viernes, 11 de abril de 2014

Donde todo comienza

“-Lo primero era un espermatozoide que tenía ojos, y de eso salió un renacuajo, y de eso los reptiles, y después los dinosaurios…”
Los conceptos biológicos de Uri son cada vez más consistentes, claro, pero me enternece ese momento en el cual todavía ni siquiera se plantean las preguntas correctas, donde hay un mundo fantástico que da explicación a tantas cosas, y está bien que así sea.
Entonces como no puedo con mi genio le explico que un espermatozoide es en realidad una célula bastante evolucionada y que antes de eso hubo muchos pasos que condujeron a la vida en la Tierra.
Hablamos, por espacio de una hora, de lo que es dominio de la biología pero también de la filosofía: ¿qué dio comienzo a la vida? ¿dónde se dibujó la línea divisoria entre los ingredientes sueltos (así se lo grafico) y la primera combinación que pudo considerarse “viva”? Le cuento cómo somos, finalmente, polvo de estrellas, porque los ingredientes que necesitábamos no estaban en este páramo rocoso que era la Tierra sino en el centro de las estrellas, desde donde viajaron hasta aquí en las aerolíneas más exóticas: meteoritos, choques celestiales, detritos del espacio.
Le cuento también cómo aparentemente toda esa materia prima yacía en su caldo primordial que es el agua y algo, probablemente un impulso eléctrico parecido al que animó a Frankenstein, agrupó a las moléculas en la primera frontera entre lo vivo y lo inanimado: una membrana celular que definía un "interior" y a la vez lo protegía. Y cómo a partir de allí, todo lo que conocemos como vivo floreció imparable.
Aprovecho para explicarle eso que sabemos desde hace tan sólo semanas y que aparentemente implica una verdad asombrosa e inabarcable: el descubrimiento de las ondas gravitacionales en el “borde” de nuestro universo, allí donde es lejano y frío y antiguo, que lleva a concluir que lo que conocemos como universo sería, en realidad, un multiverso, un conjunto de cosmos (quién sabe cuántos), tan complejos y enormes como este, rodeados por su propia burbuja (que quizás se parezca a esa membrana primigenia) y a priori desconectados entre sí. A Uri le gusta la idea de las burbujas y, por supuesto, piensa que algún día llegaremos a la frontera de nuestro propio universo para atisbar las brumas de los universos vecinos.
Y en algún momento, porque se agota este tema de la biología y la cosmología antiguas (y qué asombroso que no se agotara antes, siendo mi maravilloso niño de sólo nueve años), le propongo cantarnos canciones. Se recuesta sobre mí, tiene algo de tos, me digo que este será un recuerdo de su niñez: yo enfermo, recostado sobre el pecho de mi madre, cantándonos canciones, que así se construyen esas fotografías de la infancia. Elijo cantarle primero Canción de Alicia en el País; le gusta, la conoce. Después se me ocurre cantarle Seminare. Sucede que Seminare, antes de convertirse para mí y para toda una generación en la canción de rigor de los fogones, antes de gastarse, era una canción genial, ¿pero qué canción inaugural de nuestra adolescencia no es hermosa? Y tengo un recuerdo muy específico ligado a esa canción: la estamos cantando luego de alguna fiesta, acompañados de un par de guitarras (una de las cuales soy yo), mi grupo del Teatro Escuela: Lucrecia, Yanina, Eduardo, Lionel… Y Yanina, que era una hermosa chica, especial, alunada, empieza a cantarla sola y yo respondo espontáneamente desde la inocencia de mis dieciséis años a cada una de sus estrofas: “Nena nadie te va a hacer mal…” canta ella, –“Mentira!”, exclamo yo, seguramente desde la primera decepción amorosa o algo parecido- “Pero nunca te encontrarás al escaparte” –“Eso es verdad!”, agrego.
Pero hoy, veinte años después, yo le estoy cantando esta misma canción a mi hijo que nada sabe de mis días del Teatro Escuela y entonces algo mágico sucede:
Yo le canto, estoy a la mitad de la canción, y oigo que Uri me dice despacito, luego de cada frase: “Eso no es verdad”… “Eso es verdad”…
Me quedo muda.
Por supuesto, no son los mismos versos los que responde; él está interesado en decirme que no es verdad que estemos en la calle de la sensación, pero que sí es verdad que estamos muy lejos del sol que quema de amor… claro, las verdades y mentiras de los nueve no son las mismas que las de los dieciséis.
Y una vez más, las cosas se anudan, y para colmo ahora sabemos que se anudan en un multiverso todavía más amplio, y que en esta infinitesimal parte del mismo somos dos partículas primordiales hablando de las mismas cosas; ¿por dónde viajarán? ¿qué otras maravillas descubriremos sobre la mágica hélice que codifica nuestra vida?


