba el prototipo del perro doméstico.
Dice Neil DeGrasse Tyson que todas y cada una de las razas adorables de perros que hoy conocemos y amamos desciende de esa sastrería fina que hicieron nuestros ancestros, al elegir y prohijar los ejemplares de su agrado en desmedro de los que más pugnaban por su ser primordial. A esto se lo conoce como “selección artificial”, en contraposición con la selección natural que describió Darwin y que aún hoy es conocida erróneamente por muchos como “la supervivencia del más apto”.
Cada vez que un niño se hace la pregunta primigenia, lógica, de por qué todo es cómo es, por qué “hay” donde pudo “no haber nada”, por qué los organismos vivos parecen diseñados tan a la perfección para cumplir con su cometido biológico, es sensato responderles, con la misma simplicidad, que eso es precisamente lo que hace la naturaleza cuando tiene mil millones de años para ensayar, equivocarse, seleccionar y volver a intentarlo. Y que es por eso precisamente que todo lo que vive debe morir: para permitir a la especie mejorar, corregir sus propios errores, es pos del fin último que no es, paradójicamente, que perviva el bien individual sino el colectivo.
Nuestros perros de hoy, paradigma de la docilidad y la amistad incondicional, son los hijos del lobo feroz, y no son como son porque lo hayan preferido sino porque los hemos diseñado. Los hemos instado a dar la espalda a sus semejantes, a darnos abrigo, pastorear nuestro ganado y sacrificarse a la hora de defendernos de un peligro. Les enseñamos a aceptar todo lo que viniera de nuestra mano como una dádiva: alimento, caricias, compañía, pero también indiferencia y maltrato.
Tan perfecto fue nuestro trabajo, que el perro parece ser el único animal capaz de sentir, cada vez que ve a su amo, el mismo “enamoramiento” inicial que para nosotros es extraordinario y escasamente reservado a unos pocos semejantes.
Sin embargo, como llevamos solamente unos pocos miles de años de historia común, aún es posible ver destellos de ese lobo que aún fueron incluso los caniches y los labradores.
Algunos, cuando creen que no los vemos, aúllan a la luna y preparan cuevas imaginarias sobre el césped de nuestros parques o las baldosas de nuestros departamentos. Otros nos pelean un poquito, aunque más no sea a través del juego, el rol de macho alfa, para luego cedérnoslo de por vida.

Nosotros, ¿hemos cambiado tanto desde esos seres prehistóricos que no conocían el bronce? ¿Qué fuerzas imperceptibles para nosotros nos siguen diseñando, seleccionando, y en qué dirección? ¿Qué fue lo que signó nuestro destino cuando salimos de las cuevas, bajamos de los árboles, miramos hacia el cielo y fuimos capaces de comprender nuestra propia pequeñez en contraposición con la bóveda llena de estrellas?

viernes, 11 de abril de 2014

Donde todo comienza

“-Lo primero era un espermatozoide que tenía ojos, y de eso salió un renacuajo, y de eso los reptiles, y después los dinosaurios…”
Los conceptos biológicos de Uri son cada vez más consistentes, claro, pero me enternece ese momento en el cual todavía ni siquiera se plantean las preguntas correctas, donde hay un mundo fantástico que da explicación a tantas cosas, y está bien que así sea.
Entonces como no puedo con mi genio le explico que un espermatozoide es en realidad una célula bastante evolucionada y que antes de eso hubo muchos pasos que condujeron a la vida en la Tierra.
Hablamos, por espacio de una hora, de lo que es dominio de la biología pero también de la filosofía: ¿qué dio comienzo a la vida? ¿dónde se dibujó la línea divisoria entre los ingredientes sueltos (así se lo grafico) y la primera combinación que pudo considerarse “viva”? Le cuento cómo somos, finalmente, polvo de estrellas, porque los ingredientes que necesitábamos no estaban en este páramo rocoso que era la Tierra sino en el centro de las estrellas, desde donde viajaron hasta aquí en las aerolíneas más exóticas: meteoritos, choques celestiales, detritos del espacio.
Le cuento también cómo aparentemente toda esa materia prima yacía en su caldo primordial que es el agua y algo, probablemente un impulso eléctrico parecido al que animó a Frankenstein, agrupó a las moléculas en la primera frontera entre lo vivo y lo inanimado: una membrana celular que definía un "interior" y a la vez lo protegía. Y cómo a partir de allí, todo lo que conocemos como vivo floreció imparable.
Aprovecho para explicarle eso que sabemos desde hace tan sólo semanas y que aparentemente implica una verdad asombrosa e inabarcable: el descubrimiento de las ondas gravitacionales en el “borde” de nuestro universo, allí donde es lejano y frío y antiguo, que lleva a concluir que lo que conocemos como universo sería, en realidad, un multiverso, un conjunto de cosmos (quién sabe cuántos), tan complejos y enormes como este, rodeados por su propia burbuja (que quizás se parezca a esa membrana primigenia) y a priori desconectados entre sí. A Uri le gusta la idea de las burbujas y, por supuesto, piensa que algún día llegaremos a la frontera de nuestro propio universo para atisbar las brumas de los universos vecinos.
Y en algún momento, porque se agota este tema de la biología y la cosmología antiguas (y qué asombroso que no se agotara antes, siendo mi maravilloso niño de sólo nueve años), le propongo cantarnos canciones. Se recuesta sobre mí, tiene algo de tos, me digo que este será un recuerdo de su niñez: yo enfermo, recostado sobre el pecho de mi madre, cantándonos canciones, que así se construyen esas fotografías de la infancia. Elijo cantarle primero Canción de Alicia en el País; le gusta, la conoce. Después se me ocurre cantarle Seminare. Sucede que Seminare, antes de convertirse para mí y para toda una generación en la canción de rigor de los fogones, antes de gastarse, era una canción genial, ¿pero qué canción inaugural de nuestra adolescencia no es hermosa? Y tengo un recuerdo muy específico ligado a esa canción: la estamos cantando luego de alguna fiesta, acompañados de un par de guitarras (una de las cuales soy yo), mi grupo del Teatro Escuela: Lucrecia, Yanina, Eduardo, Lionel… Y Yanina, que era una hermosa chica, especial, alunada, empieza a cantarla sola y yo respondo espontáneamente desde la inocencia de mis dieciséis años a cada una de sus estrofas: “Nena nadie te va a hacer mal…” canta ella, –“Mentira!”, exclamo yo, seguramente desde la primera decepción amorosa o algo parecido- “Pero nunca te encontrarás al escaparte” –“Eso es verdad!”, agrego.
Pero hoy, veinte años después, yo le estoy cantando esta misma canción a mi hijo que nada sabe de mis días del Teatro Escuela y entonces algo mágico sucede:
Yo le canto, estoy a la mitad de la canción, y oigo que Uri me dice despacito, luego de cada frase: “Eso no es verdad”… “Eso es verdad”…
Me quedo muda.
Por supuesto, no son los mismos versos los que responde; él está interesado en decirme que no es verdad que estemos en la calle de la sensación, pero que sí es verdad que estamos muy lejos del sol que quema de amor… claro, las verdades y mentiras de los nueve no son las mismas que las de los dieciséis.
Y una vez más, las cosas se anudan, y para colmo ahora sabemos que se anudan en un multiverso todavía más amplio, y que en esta infinitesimal parte del mismo somos dos partículas primordiales hablando de las mismas cosas; ¿por dónde viajarán? ¿qué otras maravillas descubriremos sobre la mágica hélice que codifica nuestra vida?


