viernes, 23 de diciembre de 2016

El Gen Egoísta

Ayer estuve en un entierro, el del padre de un amigo.
Los entierros son situaciones muy crudas: nos exponen a la reacción humana ante la muerte, ante la parte física de la muerte sobre todo; después vendrán la reflexión, la soledad, la nostalgia, pero en ese momento lo que nos desgarra es un cuerpo bajando a la tierra, separándose definitivamente de la cotidianidad que nos unía a él, convirtiéndose en ese polvo al que tanto tememos desde los albores de la humanidad.
Me pregunté: ¿por qué tememos tanto a la muerte? ¿Por qué es tan difícil hablar de ella, aceptarla, enfrentarla como una parte más del ciclo vital, probablemente la más segura e inevitable de todas? No todos daremos a luz, no todos envejeceremos, ni siquiera todos enfermaremos, pero indudablemente todos vamos a morir. Millones mueren todos los días en el mismo mundo que habitamos, y lo cotidiano del asunto no hace que pierda ni un poco de su carácter temible e innombrable.
Existe una razón evolutiva: todos los seres vivos, desde un mamífero a una espora, nacen programados para evitar su propia muerte. El miedo instintivo a la muerte, que incluso sienten quienes han tomado la determinación de morir, es sólo un componente psicológico de este programa. Sin él, sería imposible crear el escenario para la longevidad de las especies. Si los seres vivos se dejasen matar o invadir por gérmenes o incluso, si pusieran fin a sus vidas como hecho común, no podría pensarse en una especie robusta con chances de reinar en la tierra.
Y la segunda pregunta, entonces, es ¿por qué debemos morir? La respuesta la da, nuevamente, la evolución. Tenemos que morir para que la especie siga robusteciéndose, mejorando desde el punto de vista biológico, y eso no es posible en el lapso de tiempo intra-individuo sino con la acumulación de cambios genéticos, adaptaciones y selecciones naturales que sólo suceden a una escala generacional. La naturaleza produce cambios a un ritmo que resulta sorprendentemente lento para la medida de la vida humana. No veremos la desaparición de nuestro dedo pequeño del pie, un rudimento totalmente innecesario para la vida bípeda, sino que la verán nuestros descendientes, dentro de muchas generaciones. Y lo mismo le ocurre a las bacterias, a los árboles y los helechos.
Ahora entendemos que nacimos programados para evitar la muerte, y que eso responde a la necesidad de dar lugar a mejoras en nuestra estirpe, pero entonces, ¿por qué nos duele tanto la muerte ajena, por qué nos apegamos tanto a algunos congéneres? ¿Será cierto eso de que el amor no es sino un mecanismo más para perpetuar la especie? Algo de eso debe haber, sin ánimo de despreciar el costado espiritual del asunto. Somos animales gregarios, nos sentimos mejor estando acompañados, existe un instinto que nos lleva a proteger a nuestra descendencia hasta que es capaz de valerse por sí misma, incluso formamos parejas –en la mayoría de los casos- que duren el tiempo suficiente para acompañar juntos las primeras etapas de ese cachorro que no podría subsistir sin el auxilio de los adultos. Todo suena, una vez más, al llamado del ADN que no puede permitirse pérdidas indiscriminadas en su linaje. Richard Dawkins, acertadamente, lo llamó “el gen egoísta”.
Puede no ser muy gratificante para nuestro espíritu narcisista pero, en efecto, parecería que el individuo debe sacrificarse a la comunidad, evolutivamente hablando.
Hace muchos años, cuando trabajaba en una biblioteca, una de mis lectoras regulares que llamaremos Eleonora y estaba cursando las últimas semanas de su embarazo, perdió a su padre luego de una larga enfermedad terminal. La esperanza de Eleonora era que su padre pudiera llegar a conocer a su nieto, y que eso no sucediera la había devastado hasta tal punto que no le era posible conectar emocionalmente con su bebé.
Un día, Elenora vino muy conmovida a la biblioteca y me contó que su padre se le había aparecido en sueños, con una frase críptica: “Lo importante no es el eslabón, sino la cadena”. Ese sueño de alguna manera la había aliviado; lo interpretaba como una metáfora de que no éramos tan importantes como individuos sino como piezas de un linaje que en su caso continuaba con ese niño por nacer.
Algunos años más tarde, Eleonora descubrió por azar esa misma frase –o una muy parecida- en algún versículo de la Torá, y todo terminó de tener sentido para ella.
Sin ser religiosa, creo que quien inscribió esa metáfora en la Torá, hace miles de años, conocía muy bien algunos de los secretos de este intrincado universo: que hay un legado (hoy lo llamaríamos genoma) que se transmite de padres a hijos como un testigo, y que cada uno de nosotros como ente individual resulta menos importante que la cadena que vamos formando con cada generación.
Nada de esto hace que la muerte duela menos. Sea un mecanismo biológico o no, el duelo es el trance más doloroso de nuestras vidas, porque significa una despedida y a la vez un reflejo de lo mismo que nos espera a todos nosotros, ese fin del que nada sabemos y al que todos caminamos sin pausa. Es cierto eso de que estamos muriendo desde el día que nacimos.
La última pregunta, de la cual personalmente tengo la respuesta hace tiempo, es si vale la pena transitar el “valle de lágrimas”, esta vida trágica según la veía Unamuno, por esa sola chispa de mutua compañía que nos hacemos por un breve momento del espacio.

