lunes, 16 de agosto de 2010

Nada -o los libros que llegan por azar

El otro día volvía a contar a un siempre asombrado P, mi azarosa relación con los libros y el heterodoxo método que empleo a veces para elegirlos. Últimamente soy habitué de una librería de viejo que está sobre la Avenida Santa Fe- desde afuera no es nada prometedora pero su interior resulta una fuente inagotable de hallazgos literarios. Resulta que en esta librería sigo aplicando una de las técnicas que más me gusta a la hora de elegir lectura, que es básicamente dejarme llevar por el libro-objeto: por su forma, olor, cubierta, colores, y muy importante aún, tipografía. En segundo lugar suelo dar crédito a la ubicación dentro de la librería e incluso del estante. Este método no ha dejado nunca de darme satisfacciones y hasta sucesos no del todo despojados de cierta mística, como verme conducida a una secuencia de libros o autores conectados entre sí, cuando la selección había sido del todo caprichosa y librada al azar. Casi nunca, debo reconocerlo, me falló este tipo de elección.
De más está decir que la mayoría de las veces entro a una librería sabiendo lo que quiero y eligiéndolo a consciencia, pero hay momentos lunares en los cuales dejo que los libros me elijan a mí. Y ahí están ellos, ofreciéndose desde sus portadas coloridas, o insinuándose medio escondidos en una pila de ejemplares comprados a un buhonero, todavía sin clasificar, sin precio, sin sector asignado dentro de la librería.
Mi último hallazgo gracias a esta manía mía fue la española Carmen Laforet. Por poco dinero, pude hacerme del volumen I de sus obras completas (el II jamás apareció, lo cual no le quita cierto encanto), una hermosa edición de papel de biblia de esas que se hacían antes, con bordes dorados y tapa de cuero.
La primera novela corta, Nada, me la devoré en dos noches. Luego habría de enterarme de lo importante que fue esta obra como una voz que se alzaba en la España de los años cuarenta, pero fue bueno leerla libre de todo prejuicio, sin saber si era una novela sin gran importancia o un premio literario de las ligas mayores.
La verdad es que aún sin saber nada de esta escritora, noté enseguida que estaba en presencia de una especie de Emily Bronte de las letras españolas. El ambiente lúgubre, opresivo, dentro del cual florece el personaje femenino –que uno no puede dejar de pensar autobiográfico-, recuerda en gran medida a Cumbres Borrascosas, incluso en lo sombrío del antihéroe que gravita como un centro de atracción y repulsión a la vez. No falta tampoco el elemento bohemio, surrealista, representado en el castillo derruido donde un grupo de artistas locos tienen su buhardilla.
Como me suele pasar, después de terminada la novelita busqué la biografía de la autora. Efectivamente se trata de una escritora muy respetada, de gran prestigio sobre todo en la inmediata posguerra, cuando a pesar de su juventud se hizo con muchos premios importantes de la literatura hispana.
Me decepcionó un poco que hubiera muerto de Alzheimer a sus largos noventas. Casi podía ver venir que, como tantas de mi cenáculo literario, se hubiera suicidado (hubo una época en la cual casi sin excepción toda escritora que me fascinaba era suicida y/o bisexual). Sin embargo, Carmen Laforet abandonó este mundo en la placidez de ya no recordar nada y, seguramente, el aburrimiento que debió darle un poco el extenderse tanto en la vida.
Su foto recuerda vagamente a Sylvia Plath y su nombre tiene reminiscencias arbóreas (“el bosque”). Todo muy apropiado para la estación.