Me siento pequeña e ignorante y un poquito triste por todo lo que no veré, pero en sintonía con algo enorme. Y que no sea místico ni religioso en absoluto, es la parte más hermosa de todo.

sábado, 5 de abril de 2014

Hay un murciélago en mi sopa

Hoy en día, para conseguir un trabajo de mediana jerarquía en la Argentina, es virtualmente imposible no pasar por uno de esos exámenes “psicotécnicos”. 
De alguna manera, todos hemos “validado” que se trata de una instancia normal, y a ella nos sometemos, sin jamás cuestionarla ni preguntar a los futuros empleadores la razón de esta herramienta, el valor que agregará a la tarea de perfilarnos.
Claro, es difícil desafiar o cuestionar el buen criterio de quienes justamente serán los encargados de decidir nuestro futuro laboral. La cosa es asimétrica y entonces ahí va uno, tratando de que los dioses le permitan dibujar el arbolito en la forma correcta, o de decir que ven cosas que en realidad no ven pero que “se sabe” son un diez en el test de Roscharch. Algunos de nosotros vamos incluso imbuidos de una especie de tristeza de saber que la experiencia en sí no suma demasiado per se y que lo verdaderamente importante es congraciarse con el psicólogo de turno. 
La realidad, sin embargo, es que la validez de los tests proyectivos está siendo cada vez más cuestionada y no ya desde los individuos que se ven obligados a hacerlos, sino desde la comunidad científica que les pide creciente rigor científico a las escalas, pruebas y cuestionarios que serán utilizados en humanos. Hay múltiples trabajos y meta-análisis que estudiaron la débil confiabilidad que tienen estos tests, y algunas de las razones esgrimidas son las siguientes:
 -Si se parte del presupuesto de que cualquier sujeto, independientemente de su conocimiento previo de los tests, terminará proyectando en éstos su subjetividad, su mundo interior y su propia interpretación de las cosas, ¿qué nos hace pensar que el observador, humano él también, no será víctima de la misma subjetividad, proyección e interpretación propia a la hora de analizarlos? 
-¿Es válido seguir utilizando técnicas que tienen en algunos casos ochenta años de antigüedad, cuando nuestro conocimiento de la mente humana, la psicología científica y las neurociencias han avanzado a pasos tan agigantados desde entonces? ¿Realmente creemos que el entorno social, por ejemplo, es el mismo que hace cincuenta años? 
-¿Es válido asumir que los test proyectivos resisten variaciones culturales y antropológicas? ¿Representa lo mismo una mariposa para un descendiente de guaraníes que para un alemán? 
-Test de HTP y otros dibujos: pese a lo que muchos puedan creer, no hay estudios sistematizados que validen el “correlato” entre las características de los dibujos y los rasgos de la personalidad, excepto para el caso de omisión o deformación de partes del cuerpo humano, que se correlacionan con suficiente repetición con trastornos psíquicos. Para todo el resto, (la chimenea representa lo sexual, los planos derecho o izquierdo tal o cual cosa, etc etc), la realidad es que no hay más sustento que el corpus de creencias de la comunidad de psicólogos, en su mayoría como desprendimiento del psicoanálisis, disciplina ya de por sí cuestionada en los días que corren. 
 Es decir, no se han realizado estudios bien controlados que puedan demostrar con fuerza estadística que estos postulados son reales. Basta leer algunas de las “asociaciones” que se buscan en estos dibujos y no se puede evitar cierto aire a algo pueril, simplista, hasta poético si se quiere: 

Partes de la persona 
Cabeza: inteligencia, comunicación e imaginación. 
Cara: comunicación y sociabilidad. 
Pelo: sexualidad, virilidad y sensualidad. 
Ojos: comunicación social y percepción del mundo. 
Boca: sensualidad, sexualidad, comunicación verbal y nutrición. 
Nariz: símbolo fálico. 
Manos: mundo afectivo, agresividad, etc. 
Cuello: control de los impulsos. 
Brazos: adaptación e integración con el mundo social. 
Piernas: contacto con la realidad, sostén, estabilidad y seguridad. 
Pies: sexualidad y agresividad. 

 Si pensamos por un minuto la cantidad de diagnósticos o decisiones laborales que se hacen a diario basándose en estos principios, resulta un tanto inquietante. 
La realidad es que, en el mejor de los casos, los test proyectivos otorgan lo que se conoce como “validez aditiva”, es decir, vendrían a complementar lo que de todos modos ya se sospecha por medio de métodos menos ambiciosos y más honestos para con el sujeto, como la entrevista y los tests objetivos (aquellos en los que se preguntan una serie de cuestiones de manera directa sobre la personalidad del entrevistado).
El principal argumento para seguir utilizándolos es, una vez más, la “carga histórica”, como si se desprendiera de natural que lo que se viene usando hace decenios es por default lo mejor o lo bueno. En un ámbito tan dinámico como lo es el de las neurociencias, aparenta ser un argumento muy endeble. 
El segundo factor, nada despreciable, es que existe un lucro detrás de estas actividades, que excede lo que sería el lógico y esperable quehacer de un profesional que con todo derecho pretende ganar dinero de su saber. Hay centenares de empresas y consultoras exclusivamente dedicadas a proveer de estos servicios, y diseminar el concepto de que las pruebas proyectivas no tienen real validez en el mundo moderno, equivaldría al fin de todas ellas, o a la necesidad de reinventar de manera dramática el valor agregado que ofrecen. 
Todo esto sería una simple anécdota si no fuera porque impacta de manera directa en la vida real de personas reales; todos conocemos casos de aplicantes que “estaban por entrar” y en el último momento fallaron a la prueba psicotécnica, y es inevitable plantearse la pregunta de si una sola instancia de dos horas con una persona que jamás nos ha visto ni conoce en profundidad nuestras circunstancias, puede determinar de forma tan inapelable nuestra construcción de futuro.