Somos el hardware ciego de un programa mucho más sabio que nosotros, y, paradójicamente, somos quienes hacemos todas las preguntas.

Corre Usaín Bolt

14 de Agosto de 2016, 22.30 hs. P. me llama: “Tenés que ver esto, es la final de los cien metros llanos, corre Usaín Bolt”. Me lo dice con una ilusión, un brillo en los ojos, que me hace doblemente duro tener que decirle que los cien metros llanos masculinos deben estar entre las veinte cosas que menos me interesan en la vida.
Sin embargo, P. no es un marginal en esto de la pasión por los cien metros llanos. Parece, a juzgar por la emoción con la que la relatora habla de este nuevo triunfo de Bolt, que estamos ante un evento de proporciones mayúsculas. El rating acompaña con cientos de miles de tele espectadores. La audiencia contiene la respiración mientras un hombre, evidentemente no por primera vez, corre más veloz que los otros veinte que compiten con él.
Ya en otros posts hablé de mi perplejidad ante la pasión que desatan ciertos deportes olímpicos: resulta que nos excita que un hombre pueda cubrir cien metros en 12.5 segundos, cuando no es eso lo que, precisamente, nos distingue como especie de una mosca drosófila o un cheetah. Pero no voy a volver sobre lo mismo.
Lo que despertó mi curiosidad hoy, probablemente imbuida por el libro que estoy leyendo (“The Quotable Feynman”) es que las masas se prendan al televisor cuando un hombre corre cien metros (gesta que, como mínimo, no parece imposible ni extraordinaria), y nadie, y cuando digo nadie es NADIE, de las personas que conozco, aguarde con un mínimo de intriga el resultado de, por poner un ejemplo que todos conocen, la entrega de los premios Nobel o el primer encendido de la máquina de dios.
La primera hipótesis que surge, es que por supuesto, la mayoría de los deportes y sus reglas son relativamente fáciles de comprender, mientras que muchos de los hitos que merecen un Nobel requieren algo más de complejidad en su interpretación. Puede ser. Digo puede, porque seguramente eso aplica al Nobel de Matemáticas; es altamente probable que si me explican el mérito del último ganador, no pueda entender nada, menos incluso que cuando P. trata de explicarme las reglas del bádmington.
¿Pero y qué hay de los otros adelantos de la ciencia, que como el mismo Feynman la definía, sigue siendo la mayor aventura que la mente humana haya emprendido jamás?
¿Nos debería ser indiferente el Nóbel de Física? La mayoría de los merecimientos en física puede ser decentemente explicada al público lego, en unas pocas frases. Si nos quisiéramos poner incluso pragmáticos, la mayoría de los mismos incluso en el campo de la física teórica, tiene algún impacto que podemos prever en nuestra vida o al menos en la forma que deberíamos mirar al universo que nos rodea. Basta solo pensar en la cantidad de gente que se ha visto afectada, para bien o para mal, por la bomba atómica, el GPS o la resonancia magnética.
¿Y qué hay del Nóbel de Medicina? ¿No nos deberían importar, y mucho, los adelantos en biología? ¿No hay ni un poquito de emoción al pensar en el enorme proyecto del genoma humano, sólo por mencionar “una que sepamos todos”?
¿Alguien que ustedes conozcan contuvo la respiración la primera vez que encendieron el colisionador de hadrones, también llamado “Máquina de Dios”, en el CERN de Suiza? Los invito a ver el documental que se filmó al respecto, que recoge, con mucha menos ambición que cualquier película sobre un corredor olímpico, la labor de los cientos de personas que trabajaron allí, el dramático primer intento fallido de encenderlo, y la emocionante victoria final, esos trazos parecidos a un electrocardiograma que nadie comprende aunque sí es universalmente clara la emoción de Fabiola Gianotti, la científica italiana encargada de comunicar al mundo la buena nueva: hemos probado empíricamente la existencia de una nueva partícula subatómica, el bosón de Higgs, el cual ya se había predicho teóricamente años antes, y nos ayuda a comenzar a entender cómo se interrelacionan las fuerzas físicas conocidas y qué es la materia.