sábado, 14 de agosto de 2010

El Socialismo de los Imbéciles

Estoy definitivamente podrida. Harta, de toda hartedad. Harta de que la mediocridad y la ignorancia sigan manifestándose con tanta vigencia.
Para que esto se entienda quizás debería comenzar por explicar que soy judía. Probablemente quienes leen este blog lo saben. A pesar de que soy atea, agnóstica, casi podríamos decir que enemiga de todo pensamiento religioso o místico, mi identidad sigue siendo judía (más que nada porque el judaísmo, lejos de ser solamente una religión, es también un pueblo y todo aquello que lo conglomera: tradiciones, cultura, lengua, fiestas, historia, herencia, identidad)
Soy judía pero hay muchas cosas (mi apellido equívoco, mi pinta de “turca” –aunque en Israel parezca definitivamente israelí-, mi aparente desinterés por la faceta religiosa del tema) que hacen que quienes me rodean tarden en darse cuenta de que lo soy. El tema, digamos, no aparece a menos de que la conversación por allí derive; es decir, no suelo sacarlo espontáneamente.
Pero cuando el tema sale, finalmente, en un porcentaje alarmantemente alto para mi desconcierto, suele dejar en evidencia un solapado antisemitismo que mis interlocutores no se esfuerzan en disfrazar, dado que ni sospechan que soy judía.
A ver si se entiende: estoy podrida, harta de toda hartedad, de tener que desilusionarme tarde o temprano de personas que empiezan pareciendo normales pero en algún momento sueltan el comentario obligado de antisemita Light. Y de que encima lo hagan con gesto canchero, esperando mi aprobación o mi complicidad. Harta de toda hartedad de que muchas afinidades aparentes (por ejemplo, cierta pertenencia a lo que podríamos llamar la centroizquierda) me terminen poniendo enfrente de personas que, lejos de ser afines, se despachan con el comentario antisionista de turno. Ya lo dijo August Bebel (pope de socialismo) antes que yo: el antisemitismo es el socialismo de los imbéciles. Y el antisionismo vendría a ser la forma políticamente correcta de ser antisemita estos días. Es lo que permite a muchos racistas no confesos liberar su miedo, su ignorancia, su cortedad de miras. Estoy harta, también, de toda hartedad, de quienes dicen abrazar la causa palestina y no saben ni siquiera de dónde vienen los palestinos, qué reclaman, cuál es el background histórico, con qué se come la baclawa. Les basta con saber que del lado opuesto hay algún que otro judío. Y digo algún que otro, porque a esta altura parece que también hay que salir a aclarar que no todos los judíos, no todos los sionistas siquiera, adherimos con las políticas externas del gobierno de turno. Que la mayoría de los judíos, para no hablar de los israelíes, sólo añoran la paz y un escenario en el cual vivir en Medio Oriente no sea muerte ni exclusión para ninguna de las partes.
Estoy podrida de decepcionarme, de que el mismo numerito se repita al punto de que si no me siguiera indignando, me aburriría espantosamente.
Antes quizás me gastaba en aclarar. En instruir, en polemizar, en explicar lo obvio. Ahora ni para eso me da. Simplemente me doy vuelta, me encojo de hombros y sigo mi camino. Me lamento, claro, de que una persona más sea víctima de un pensamiento tan simplificador y corto. Pero me alcanza con lo que sé. Ya no necesito defender lo evidente de las embestidas del desconocimiento y la intolerancia.
Sólo deseo un interlocutor instruido, bienintencionado, sin rencor, sin el miedo que da la ignorancia y con la riqueza que sí dan la curiosidad sana y la voluntad de convivir en armonía.
¿Será mucho pedir?

jueves, 12 de agosto de 2010

Genes & Jeans


El sábado pasado fuimos con P a ver a Noa. Noa (Achinoam Nini) es una cantante nacida en Israel y relativamente famosa en Europa (cantó con Serrat, Pavarotti, Sting y otros, e interpretó el tema de la película La Vida es Bella)
Sin embargo, lo valioso de Noa para mí no es solamente su talento musical –que lo tiene, y mucho. Noa, con su arte impregnado de la multiculturalidad que le dan sus raíces israelíes, norteamericanas y yemenitas, representa para mí ese desgarro eterno de que tus genes, tu historia, tu lugar de nacimiento y tu destino de elección no sean necesariamente el mismo punto geográfico.
Una de las canciones de Noa, que pinta esto de maravillas, se llama “Pinos” (Oranim, en hebreo); es un poema de Leah Goldberg al cual Gil Dor puso una hermosa música, y en su estribillo se resume el espíritu de la canción: “Recuerdo una montaña de pico nevado/Y una canción sonando en la radio/Mi amor/Crecí contigo/Pero mis raíces/Están a ambos lados del mar”
Cuando de jovencita soñé con crecer muy lejos de casa, esta canción me acompañó mucho. Y me consolaba cuando creía que probablemente iba a enamorarme de alguien que cantara y hablara en idioma extranjero (no terminó siendo así, como ocurre casi siempre con estas auto profecías)
En la canción que da título a su último disco, Genes and Jeans, Noa dice que a pesar de querer encajar en su nuevo hogar (la sociedad neoyorkina), nunca pudo evitar ir por la calle cantando en la lengua de su madre (yemenita). Y a muchos nos pasa algo así. Nos vestimos con la cultura del lugar al cual, un poquito azarosamente, arribaron nuestros antepasados, pero hay siempre una voz que nos habla desde el pasado y no nos deja olvidar que hubo ancestros, que la sangre tira como se dice habitualmente, y que veinte generaciones difícilmente son borradas en veinte o treinta años.
Yo me di cuenta algo tardíamente que casi toda mi producción literaria y artística (que no es muy prolífica) está impregnada de mi herencia. Que necesité hablar de los orígenes, aunque sólo los conociera por cosas entredichas en yiddish, por viejos papeles y fotos, por contratos de matrimonio firmados en un remoto pueblito de Polonia al que nunca pude llegar.
Que todos necesitamos alguna vez hablar con la voz de nuestra madre.

Lo que sigue abajo es la letra de Genes and Jeans (inglés y hebreo en el original):


¿Puedo ponerme tus jeans?
¿Alguna vez me quedarán?
Creo que respiraré hondo y haré lo que pueda.