jueves, 27 de febrero de 2014

Copenhage-London

Los primeros minutos del vuelo, él trata de ser cordial pero yo, habiendo perdido la habilidad de socializar demasiado con extraños en los viajes, respondo con monosílabos. La realidad es que la primera media hora de viaje ni siquiera reparo demasiado en este hombre que decidió apoyar en el asiento entre nosotros, libre, su chocolate Toblerone y su libro. En otros tiempos me hubiera desvivido por vislumbrar qué libro leía, porque me apasionaba entrarle a la gente (o que la gente me entrara a mí) por medio de la literatura.
La conversación se inicia porque yo expreso a la azafata mi preocupación de perder la conexión de Heathrow a Buenos Aires; él vive en Gran Bretaña y me llena de seguridad explicándome que arribamos a la Terminal 5 y desde allí tengo un corto camino hasta mi puerta de embarque.
¿De qué cosas, entonces, puede enterarse uno sobre un extraño en una charla de vuelo doméstico?
1) Él es un editor sueco de unos 40 años; vive hace muchos años en las afueras de Londres y tiene un acento casi indistinguible. Tiene una pequeña hija de 10 meses llamada Matilda (minutos antes de despegar yo había oído que se despedía de alguien por teléfono, diciéndole que la amaba; a todas luces, la madre de Matilda)
2) Parece ser que dejó pasar la gran oportunidad de editar a Stieg Larsson, y eso lo descubro porque nos embarcamos en una conversación sobre los escritores suecos de novelas policiales, de quienes ambos preferimos indudablemente a Henning Mankell.
3) Viene de enterrar a su madre. A pesar de que sonríe todo el tiempo y es muy cordial, cuando lo menciona sus ojos se llenan de lágrimas. Le digo que lo siento, pregunto las cosas obligadas acerca del suceso.
4) Está convencido de que los suecos no han podido ser más imperialistas porque no los han dejado, y dice que siempre que alude al conflicto con sus amigos británicos, llama “Malvinas” a las islas. Y que Noruega ha ido reemplazando a Suecia en esa concepción de país desarrollado y progresista.
5) Me confiesa con algo de vergüenza que lo único que conoce de la literatura sudamericana es el realismo mágico. Y justo se cruzó conmigo, que un poco lo detesto. Le hablo de Borges, de quien no sabía que fue catedrático en lenguas anglosajonas. Promete que lo va a leer.
6) Le gustaba mucho ir a un restaurante argentino en Edgware Road, pero desde que Tévez se hizo conocido, hay que reservar mesa, y eso de alguna manera le quitó la magia.
7) Sin embargo, nuestra charla más interesante se da a partir de la aparente vena melancólica de los escandinavos, que ambos coincidimos en adjudicar en gran parte a ese clima lunar, de las noches y los días interminables. Me cuenta cómo algunos suecos van a exponerse a enormes lámparas de rayos UV sólo para atemperar su depresión, y me da una inmensa tristeza imaginarme a esas personas que se ponen bajo la cama solar sólo para sentirse menos desdichadas. Hay algo animal en esa idea, pero algo futurista también. Yo le digo que prefiero los pueblos melancólicos a los intrínsecamente “alegres”, y ambos dudamos de que en Brasil todo el año sea carnaval. El menciona una pintura de August Strindberg que no conozco, y que según él ilustra a la perfección esta tendencia sueca a ver el lado crepuscular de las cosas: es una escena en un claro de un bosque, parcialmente soleada, y a priori agradable, que Strindberg elige titular “Desesperación”. Nos reímos los dos a carcajadas.
8) Cuando le digo que sí leí a Strindberg, que amo a la Señorita Julia, me dice “You are very learned!” Y hacía mucho que nadie lo decía, ni que yo me sentía orgullosa al respecto.
Recién nos decimos nuestros nombres cuando es tiempo de separarnos en el aeropuerto, y nos damos la mano, agradecidos porque a veces, algo de esas horas muertas que uno pasa en aeropuertos, filas y aviones puede llenarse con literatura, hechos interesantes, curiosidad por conocer a alguien tan distinto a uno.
Se llama Stefan, y es altamente improbable que nos volvamos a cruzar alguna vez.

lunes, 5 de agosto de 2013

Y el cielo se volverá negro

Dice Brian Greene, a quien le gusta adelantarse a consecuencias de maravillas que aún no hemos descubierto del todo, que lejos de lo que podríamos pensar, la humanidad podría estar yendo camino a tener menos herramientas de conocimiento cosmológico de las que tenemos en la actualidad.
Dije humanidad pero es probable que la forma de inteligencia que tenga que lidiar con este problema, en este u otro planeta, vaya a ser tan distinta a nosotros como nosotros podemos serlo de las bacterias. Estamos hablando de miles de millones de años adelante. Es difícil imaginar que habrá formas de vida inteligentes capaces de hacerse preguntas sobre el universo, pero de haberlas, he aquí el dilema con el cual se encontrarán:
Si nuestros sistemas de registro perviven, sabrán que hubo civilizaciones que pudieron estudiar el cosmos, las galaxias y el espacio entre ellas, y concluyeron, gracias a la teoría inflacionaria, que lo que conocemos como espacio-tiempo se halla en constante expansión. Sabrán que nuestros contemporáneos se hallaron ante la paradoja de que, reñido con los principios básicos de física que conocíamos- que predicen que la gravedad obliga a todo cuerpo que vaya frenando su aceleración- el espacio-tiempo se estaba expandiendo a una velocidad cada vez mayor desde el Big Bang. Y sabrán que, al menos hasta las primeras décadas del siglo XXI, atribuíamos esa anomalía a la existencia de una “energía oscura” que daba cuenta de la mayor parte del espacio-tiempo y lo obligaba a seguir expandiéndose ad infinitum.
Para ser humildes, es posible que estos hipotéticos seres de un futuro tan lejano cuenten con muchos más datos que estos e incluso hayan tenido oportunidad de refutar algunas de nuestras teorías más firmes. Pero aun así, tendrán la siguiente limitación, que nosotros no hemos tenido: no contarán con la inigualable herramienta de la observación directa. Un poco antes de que el universo se expanda lo suficiente como para separar irremediablemente a los planetas de sus estrellas proveedoras, y por ende impedir toda clase de vida, los cosmólogos del futuro mirarán la cielo y sólo verán la negrura, y no podrán comprobar de primera mano si allí afuera existen realmente esas galaxias lejanas de las cuales hablaban los antiguos. Sentirán la misma ambivalencia que sentimos nosotros al leer escritos arcaicos y no saber qué es realidad y qué superstición o producto cultural. Incluso si tuvieran los más sofisticados equipos de navegación u observación, nunca podrán sortear la velocidad última que rige las leyes de nuestro universo, que es la velocidad de la luz, y cuando la luz emitida por la galaxia más cercana no logre llegar hasta el próximo sitio habitado del universo, no tendrán forma de saber qué es lo que hay en el cielo que estarán observando.
Quizás, entonces, somos una generación privilegiada, (y por generación entiéndase un rango de seres inteligentes que vivirán de aquí a muchos miles de años más), ya que por un momento en este espacio-tiempo inabarcable, coincidirá nuestra posibilidad de observar, con los adelantos tecnológicos e intelectuales requeridos para poder dar sentido a esa observación. No sabemos si nuestros herederos tendrán igual suerte. Aquí o en cualquier otro planeta donde haya vida inteligente, ya que hay razones para creer que ni seremos tan distintos, ni formularemos preguntas tan diferentes.