Me siento pequeña e ignorante y un poquito triste por todo lo que no veré, pero en sintonía con algo enorme. Y que no sea místico ni religioso en absoluto, es la parte más hermosa de todo.

sábado, 5 de abril de 2014

Hay un murciélago en mi sopa

Hoy en día, para conseguir un trabajo de mediana jerarquía en la Argentina, es virtualmente imposible no pasar por uno de esos exámenes “psicotécnicos”. 
De alguna manera, todos hemos “validado” que se trata de una instancia normal, y a ella nos sometemos, sin jamás cuestionarla ni preguntar a los futuros empleadores la razón de esta herramienta, el valor que agregará a la tarea de perfilarnos.
Claro, es difícil desafiar o cuestionar el buen criterio de quienes justamente serán los encargados de decidir nuestro futuro laboral. La cosa es asimétrica y entonces ahí va uno, tratando de que los dioses le permitan dibujar el arbolito en la forma correcta, o de decir que ven cosas que en realidad no ven pero que “se sabe” son un diez en el test de Roscharch. Algunos de nosotros vamos incluso imbuidos de una especie de tristeza de saber que la experiencia en sí no suma demasiado per se y que lo verdaderamente importante es congraciarse con el psicólogo de turno. 
La realidad, sin embargo, es que la validez de los tests proyectivos está siendo cada vez más cuestionada y no ya desde los individuos que se ven obligados a hacerlos, sino desde la comunidad científica que les pide creciente rigor científico a las escalas, pruebas y cuestionarios que serán utilizados en humanos. Hay múltiples trabajos y meta-análisis que estudiaron la débil confiabilidad que tienen estos tests, y algunas de las razones esgrimidas son las siguientes:
 -Si se parte del presupuesto de que cualquier sujeto, independientemente de su conocimiento previo de los tests, terminará proyectando en éstos su subjetividad, su mundo interior y su propia interpretación de las cosas, ¿qué nos hace pensar que el observador, humano él también, no será víctima de la misma subjetividad, proyección e interpretación propia a la hora de analizarlos? 
-¿Es válido seguir utilizando técnicas que tienen en algunos casos ochenta años de antigüedad, cuando nuestro conocimiento de la mente humana, la psicología científica y las neurociencias han avanzado a pasos tan agigantados desde entonces? ¿Realmente creemos que el entorno social, por ejemplo, es el mismo que hace cincuenta años? 
-¿Es válido asumir que los test proyectivos resisten variaciones culturales y antropológicas? ¿Representa lo mismo una mariposa para un descendiente de guaraníes que para un alemán? 
-Test de HTP y otros dibujos: pese a lo que muchos puedan creer, no hay estudios sistematizados que validen el “correlato” entre las características de los dibujos y los rasgos de la personalidad, excepto para el caso de omisión o deformación de partes del cuerpo humano, que se correlacionan con suficiente repetición con trastornos psíquicos. Para todo el resto, (la chimenea representa lo sexual, los planos derecho o izquierdo tal o cual cosa, etc etc), la realidad es que no hay más sustento que el corpus de creencias de la comunidad de psicólogos, en su mayoría como desprendimiento del psicoanálisis, disciplina ya de por sí cuestionada en los días que corren. 
 Es decir, no se han realizado estudios bien controlados que puedan demostrar con fuerza estadística que estos postulados son reales. Basta leer algunas de las “asociaciones” que se buscan en estos dibujos y no se puede evitar cierto aire a algo pueril, simplista, hasta poético si se quiere: 

Partes de la persona 
Cabeza: inteligencia, comunicación e imaginación. 
Cara: comunicación y sociabilidad. 
Pelo: sexualidad, virilidad y sensualidad. 
Ojos: comunicación social y percepción del mundo. 
Boca: sensualidad, sexualidad, comunicación verbal y nutrición. 
Nariz: símbolo fálico. 
Manos: mundo afectivo, agresividad, etc. 
Cuello: control de los impulsos. 
Brazos: adaptación e integración con el mundo social. 
Piernas: contacto con la realidad, sostén, estabilidad y seguridad. 
Pies: sexualidad y agresividad. 

 Si pensamos por un minuto la cantidad de diagnósticos o decisiones laborales que se hacen a diario basándose en estos principios, resulta un tanto inquietante. 
La realidad es que, en el mejor de los casos, los test proyectivos otorgan lo que se conoce como “validez aditiva”, es decir, vendrían a complementar lo que de todos modos ya se sospecha por medio de métodos menos ambiciosos y más honestos para con el sujeto, como la entrevista y los tests objetivos (aquellos en los que se preguntan una serie de cuestiones de manera directa sobre la personalidad del entrevistado).
El principal argumento para seguir utilizándolos es, una vez más, la “carga histórica”, como si se desprendiera de natural que lo que se viene usando hace decenios es por default lo mejor o lo bueno. En un ámbito tan dinámico como lo es el de las neurociencias, aparenta ser un argumento muy endeble. 
El segundo factor, nada despreciable, es que existe un lucro detrás de estas actividades, que excede lo que sería el lógico y esperable quehacer de un profesional que con todo derecho pretende ganar dinero de su saber. Hay centenares de empresas y consultoras exclusivamente dedicadas a proveer de estos servicios, y diseminar el concepto de que las pruebas proyectivas no tienen real validez en el mundo moderno, equivaldría al fin de todas ellas, o a la necesidad de reinventar de manera dramática el valor agregado que ofrecen. 
Todo esto sería una simple anécdota si no fuera porque impacta de manera directa en la vida real de personas reales; todos conocemos casos de aplicantes que “estaban por entrar” y en el último momento fallaron a la prueba psicotécnica, y es inevitable plantearse la pregunta de si una sola instancia de dos horas con una persona que jamás nos ha visto ni conoce en profundidad nuestras circunstancias, puede determinar de forma tan inapelable nuestra construcción de futuro.