lunes, 21 de marzo de 2011

El Jardín Umbrío

Volví a Buenos Aires y me recibió una noticia triste. Digo, además de la obvia alegría de encontrarme de vuelta entre mis amores. La noticia tomó la forma de un mensaje de texto: I., el pequeño hijo de mi compañero de trabajo T.M., luego de una larga lucha desigual con una enfermedad grave, se fue de este mundo. Una de esas cosas que no pueden sino entristecer, más allá de cualquier vínculo que uno tuviera con los padres. En este caso en particular, mis compañeros y yo habíamos hecho carne esta lucha, la acompañábamos día a día, no sólo con compañía y plaquetas, sino con aliento, esperanza, sangre, miradas, palabras. Hoy siento que quizás le mentí todo el tiempo a T –sin quererlo-, cuando le decía con esa confianza ciega que su hijo pronto se repondría y todo aquello quedaría atrás, apenas como un mal sueño. Hoy siento que quizás le provoqué ese mal que hacemos sin querer, cuando olvidamos que alguien en estado desesperado cree cada cosa que decimos, se aferra a ella, sin importar cuánto tenga de verdad.

Como sea, el pequeñísimo I ya no está en este mundo. Sus padres son creyentes y saben que se fue a habitar otro lugar mejor donde ya no lo acosa ningún sufrimiento físico. Yo sólo le he dicho a T que desde mi agnosticismo (que es simplemente confesar no saber), en cambio sí creo fervientemente en lo que dijo el amigo Albert sobre esto de la ilusión que es el tiempo. Le dije también que según los físicos convencidos, hay serias posibilidades de que todos nos encontremos alguna vez –y siempre- en una especie de eterno retorno. Mi creencia lo reconfortó, le mostró que hay esperanza aún en el ateísmo.

Sin embargo, mientras yo puedo ponerme a desvariar sobre cuestiones metafísicas, T ya pasó a formar parte, de manera inexorable y definitiva, de ese ejército silencioso, sin nombre, homogéneo, de los que han perdido un hijo. Una circunstancia que los hermana como ninguna otra cosa, que hace que ninguno de nosotros pueda comprender su mirada sobre el mundo. Un día eran tan diferentes entre sí como puede serlo cualquiera de su vecino, y al día siguiente la desgracia los igualó, los hizo de una cofradía que de a ratos sonríe pero siempre está transitando el mismo jardín umbrío.