sábado, 30 de junio de 2012

El Libro Negro de los Cuentos

Lo primero es decir que toda mi vida (siendo más exactos, desde que leí Morpho Eugenia), creí que A.S. Byatt era un hombre. De acrónimo ambiguo, no sé por qué su forma de escribir se me antojaba masculina, pero quizás sea sólo que tiendo a valorar más la escritura de los hombres que de las mujeres, salvo honrosas excepciones de las cuales ya he hablado y cuya nómina Byatt acaba de engrosar.

Byatt es conocida por casi todo cinéfilo porque escribió las novelas que inspiraron a los films “Angeles e Insectos” (Morpho Eugenia) y “Posesión”.
Sin embargo, quiero comentar otro libro no tan conocido, Little Black Book of Stories.
Como de toda la obra de Byatt, de esta se dice que combina a la perfección el naturalismo y la ficción, lo cual es estrictamente cierto. De forma natural y cómoda, los protagonistas de las cinco historias son los personajes pero también los minerales, las formaciones rocosas, la flora, los insectos y hasta los seres no clasificados que se ocultan en el bosque.
Las historias coquetean con lo fantástico y cuando irrumpe el elemento irreal, es sólo de manera equívoca, casi onírica, por lo cual seguimos creyendo en los personajes, en que son como cualquiera de nosotros aunque quizás, pero sólo quizás, hayan soñado, alucinado, o estado bajo los efectos de situaciones especiales como la guerra, la enfermedad o la pobreza.
Hay un relato imperdible sobre la experiencia infantil de dos refugiadas, dos mujeres cuyo precoz recuerdo de una experiencia sobrenatural en el bosque las une de por vida a pesar del fin de la guerra, sus carreras dispares, la distancia y el olvido.
Un hermoso libro, que no hubiese llegado a mí de no ser por este ambiguo advenimiento del e-book, que hace más posible ese delicioso sobresalto al descubrir en el mostrador de una librería un ejemplar largo tiempo buscado.
Que lo disfruten.

lunes, 7 de mayo de 2012

Esos que no se pueden morir


Resulta que hace unas semanas se murió una vecina de mi antigua casa, la casa de mi infancia; o sea, estamos hablando de una mujer que vi allí desde mis cinco o seis años, que siempre estaba, que representaba un perfume especial al pasar por su puerta (era “el olor a la casa de Elsa”). Era, también, de esas vecinas que siempre saben todo, se enteran de los detalles, presienten los divorcios y los nacimientos, pero no de esa forma morbosa que tenían las chismosas de antes, sino como la omnipresencia en sí misma. Elsa resignificaba las cuestiones domésticas y ninguna era segura ni firme si no había pasado antes por el tamiz de su opinión, su decir, su piadoso, nunca malintencionado, comentario en voz bajita.

Además, Elsa cocinaba de maravilla y nunca olvidaba los cumpleaños o aniversarios de tres generaciones: ella llevaba una agenda pequeñita y allí estaban mi torta y la de mi mamá y la de mi hijo, cada una con su muñequito personalizado (el mío era invariablemente de pelo negro y vestido de médica, aunque a veces yo me preguntaba por qué no podía alguna vez tomarse una licencia poética y hacerme rubia).
Elsa enfermó hace unos años y la enfermedad la pudo, se la fue ganando aunque para nosotros era imposible que a tamaña fuerza de voluntad pudiera voltearla un cáncer cualquiera.
Pasaron los meses y la molestia ocasional fue una quimio, la quimio una internación y la internación devino en cuidados paliativos.
Las últimas semanas, yo luchaba contra mi reciente fobia a los centros de salud y me prometía, todos los días, que iría a verla. A ella le gustaba charlar y sacarle un poquito el cuero a los vecinos aún desde su cama de hospital. Los días pasaron y me dieron el ultimátum; ya no había mucho margen para ir a verla y poder, aún, hablar de bueyes perdidos.
Fui una mañana y resultó que Elsa se acababa de morir, estaba recién desentubada, y la vi en todo el desamparo de su pelo sin teñir y su cara sin maquillaje. Tenía ojos azules y preciosos, pero ya no le iluminaban la cara.
Me pareció en ese momento que la gente como Elsa no se puede morir bajo ningún concepto, y no sólo por ser los buenos, los que enderezan un poco la balanza de este mundo desquiciado, sino también porque se suponía que ella era la portavoz de estas noticias, ella era la que te contaba en voz bajita, escoba en mano, quién había fallecido y cómo, ella decía son las doce y sereno. Algo parecido me pasó cuando se murió un conocido periodista y me pareció absurdo que no fuera él mismo quien anunciara su muerte, por costumbre nomás.
Los ingratos vecinos no estaban en el funeral, yo misma no estaba; puta madre, un parpadeo y la balanza se volvió a inclinar.



