martes, 10 de abril de 2012

A todo Roca le llegará su Durán Barba




Como lo fue hace unos años reeditar el concepto cool sobre las figuras de Rosas y Sarmiento, la onda ahora entre algunos peronistas modernos es relativizar la imagen histórica que los progresistas tienen de la Campaña del Desierto. Tímidamente, asoman conceptos como que somos el país que somos, entre otras cosas, por gestas como la mencionada, como si tal obviedad disminuyera de algún modo la idea de barbarie que, a dios gracias, siglos de evolución en derechos humanos lograron consolidar.
Parece que ahora es plus ultra mirar todo a través de otros cristales y quienes seguimos pensando que algunas cosas, muy pocas de hecho, son blancas o negras, somos cortos o no podemos hacer una lectura analítica de la historia.
La colonización a sangre y fuego, pasados unos cuantos años, ya puede empezar a verse como una movida del TEG y no como lo que fue, o sea, la matanza y expulsión masivas de quienes fueron los antiguos moradores de esta tierra.
Está de más decir que yo no estaría en este momento cómodamente sentada en mi living de Villa Crespo si la conquista del desierto no hubiese ocurrido. Es posible, incluso, que nuestros límites territoriales fueran bastante más modestos, probablemente en beneficio de Chile u otros vecinos. Sin embargo, salta a la vista que esas injerencias tienen una importancia relativa, la importancia que le otorga el observador, y por ende no tiene sentido adjudicarles un valor per se.
Manifestaciones de ese tipo tienen, a mi modo de ver, dos lecturas: una es sencillamente repugnante, que es la de pensar que la campaña del desierto tiene, a nuestros ojos argentinos, más virtudes que defectos; la otra, una suerte de perogrullada filosófica según la cual nada sería lo que es (incluida nuestra nación) si cada uno de los hechos históricos no hubiera sido exactamente tal cual fue. Repito: me parece una obviedad, y más allá de su valor declarativo, no veo que haya un obligado pasaje a restarle ni un poco de nuestro repudio. Para ilustrarlo de alguna manera, ningún judío sería hoy lo que es de no ser por el Holocausto (que, nos guste o no, nos identifica y define de maneras insoslayables y misteriosas, habiendo moldeado desde nuestra psique colectiva hasta nuestro arte), aunque no por ello sería aceptable que alguien, dentro de digamos cien años, comenzara a relativizar su horror con la excusa de que nos ayudó a hacer knishes más ricos o tocar mejor el clarinete. Ni siquiera, por haber sido uno de los factores que precipitaron la creación del Estado de Israel.
Para mí, algunas cosas no deberían ser objeto de este tipo de debate. No vale hacernos los modernos con una tragedia de la cual hoy casi nadie puede defenderse. Hay hechos, unos pocos a decir verdad, que no son materia opinable, no importa cuántos siglos pasen ni cuán profundamente hayan configurado nuestra propia identidad. Hay que recordar que no estamos hablando de figuritas de la Billiken sino del despojo, la reducción a la esclavitud, el confinamiento en campos de concentración, el abuso de mujeres y niños y la tortura de una cifra de seres humanos que no se conoce bien pero se cree supera ampliamente los veinte mil (sin contar la campaña similar del norte), y que los historiadores y antropólogos han hallado indicios de que se trató de una acción sistemática y no la improvisación de un par de generales alunados. Hay que recordar que esto ocurrió casi a las puertas del siglo XX, y que la razón de esta masacre fue, es cierto, despejar terrenos para la agricultura pero también, y sobre todo, repartirse botines entre latifundistas.
Por más hipotético e incluso inútil que sea el ejercicio, deberíamos detenernos a pensar que nuestra propia existencia no es razón suficiente para que todo valga, que este mismo territorio, aún si fuera más pequeño y poblado por tribus indígenas que se diezmaran unas a otras y nunca hubieran descubierto la penicilina, tendría el mismo sentido que nuestras ciudades y monumentos y libros y cafecitos de Palermo Soho a los ojos de un observador imparcial.
Sin caer en una apología innecesaria de toda cultura aborigen (también es una moda la exaltación de cada cosa que apele a los pueblos originarios), me parece que cuando la modernidad va atada a una renuncia a un derecho ético adquirido a fuerza de horrores, bien podemos pasar de ella.

No hay comentarios: