lunes, 7 de mayo de 2012

Esos que no se pueden morir


Resulta que hace unas semanas se murió una vecina de mi antigua casa, la casa de mi infancia; o sea, estamos hablando de una mujer que vi allí desde mis cinco o seis años, que siempre estaba, que representaba un perfume especial al pasar por su puerta (era “el olor a la casa de Elsa”). Era, también, de esas vecinas que siempre saben todo, se enteran de los detalles, presienten los divorcios y los nacimientos, pero no de esa forma morbosa que tenían las chismosas de antes, sino como la omnipresencia en sí misma. Elsa resignificaba las cuestiones domésticas y ninguna era segura ni firme si no había pasado antes por el tamiz de su opinión, su decir, su piadoso, nunca malintencionado, comentario en voz bajita.

Además, Elsa cocinaba de maravilla y nunca olvidaba los cumpleaños o aniversarios de tres generaciones: ella llevaba una agenda pequeñita y allí estaban mi torta y la de mi mamá y la de mi hijo, cada una con su muñequito personalizado (el mío era invariablemente de pelo negro y vestido de médica, aunque a veces yo me preguntaba por qué no podía alguna vez tomarse una licencia poética y hacerme rubia).
Elsa enfermó hace unos años y la enfermedad la pudo, se la fue ganando aunque para nosotros era imposible que a tamaña fuerza de voluntad pudiera voltearla un cáncer cualquiera.
Pasaron los meses y la molestia ocasional fue una quimio, la quimio una internación y la internación devino en cuidados paliativos.
Las últimas semanas, yo luchaba contra mi reciente fobia a los centros de salud y me prometía, todos los días, que iría a verla. A ella le gustaba charlar y sacarle un poquito el cuero a los vecinos aún desde su cama de hospital. Los días pasaron y me dieron el ultimátum; ya no había mucho margen para ir a verla y poder, aún, hablar de bueyes perdidos.
Fui una mañana y resultó que Elsa se acababa de morir, estaba recién desentubada, y la vi en todo el desamparo de su pelo sin teñir y su cara sin maquillaje. Tenía ojos azules y preciosos, pero ya no le iluminaban la cara.
Me pareció en ese momento que la gente como Elsa no se puede morir bajo ningún concepto, y no sólo por ser los buenos, los que enderezan un poco la balanza de este mundo desquiciado, sino también porque se suponía que ella era la portavoz de estas noticias, ella era la que te contaba en voz bajita, escoba en mano, quién había fallecido y cómo, ella decía son las doce y sereno. Algo parecido me pasó cuando se murió un conocido periodista y me pareció absurdo que no fuera él mismo quien anunciara su muerte, por costumbre nomás.
Los ingratos vecinos no estaban en el funeral, yo misma no estaba; puta madre, un parpadeo y la balanza se volvió a inclinar.