martes, 10 de abril de 2012

A todo Roca le llegará su Durán Barba




Como lo fue hace unos años reeditar el concepto cool sobre las figuras de Rosas y Sarmiento, la onda ahora entre algunos peronistas modernos es relativizar la imagen histórica que los progresistas tienen de la Campaña del Desierto. Tímidamente, asoman conceptos como que somos el país que somos, entre otras cosas, por gestas como la mencionada, como si tal obviedad disminuyera de algún modo la idea de barbarie que, a dios gracias, siglos de evolución en derechos humanos lograron consolidar.
Parece que ahora es plus ultra mirar todo a través de otros cristales y quienes seguimos pensando que algunas cosas, muy pocas de hecho, son blancas o negras, somos cortos o no podemos hacer una lectura analítica de la historia.
La colonización a sangre y fuego, pasados unos cuantos años, ya puede empezar a verse como una movida del TEG y no como lo que fue, o sea, la matanza y expulsión masivas de quienes fueron los antiguos moradores de esta tierra.
Está de más decir que yo no estaría en este momento cómodamente sentada en mi living de Villa Crespo si la conquista del desierto no hubiese ocurrido. Es posible, incluso, que nuestros límites territoriales fueran bastante más modestos, probablemente en beneficio de Chile u otros vecinos. Sin embargo, salta a la vista que esas injerencias tienen una importancia relativa, la importancia que le otorga el observador, y por ende no tiene sentido adjudicarles un valor per se.
Manifestaciones de ese tipo tienen, a mi modo de ver, dos lecturas: una es sencillamente repugnante, que es la de pensar que la campaña del desierto tiene, a nuestros ojos argentinos, más virtudes que defectos; la otra, una suerte de perogrullada filosófica según la cual nada sería lo que es (incluida nuestra nación) si cada uno de los hechos históricos no hubiera sido exactamente tal cual fue. Repito: me parece una obviedad, y más allá de su valor declarativo, no veo que haya un obligado pasaje a restarle ni un poco de nuestro repudio. Para ilustrarlo de alguna manera, ningún judío sería hoy lo que es de no ser por el Holocausto (que, nos guste o no, nos identifica y define de maneras insoslayables y misteriosas, habiendo moldeado desde nuestra psique colectiva hasta nuestro arte), aunque no por ello sería aceptable que alguien, dentro de digamos cien años, comenzara a relativizar su horror con la excusa de que nos ayudó a hacer knishes más ricos o tocar mejor el clarinete. Ni siquiera, por haber sido uno de los factores que precipitaron la creación del Estado de Israel.
Para mí, algunas cosas no deberían ser objeto de este tipo de debate. No vale hacernos los modernos con una tragedia de la cual hoy casi nadie puede defenderse. Hay hechos, unos pocos a decir verdad, que no son materia opinable, no importa cuántos siglos pasen ni cuán profundamente hayan configurado nuestra propia identidad. Hay que recordar que no estamos hablando de figuritas de la Billiken sino del despojo, la reducción a la esclavitud, el confinamiento en campos de concentración, el abuso de mujeres y niños y la tortura de una cifra de seres humanos que no se conoce bien pero se cree supera ampliamente los veinte mil (sin contar la campaña similar del norte), y que los historiadores y antropólogos han hallado indicios de que se trató de una acción sistemática y no la improvisación de un par de generales alunados. Hay que recordar que esto ocurrió casi a las puertas del siglo XX, y que la razón de esta masacre fue, es cierto, despejar terrenos para la agricultura pero también, y sobre todo, repartirse botines entre latifundistas.
Por más hipotético e incluso inútil que sea el ejercicio, deberíamos detenernos a pensar que nuestra propia existencia no es razón suficiente para que todo valga, que este mismo territorio, aún si fuera más pequeño y poblado por tribus indígenas que se diezmaran unas a otras y nunca hubieran descubierto la penicilina, tendría el mismo sentido que nuestras ciudades y monumentos y libros y cafecitos de Palermo Soho a los ojos de un observador imparcial.
Sin caer en una apología innecesaria de toda cultura aborigen (también es una moda la exaltación de cada cosa que apele a los pueblos originarios), me parece que cuando la modernidad va atada a una renuncia a un derecho ético adquirido a fuerza de horrores, bien podemos pasar de ella.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Facebook o cómo banalizar la discusión sobre el aborto



Otra pancarta sobre los “cuerpos de las mujeres” en Facebook y van…
Sé que me meto en arenas movedizas, sé que algunos temas han sido catalogados por el colectivo como “complejos”, “eternos”, y por ende intratables, pero sin embargo, cuánto ganaríamos tratándolos, polemizando sin las pasiones que suelen enceguecernos, reflexionando.
La verdad es que siempre me pareció que encarar el tema del aborto desde las antagónicas perspectivas feminista o religiosa era falaz en términos iguales.
Es decir, me parece inevitable que esas voces aparezcan y sean escuchadas, pero no logro entender cómo constituyen los únicos polos desde los cuales se sigue construyendo esta antinomia inacabable.
Lo que me asombra, y no niego que probablemente se trate de un sesgo profesional, es que se insista en negligir el aspecto bioético (entendiéndose como tal esa mixtura de reciente nacimiento que intenta, no siempre con éxito, casar los conocimientos científicos con los preceptos morales y de principio de bien que algunos consensos dan por buenos).
Lejos está la bioética, es necesario decir, de haber zanjado la discusión sobre el aborto, que es, básicamente, la discusión sobre los inicios de la vida y cuándo comienza ésta a tener plenos derechos y autonomía.
Yo he notado no sin sorpresa que la mayoría de los argumentos que se utilizan habitualmente para menoscabar el derecho a la vida de un nonato pueden aplicarse fácilmente a un niño que acaba de nacer. Es decir: ambos son, en una caracterísitca casi privativamente humana, aún absolutamente dependientes de un tercero (por lo general la madre) e incapaces de autoabastecerse, ambos tienen un sistema nervioso decentemente desarrollado (lo cual es uno de los límites que la bioética explora como posible división para la condición humana per se), ambos pudieron haber sido producto de una violación o un embarazo no deseado, ambos carecen de la posibilidad de defenderse a sí mismos, ambos poseen parecidos reflejos y reacción ante noxas tales como el dolor o el stress. Parecería, para algunas defensoras de la autodeterminación en el aborto, que esa frontera arbitraria y sin embargo tan importante que es atravesar el canal de parto, hace toda la diferencia. La verdad, debo decir, es que para los que estamos familiarizados con la práctica de la medicina, la embriología y la fisiología, dicha diferencia no siempre es tan clara.
Todos hemos asistido, o participado, cuanto más no sea desde los buenos deseos, de procedimientos médicos (incluidas cirugías mayores de horas de duración) para salvar o asegurar la calidad de vida de un niño no nacido. Todos celebramos que cada vez existan equipos más sofisticados para remedar las condiciones intrauterinas (esa maravilla de ingeniería natural tan difícil de imitar) y posibilitar la vida de bebés nacidos pre término. La pregunta que me hago es por qué en algunos casos eso es un derecho inalienable y en otros no. Me pregunto si la voluntad de la madre es suficiente para trocar un mismo hecho en dos cosas tan distintas.
Con esto, aclaro, no estoy pronunciándome en contra de la legalización del aborto. Simplemente estoy haciendo notar que el tema es bastante más complejo que reducirlo a frases del estilo “soy dueña de mi cuerpo”. Creo que todos los seres más o menos honestos estamos de acuerdo en que las mujeres y los hombres somos dueños y deberíamos decidir sobre nuestros propios cuerpos: la discusión es si un feto es un órgano más o una vida independiente en sí misma, y en este último caso, desde qué momento comenzamos a considerarlo como tal.
La vez pasada una conocida muy respetable publicó un comentario que decía “Las mujeres no somos incubadoras”. Estoy segura de que debe haberse sentido muy satisfecha con su ocurrencia, pero la invito a que se pregunte si las mujeres somos, en cambio, “biberones”, y si no lo somos, por qué todos (incluida ella) se horrorizarían si una madre dejara voluntariamente de dar de comer a sus hijos al punto de provocarles la muerte. Otra vez, la línea divisoria que convierte al derecho en crimen es el nacimiento (diferencia que sigue sin entender, por ejemplo, Romina Tejerina, para quien su acto desesperado, cometido probablemente en un estado pseudopsicótico, también fue la única forma que vislumbró de liberarse del producto no deseado de una violación, y cuya consecuencia –un cargo por infanticidio- debió haberle parecido un exceso de impartición de la justicia de los hombres)
Asimismo me asombró siempre escuchar voces tan enérgicas a favor de la legalización del aborto, y tan poquitas que aboguen por lo que se supone es el paso natural previo a tamaña catástrofe: la educación sexual. Esa es, a mi modo de ver, la verdadera arma de autonomía de la mujer: no llegar al embarazo no deseado, saber decidir, lograr que la maternidad aparezca como un proceso positivo en la vida y no como un producto de la ignorancia y la falta de acceso a la información (los casos de violación son una problemática aparte aunque distan de ser la primera causa de interrupción voluntaria del embarazo).

