lunes, 13 de septiembre de 2010

Casualidades, Eugenia de Montijo y el efecto Carolina

AB, gran amigo y valor, ha dado en llamar “efecto Carolina” a un curioso fenómeno que según él le ocurre muy seguido, por el cual las “casualidades” (vamos a llamarlas así por el momento) siempre se le presentan de a pares. Ejemplo: visita a un paciente llamado Ferrari, y el siguiente que va a ver vive en la calle Ferrari. Le mencionan un determinado artista, y ese mismo día prende la tele y es a ese artista precisamente a quien ve. De esas tiene un montón.
Quizás, precisamente, porque yo soy una especie de racionalista abogado del diablo que insiste en explicar estos eventos mediante la ley de probabilidades y otras cosas la mar de complicadas, es que AB decidió bautizar el fenómeno con mi nombre.
Y a mí, desde que AB me ungió con ese honor, y a fuerza de ser honesta, se me empezaron a cruzar efectos Carolina a diestra y siniestra.
Pocos días después de haberle refutado cariñosamente alguno de estos sucesos, me pasó a mí misma de estar leyendo en un avión de aerolíneas Sol (avión marca Saab, por cierto) cuando resulta que en la novela de ocasión el protagonista sueco conduce un auto de igual marca. Sin terminar allí, me bajo del avión en Rosario y mi remise se ve atascado en un embotellamiento provocado por un camión…. marca Saab por supuesto.
Y como hace muy poco hablé del lazo invisible que parece unir a todos los libros que leo, por disparatada y caprichosa que sea la elección de los mismos, debo reconocer que el efecto Carolina se presenta con alarmante frecuencia cuando de lecturas se trata.
Ya he contado cómo, en muchísimas ocasiones, un libro que leo hace referencia a algún aspecto del anterior, sin que haya ninguna relación aparente entre ambos.
El último ejemplo me ocurrió hoy mismo, mientras leía “Pisando los Talones” de Henning Mankell, libro que compré ayer y estoy leyendo en simultáneo con una biografía de Eugenia de Montijo (leer dos o más libros en simultáneo es síntoma inequívoco de labilidad psiquiátrica en mi caso). En uno de los pasajes, dice Eugenia a un enamoradísimo Conde de Feuillet, refiriéndose a su monótona vida en la corte: “Casi se podría poner en hora un reloj al ver lo que yo estoy haciendo”. Y hoy –en realidad hace unos años, cuando Mankell dio vida a su maravilloso inspector Wallander, le hizo decir respecto a un colega policía recientemente asesinado:
-(…) ¿Qué era lo que solían decir de él..? Que se podía poner el reloj en hora con sólo ver lo que estaba haciendo. Era muy estricto en sus horarios.
Ya lo sé, la frase no desborda originalidad, pero aún así, las probabilidades de que apareciera en dos libros sucesivos que elegí en circunstancias –y lugares- tan distintos, lo eleva a la categoría de efecto Carolina sin dudarlo.
Los desafío a que empiecen a contar la cantidad de veces que aparece el efecto Carolina en sus vidas, a ver si AB puede darle visos de seriedad reuniendo una muestra representativa, y de ese modo sacia mi sed inacabable de empirismo.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Flora


Resulta que a Alejandra Pizarnik, de niña, le decían Blímele (vendría a ser florcita, o capullito, en yiddish), porque su primer nombre era Flora.
Hace unos meses soñé que tenía una beba y la llamaba Flora. De pronto, el nombre algo anticuado tuvo todo el sentido del mundo: me gusta la botánica, amo las flores, antes de mis jaquecas terribles cierro los ojos y puedo ver imágenes de estampados floreados –que por algún motivo quedaron ahí, imbricados entre la corteza visual y el sistema límbico- a cual más hermoso. Y Flora empezó a ser entonces un nombre genial, desplazando incluso a Anais, que era el que originalmente habíamos soñado con P para una eventual hija mujer.
Descubrir ahora que una de mis poetisas favoritas también llevó ese nombre, no deja de tener su encanto. Es una de esas “rimas” de las que hablaba Paul Auster refiriéndose a las casualidades que no llegan a ser impresionantes pero aún así nos conmueven de algún modo.

La dulzura de los diminutivos en yiddish (que mis abuelos habían extrapolado a casi toda palabra cariñosa, llamándome incluso muñécale o dúlcele), es uno de los recuerdos más hermosos que tengo de mi infancia. Méidele, que quiere decir nenita, o Shéindele (hermosita) eran mis preferidos.

¿Algún día existirá Blímele para mí?