A mí personalmente no me parece que sea una polémica a dirimir en términos de “ciencia vs. deporte”, o “nerds vs. gente normal”. Lo que creo es que, pese a los denodados esfuerzos de divulgadores geniales como el propio Feynman o Carl Sagan o el más moderno y “trendie” Brian Cox, se ha fallado en algo fundamental que tiene que ver con cómo encendemos la chispa de la curiosidad por el descubrimiento a edades tempranas. Me niego a creer que haya niños que no se maravillen cuando se les cuenta por primera vez la gran aventura del conocimiento cósmico, incluso la teoría de la relatividad, que nos abre la puerta a conjeturas tan intrigantes como el viaje en el tiempo o los agujeros de gusano. Creo que simplemente debe tratarse del lugar que estos temas ocupan en la agenda; basta con encender la televisión y ver cuántos programas hay de deportes o entretenimiento, y cuántos dedicados a enseñar la ciencia desde un lugar divertido o novedoso.
Y es una lástima, porque pasamos de una edad oscura donde sólo unos pocos grandes hombres poseían el saber completo, a otra donde las comunicaciones nos ponen en la palma de la mano la posibilidad de saber, casi en tiempo real, cuál es el corpus actualizado de conocimiento de casi cualquier tema existente. Y no lo sabemos aprovechar. Si tu hijo viene entusiasmado del colegio contándote que en el átomo, los electrones orbitan alrededor del núcleo igual que los planetas alrededor de Sol, felicitaciones, volviste a mil novecientos once. Los “trending topics” ahora están del lado de cuántas dimensiones tiene realmente este universo nuestro, e incluso si no se trata de “multiversos“ coexistentes en lugar de uno solo (teoría que tiene varios números comprados para resultar ganadora), o las grandes posibilidades de que vivamos en una realidad simulada. Es todo mucho más maravilloso que lo que sabe el ciudadano promedio. Y lo que hay es desidia, no falta de acceso a la información.
Hay veces, como por ejemplo cuando veo las miles de personas reunidas para escuchar las Ted Talks, que creo que podemos ir hacia alguna alternativa posible, donde las personas que tuvieron acceso a la educación abran los ojos a la cantidad de maravillas que ocurren gracias a héroes contemporáneos que no patean una pelota. Pero otras veces, como esta semana tan saturada de noticias olímpicas, creo que a casi nadie le interesa, que es una batalla perdida, y que eso hace que tan pocos niños sueñen con ser astrónomos, biólogos o físicos, cuando sobran los que quieren ser cantantes o arqueros.
Y me parece que nos estamos perdiendo una gran oportunidad que tenemos como generación, que no tuvo casi ninguna otra. Que inventamos geniales herramientas para estar conectados e informados todo el tiempo, pero poca cosa corre por esos canales además de información fútil y pasajera, pequeñísima en relación a tantas otras que pasan desapercibidas.

Conocer y comprender, lejos de lo que podría pensarse, abre las puertas de la imaginación, de la maravilla, incluso del entretenimiento. No puedo entender por qué tan poca gente acepta la invitación.

Aura II

Cuando era chica, pensaba que había sido tocada por una varita mágica.
Jugaba con amigos, tenía muñecas, perros, jardín y todo lo que un niño necesita para colmar su fantasía. Pero mis mundos imaginarios, desde que tengo memoria, discurrieron por otra parte.
Ya de muy pequeña (mis primeros recuerdos son notablemente precoces, los sitúo alrededor de los tres años), había cierta atmósfera onírica que me acompañaba a todas partes, y que muy tempranamente aprendí a reconocer como rara, distinta, peculiar.
Los años pasaron y por supuesto al pensamiento mágico (preguntarme si todas esas imágenes tan barrocas podrían pertenecer a una vida pasada), siguió una era racionalista que nunca me abandonó a decir verdad.
Aprendí a reconocer, que incluso muchas veces sin una jaqueca que lo siguiera, existía este estado particular de la consciencia donde todos los sentidos se afinaban y aparecían, incluso, recuerdos o sensaciones imposibles de ser ubicados en ningún punto concreto del pasado.
Cuando uno tiene un aura, es posible que el más tenue de los perfumes, por ejemplo ese primer aire de la primavera o el olor a lluvia, lo ponga en un estado para-real, donde se es totalmente capaz de interactuar y proseguir con el presente, mientras la vida interior bulle de sensaciones, sentimientos, añoranzas, incluso nostalgias por tiempos o espacios que muy posiblemente ni siquiera existan.
No tengo ninguna analogía más cercana que la de compararlo a la sensación que se tiene segundos después de emerger de un sueño particularmente intenso: hay un residuo onírico que se resiste a irse, cierta irrealidad, que se disipa tan rápido que al rato parece imposible haberla experimentado.
Y qué felicidad cuando alguna cosa que sí existe nos acerca a lo que no: una frase de Proust o Modiano, un cielo cargado de nubes pizarra en Ámsterdam, el perfume efímero de alguna paseante, pequeñas cosas que parecen escapadas de ese universo paralelo que muy rara vez nos toca vislumbrar.
Oliver Sacks llama a estos fenómenos “duermevelas”, “ensueños”, o “reminiscencias forzadas”. Nadie sabe bien de dónde vienen. Son de naturaleza parecida a los “déja-vu” o “jamais-vu”.

Para muchos, las auras son desagradables, mensajeras de la crisis migrañosa que se avecina. Para mí siempre fueron hermosas compañeras, ese ángel que sopla el sueño en el oído del durmiente.