Sin embargo, aunque muchos levantan la pancarta del aborto legal, muy pocos se interiorizan sobre la educación sexual que se imparte en la actualidad, el acceso a los métodos anticonceptivos, los servicios de salud reproductiva a los que pueden llegar mujeres y hombres de bajos recursos. Casi no existen estudios epidemiológicos que analicen el verdadero impacto de poner el máximo de los recursos en ese tipo de mejoras. Hay mucho por hacer allí antes de decidir que no queda otra que legalizar el aborto, pero por algún motivo esa gesta sigue sin ser liderada seriamente por nadie.
Otro argumento usual –y atendible, por supuesto- es la alarmante cantidad de mujeres que mueren a manos de un aborto clandestino y criminal. Esto es cierto, y terrible. Sin embargo, desde el punto de vista bioético seguimos partiendo de la petición de principios de que una vida es más valiosa que la otra, y olvidando que cualquier aborto, aún los practicados en las condiciones más favorables, conlleva un gran riesgo de morbi-mortalidad, dentro del cual no es menor la secuela psicológica. Un aborto siempre es devastador para la mujer que lo atraviesa, y, de nuevo, un enfoque hacia la solución parecería ser profundizar en las causas que la han llevado a ese embarazo, no sólo resolverle el aborto con mayor seguridad.
Habiendo dicho esto, aclaro que las razones religiosas para oponerse al aborto legal me parecen igualmente pobres y fuera de lugar. La religión, a estas alturas, debería reservarse el lugar de una simple elección de pensamiento y no arrogarse el derecho de opinar sobre las vidas ajenas. La Iglesia sigue teniendo un influjo demasiado importante en nuestra vida civil, considerando que no representa ni por asomo a las creencias de la mayoría de los habitantes de este planeta.
Dicho esto, me alegraría mucho más ver la misma cantidad de pancartas en Facebook, ya no con frases hechas y ligeras como “La mujer decide” sino a favor de que la educación y la salud lleguen a todos. Me parecería que empezamos, de una vez por todas, a discutir en el orden apropiado, no reduciendo la discusión a una mera reyerta entre perros y gatos.

jueves, 8 de marzo de 2012

El Pasado III


Intercambio de mensajes en red social:

Mujer, desconocida para mí, llamada Victoria: Hola Caro, por favor escribime al mail vicky@....
Yo:
Hola, ¿te conozco?
Ella:
Sí, soy hija de tu padre Elie
Yo (pensando, sin embargo, que no la conozco): ¡Qué sorpresa!
Es, sin embargo, la tercera o cuarta medio hermana que aparece en los últimos años, por lo cual no es tan exacto decir que me sorprende.

Y me quedo pensando si podría ser, si no es mucho pedir, que el pasado se vaya presentando de a poquito y no en oleadas tan vertiginosas.


*

Para leer al anochecer



Tiene sabor a lo de Dickens pero, increíblemente, también a Daudet o Gombrowicz. Uno mira la portada y queda automáticamente transportado a ese mundo gótico y crepuscular al cual el autor nos invita a entrar.
Tiene olor a ese libro de cuentos de fantasmas que uno leía de adolescente, saboreando el momento, a la luz de una vela cuando se cortaba la luz. Pero éste es para adultos, en un extraño sentido, por lo críptico, lo poco lineal y lo surrealista. Hay diálogos francamente imperdibles, historias que arrancan como el cuento clásico de terror pero terminan siendo sólo una promesa, el atisbo de un hecho misterioso, la víspera.
Dickens pasó, para mí, del ajado ejemplar de Oliver Twist que leía y releía de pequeña cuando fantaseaba con una huida del hogar hatillo al hombro y pan con queso como única vianda, a las páginas de hermosa y opaca tipografía del Kindle Touch. Pero sigue ahí, ajeno a los cambios de formato y, sobre todo, ajeno a mis cambios de opinión sobre su cuestionable, polémica, inefable y victoriana mirada sobre el mundo.