A veces quedan sueltos
A veces apretados
¿Alguna vez los ajustaré a mi gusto?

Hambrienta, hambrienta
Por pertenecer

¿Puedo ponerme tus genes?
Supongo que no tengo opción
Camino por las calles y canto
Con la voz de mi madre

Cuando llegas a este mundo
Húmedo, frío y asustado
Qué poco sabes
De lo que te verás forzado a ponerte

Cuando creces y cambias
Tus ojos se abren
Tratas en vano de metamorfosearte

Hambrienta, hambienta
Por pertenecer

Sei Yonah Weh Shimini
Bakinor Najany
(Escuchame paloma, vuela alto, toca tu violín)

Weh Pasachi Zamari Ran
Beshir Hitboneny
(Canta y baila, contempla la canción)

domingo, 8 de agosto de 2010

American Psycho

Cada tanto, nos enteramos no sin estupor de que algún loco del país del norte la emprendió a tiros contra un grupo de personas. No pocas veces se trata de adolescentes que en una tarde de ira se cargan a decenas de compañeritos de colegio para luego suicidarse. Hoy le tocó el turno a un empleado de una empresa cervecera que, convocado por sus jefes para ser sancionado, tuvo la precaución de asistir a la reunión con un arma automática. Lo que le dijeron sus superiores no debe haberle gustado nada ya que terminó matando a ocho compañeros y quitándose luego la vida.
Este tipo de sucesos me hace reflexionar sobre la imagen que los estadounidenses tienen de sí mismos, y de su concepto de seguridad y delincuencia. Más allá de que es un hecho innegable que los Estados Unidos manejan, sobre todo en algunos de sus estados más pobres, cifras alarmantes de lo que aquí llamamos “inseguridad” a secas (lo cual hace que sea muy curioso que los latinoamericanos pensemos que somos los que más delincuencia común ostentamos), el gran país del norte también tiene el triste privilegio de ser el top one en masacres perpetradas por algún loco (en general, víctima del mismo sistema que a los norteamericanos tanto les gusta identificar como modelo de libertad).
Es llamativo que lo que para cualquier estudiante secundario argentino es un rito de pasaje más o menos normal, por ejemplo, ser cargado por los más populares o que un maestro te boche repetidamente, para demasiados estadounidenses sea gatillo (nunca mejor denominado) de un brote psicótico que culmina en la matanza lisa y llana de los supuestos victimarios. Es curioso que en el mismo país donde asistimos a escenas tragicómicas como empleados aplaudiendo de pie la clausura de fábricas o empresas, que es el mismo donde tanto gustan de cantar el himno con la mano en el pecho, después surja tanto loco suelto que no soporta más la opresión del sistema.
Es oportuno decir que el grosero acceso a las armas que los ciudadanos promedio tienen en los Estados Unidos no es un detalle menor a considerar. Todos podemos tener un acceso de ira que nos haga fantasear con boletear a nuestro jefe pero si a eso se suma que de hecho tenemos a disposición una ametralladora… la hecatombe está mucho más cerca de materializarse.
Esto es sólo un ejemplo de lo que yo veo como una gran ceguera de la mayoría de los norteamericanos para aceptar que las mismas miserias y cortedades que tanto gustan de señalar en los países en desarrollo, surgen en el seno de su sociedad bajo formas terribles e insospechadas.
Muchos norteamericanos, por ejemplo, están convencidos de que los índices de corrupción de países como Argentina son un bochorno que en EEUU sería inaceptable. Esto lo sostienen sobre todo basados en conductas individuales que se popularizan como frecuentes, llámese adornar a un policía para que a uno no le hagan la boleta. Es verdad, digamos rápidamente, que el norteamericano tipo rara vez intentará sobornar a un policía. Tampoco son amigos de colarse en una fila de supermercado ni intentar obtener beneficios por amiguismo. No se les escucha mucho la frase “cómo lo podemos arreglar”. Sin embargo, en un país donde los sobres más gordos se pasan bajo la mesa para aprobar leyes, volar algunos países o invadir otros, lo de la boleta de tránsito parece, no lo neguemos, un hecho de corrupción bastante menor. Pero así les gusta vivir a los norteamericanos. Dejando que el árbol les tape, piadosamente, el bosque.
Con la misma inocencia rayana en bobería, ignoran militantemente la geografía y cultura básicas de cualquier país que no sean ellos mismos. No se trata de que sigan pensando que Buenos Aires es una provincia de Brasil. Se trata de que igualmente ignoran que Bélgica queda en Europa o que existió una Revolución Francesa.
Los locos asesinos de EEUU me provocan una morbosa fascinación. Ciudadanos modelo que un día explotan. Dones Nadie que una tarde cualquiera pasan a la posteridad por su furia desatada.
Los amigos y vecinos repiten frente a las cámaras que el loco era “una persona común y corriente”. Y lo más terrible es que eso es absolutamente cierto.