viernes, 17 de febrero de 2012

Entomología III: Sexo, mentiras y sobrepeso

Por esas cosas que tiene la vida, hace unos días me encontré incidentalmente compartiendo mesa con dos típicos ejemplares que alguna vez, con más lucidez y menos falta de sueño REM, describí en mi sección de entomología.
La charla versaba sobre una colega a quien me une un gran cariño pese al poco tiempo que llevo conociéndola. La chica de marras es la típica mujer que podríamos calificar de "bomba latina"- sexy, curvilínea y por sobre todas las cosas, segura de que su atractivo pasa por lugares muy distintos al modelo que nos vende la tevé. En realidad antes de este suceso no se me hubiera ocurrido empezar a describirla por su lado físico, pero los acontecimientos así lo justifican.
El caso es que las dos personitas que se sentaban a mi lado, convencidos tal vez de que contarían con mi complicidad (suelo ser bastante más empática con el humor masculino que con el femenino) comenzaron a emitir comentarios jocosos relacionados al supuesto "sobrepreso" de la chica en cuestión. Uno de ellos decidió con total convicción que a ella “le sobraban ocho kilos" y estaba, por ello, “sufriendo una involución” (sic) -todo esto, por supuesto, regado por risitas de ocasión... Oh Sigmund... el chiste y la ironía...)
Para ser sincera, el espectáculo de dos grandulones dándose codazos mientras comentan el tamaño del culo de una mujer me deja azorada. La charla no era, huelga decir, un manifiesto de preocupación sobre la salud de la chica, ni siquiera un educado comentario sobre una eventual preferencia por las mujeres flacas... era, por el contrario, el típico chascarrillo adolescente sobre el cuerpo de las mujeres, o su celulitis, o el grado en que la gravedad ha afectado sus glándulas mamarias. O sea, una pobreza de tópico. Yo, desembarazándome en el acto de la sintonía humorística que solía unirme a estos señores, no pude dejar de indignarme, aunque no tanto por "corporativismo de género" (carezco de tal) sino por un franco asombro de que hombres rondando sus cuarentas pudieran hacer un comentario tan gratuito, descalificante y empobrecedor sobre una mujer que a todos nos caía bárbaro y que es, obviando las subjetividades correspondientes, aceptablemente atractiva en los términos más convencionales de la palabra. Sospecho, a riesgo de ser cruel –pero me he propuesto que la mayor parte de mi crueldad fluya por este inofensivo blog- que ambos muchachotes tendrían que trabajar bastante para llevarse a una chica de su tipo a la cama... pero son sólo suposiciones.
No pude evitar que las siguientes preguntas acudieran en filita a mi mente: ¿quién carajo te pidió tu opinión? ¿no es dueña una mina de comerse un búfalo si se le canta?
Como era esperable, ante mis protestas de reconsiderar el exabrupto hubo una sarta de más risitas cómplices, pedidos de que me plegara al humor, y otras muestras de que la crítica estaba lejos de ser adulta y seriamente considerada. Es muy fácil, sobre todo para algunas personas que no se sienten a gusto siendo confrontadas en sus defectos, escudarse en el humor cerril para hacer frente a una opinión que los desnuda en su futilidad. Lo difícil, creo yo, es admitir que uno tal vez haya incurrido en un género de ofensa barata, bastante común por desgracia, y que alguna vez, para mala fortuna del chistoso, cae en oídos del interlocutor equivocado, esto es, el que lo confronta y lo expone en toda su pavotez.
Accesorio sería decir que quienes hablaban no eran adonis salidos del Olimpo. Inútil agregar que hasta donde yo sé tampoco están en pareja con ideales de la belleza publicitaria. Lo que me parece, en cambio, es que como tantas otras personas, quedaron presos de un discurso tramposo y simplificador que los lleva a pensar que es lícito opinar sobre la estética de las mujeres como si el mundo alrededor fuera a validar sus exabruptos sin excepción.
La verdad es que me divirtió, para variar, pararme en la vereda "feminista" por la cual no suelo caminar. Me pareció digna de asombro la negación sistemática de que existe un resabio sexista y discriminatorio en el cual, lamentablemente, muchas veces hombres y mujeres caen, y que consiste en hacer gracia de lo que no cumple con los cánones de la perfección irreal (en niños y adolescentes esto responde a una necesidad de identificación y afianzamiento de la personalidad mediante la segregación del diferente; en los adultos confieso que me tiene perpleja). Me sorprendió ver la agresividad con la que ciertos hombres se ponen, solidariamente, a defender lo indefendible, en lugar de aceptar que si fueran sus mujeres el objeto del escarnio ajeno, probablemente no estarían riéndose tan alto (aunque uno de ellos lo negó, es casi matemático que los mismos tipos que se burlan de la mujer desconocida suelen ser ridículamente cavernícolas a la hora de defender la propia o inventarle atributos que no posee).
Sentí algo parecido a otra situación ya descripta en este blog, cuando alguien que me cae simpático de pronto hace un comentario racista o discriminatorio, y pierde automáticamente todas las fichas, queda expuesto en su cortedad y superficialidad.
Amé con el alma al hombre que el azar decidió poner en mi camino, que en ese momento estaba a diez mil kilómetros de distancia y que me enamoró, entre otras cosas, por saber alabar la belleza femenina que le gusta, sin por ello caer en descalificaciones de todo el espectro restante.
No lo puedo evitar, ha vuelto la entomología a estas páginas. Los especímenes andan sueltos.

sábado, 28 de enero de 2012

Lugares Mágicos de EEUU


Hace tiempo vengo fantaseando muy intensamente con irme una temporada a estos dos lugares:
-Los Adirondacks: amanecer en el paisaje irreal de los lagos y montañas, salir a la madrugada y ver pasar un alce o un zorro caminero, creo que pienso en este viaje desde que Jerusha Abbott jugó aquí a la cacería del zorro con sus amigas bien acomodadas que podían costearse medias de seda.
-Detjeens Inn, Big Sur: tiene todo para no gustarme (el dueño, dicen, es malhumorado y fundamentalista anti progreso por lo cual no hay tevé ni en la sala de estar) pero todo para enamorarme: amanece brumoso, permanece crespuscular, su libro de visitas lo firmaron Kerouac y Henry Miller.

Por algún extraño motivo, últimamente y a pesar de viajar por los lugares más hermosos del mundo, no logro encontrar lo que busco, lo que vislumbro cuando aún estoy a miles de kilómetros y me atiborro de libros, fotos, reseñas.
Confío en que estos dos lugares mágicos me den in situ lo que me han venido dando a la distancia durante tantos pero tantos años.

viernes, 27 de enero de 2012

La Cueva de los Sueños Olvidados


Werner Herzog, además de cineasta, es nieto de un célebre arqueólogo, y el hallazgo de la gruta de Chauvet fue la llave mágica de esa preciosidad parida tiempo después: La Cueva de los Sueños Olvidados.

Me gustaría que fueran a verla todos, incluso los que abominan el cine 3D (¿y por qué entonces amar, sí, a las postales estereoscópicas de principios del siglo XX? ¿es sólo porque todo tiempo pasado fue mejor?)

Esta película tuvo, para mí, eso que tienen unas pocas –pienso ahora en La Hipótesis del Cuadro Robado-: una atmósfera onírica que se vislumbra desde la primera escena, cuando aún no hemos entrado en la cueva con los realizadores pero ya podemos oler el aire agreste de los acantilados de la Francia ancestral. Herzog logra, no sé cómo, incluir a la prehistoria en ese precioso tiempo antiguo que nos occidentales sentimos como la matriz cálida a la cual regresar, quizás precisamente porque esta película, a pesar de narrar hechos acontecidos hace treinta mil años, habla de la cultura, de la producción artística humana en tiempos en los cuales no imaginamos hombres que se nos pudieran parecer tanto.

La Cueva de los Sueños Olvidados se sumerge en las grutas de Chauvet donde alguien mucho más parecido a nosotros de lo que podríamos pensar plasmó sobre la roca unas pinturas de un lirismo asombroso. Los que piensan que el ícono del arte rupestre es la cueva de las manos, quedarán sorprendidos. Estos personajes pictóricos, es su mayoría animales, cuentan complejas historias desde su increíble concepto figurativo, y se parecen a los teatros de títeres que teníamos de niños, donde la modesta escenografía de cartón se superponía, mudaba y creaba movimiento. Los artistas utilizaron, también, el relieve de las grutas para dar sensación dinámica a las imágenes. Herzog piensa que esto es el cine en estado embrionario; a mí se me antoja más parecido a las cámaras oscuras que han utilizado los pintores desde la antigüedad, y son sin embargo fotografía propiamente dicha.

La música es hermosa, y suple en gran parte del film a las palabras que Herzog no quiso descriptivas ni documentales. Los científicos que tuvieron el privilegio de trabajar en la cueva tampoco prefieren el lenguaje académico para describir lo que han visto adentro, sino que relatan sus sensaciones, su perplejidad, la extraña comunión que sintieron al introducirse cada vez más profundo en la boca negra de la cueva (recordemos que todo fue hecho a la luz de las antorchas), la especie de inevitable profanación de volver a posar los ojos sobre imágenes tanto tiempo sepultadas.

Un hombre como nosotros, pero que convivió con los neandertales, se reconoce entre el anonimato de los otros pintores: tiene un dedo meñique quebrado, y al plasmar sus huellas nos permite, miles de años después, seguir su recorrido por las grutas donde pintó, adoró esbozos primigenios de deidades, luchó con animales monstruosos, se escondió quizás.

La huella de un oso contigua a la de un niño de unos ocho años nos llena de hipótesis a cual más intrigante: ¿se hicieron compañía? ¿uno fue la presa del otro? ¿cientos de años separan a esas dos huellas entre sí?

La calcita recubre a los fósiles y convierte a los huesos de los animales prehistóricos en bellos objetos de arte: el cráneo de un mamut brilla con luz nacarada cuando las cámaras lo barren.

Las pinturas están divididas y hay una recámara de los caballos, otra de los leones (y es gracias a este pintor anónimo que sabemos, después de siglos de imprecisiones, que el león antiguo no tuvo melena), y una donde se encuentra la única figura humana; la pelvis de una venus parecida a la de Willendorf, con tronco y cabeza de búfalo. Se ignora completamente por qué alguien pintó esta figura en la punta de una estalactita, ni qué significa que estos hombres ya pensaran en la trasmutación interespecie, qué significado le atribuían, qué clase de concepto mágico o religioso hay contenido en ese híbrido tantas veces repetido en la historia de la humanidad.

La cueva de Chauvet se cerró para siempre a la curiosidad humana, por lo cual este film y unos pocos materiales audiovisuales más son nuestra única oportunidad de asomarnos dentro y dejar que el hombre antiguo nos hable del miedo, la esperanza, la magia, el sueño. Se prenden las luces del cine y uno, literalmente, despierta.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Los ojos de la mente


Oliver Sacks, injustamente, perdió su visión estereoscópica en 2005 a expensas de un melanoma ubicado justo al lado de su fóvea derecha. Digo injustamente porque Sacks era miembro de la Sociedad Estereoscópica de Nueva York, es decir que vivía muchísimo más pendiente que el resto de nosotros de su capacidad de ver las cosas en profundidad y tridimensión. Botánico como además es, disfrutaba de discriminar cada pequeña brizna de sus helechos, cada textura de los árboles o plantas que contemplaba. No mucho antes de ser diagnosticado con el tumor ocular, había escrito un interesantísimo artículo llamado “Stereo Sue”, donde contaba la epopeya de una mujer que habiendo vivido toda su vida con visión bidimensional debido a un estrabismo infantil, había “redescubierto” el maravilloso mundo de la estereoscopia gracias a la terapia visual. Sue desconocía que su vida hubiera transcurrido despojada de lo que para otros es parte esencial de su mundo, hasta que unas simples pruebas oftalmológicas le mostraron que había otro mundo visual posible, en el cual las cosas adquirían una profundidad para ella inexplorada.

Curiosamente, muchas personas que nunca han visto de manera estereoscópica, vislumbran el mundo 3D en su duermevela, en sueños o en el aura migrañosa, lo cual parece demostrar que nuestra corteza visual viene programada con funciones que, a veces, nuestros ojos insisten en negarle. La velocidad a la cual personas como Sue recuperan la estereoscopia parece confirmar esta hipótesis, que nuestro cerebro es fuertemente visual aún cuando nunca haya sido utilizado a ese fin (hay ciegos congénitos que manifiestan tener imaginería visual y cuyas cortezas occipitales se “prenden” ante estímulos que para ellos sólo son sonoros o táctiles)

Un recuerdo de pequeña es que en casa había viejos estereoscopios e imágenes en 3D (mucho antes de que se comenzaran a utilizar en las películas de cine), ya que la técnica de generar imágenes tridimensionales se conoce desde hace más de un siglo, y consiste en explotar la función de cada ojo de ver en soledad y luego integrar una imagen única en nuestro cerebro. Muchas ilusiones ópticas también parten de este principio tan sencillo y complejo a la vez.

El libro de Oliver Sacks es un maravilloso viaje (autobiográfico de a ratos) por el universo de nuestra visión con y sin ojos, de la ceguera, la agnosia visual y las peculiaridades de una de las funciones que más definen nuestra organización de pensamiento: el fenómeno de la luz.