lunes, 5 de agosto de 2013

Y el cielo se volverá negro

Dice Brian Greene, a quien le gusta adelantarse a consecuencias de maravillas que aún no hemos descubierto del todo, que lejos de lo que podríamos pensar, la humanidad podría estar yendo camino a tener menos herramientas de conocimiento cosmológico de las que tenemos en la actualidad.
Dije humanidad pero es probable que la forma de inteligencia que tenga que lidiar con este problema, en este u otro planeta, vaya a ser tan distinta a nosotros como nosotros podemos serlo de las bacterias. Estamos hablando de miles de millones de años adelante. Es difícil imaginar que habrá formas de vida inteligentes capaces de hacerse preguntas sobre el universo, pero de haberlas, he aquí el dilema con el cual se encontrarán:
Si nuestros sistemas de registro perviven, sabrán que hubo civilizaciones que pudieron estudiar el cosmos, las galaxias y el espacio entre ellas, y concluyeron, gracias a la teoría inflacionaria, que lo que conocemos como espacio-tiempo se halla en constante expansión. Sabrán que nuestros contemporáneos se hallaron ante la paradoja de que, reñido con los principios básicos de física que conocíamos- que predicen que la gravedad obliga a todo cuerpo que vaya frenando su aceleración- el espacio-tiempo se estaba expandiendo a una velocidad cada vez mayor desde el Big Bang. Y sabrán que, al menos hasta las primeras décadas del siglo XXI, atribuíamos esa anomalía a la existencia de una “energía oscura” que daba cuenta de la mayor parte del espacio-tiempo y lo obligaba a seguir expandiéndose ad infinitum.
Para ser humildes, es posible que estos hipotéticos seres de un futuro tan lejano cuenten con muchos más datos que estos e incluso hayan tenido oportunidad de refutar algunas de nuestras teorías más firmes. Pero aun así, tendrán la siguiente limitación, que nosotros no hemos tenido: no contarán con la inigualable herramienta de la observación directa. Un poco antes de que el universo se expanda lo suficiente como para separar irremediablemente a los planetas de sus estrellas proveedoras, y por ende impedir toda clase de vida, los cosmólogos del futuro mirarán la cielo y sólo verán la negrura, y no podrán comprobar de primera mano si allí afuera existen realmente esas galaxias lejanas de las cuales hablaban los antiguos. Sentirán la misma ambivalencia que sentimos nosotros al leer escritos arcaicos y no saber qué es realidad y qué superstición o producto cultural. Incluso si tuvieran los más sofisticados equipos de navegación u observación, nunca podrán sortear la velocidad última que rige las leyes de nuestro universo, que es la velocidad de la luz, y cuando la luz emitida por la galaxia más cercana no logre llegar hasta el próximo sitio habitado del universo, no tendrán forma de saber qué es lo que hay en el cielo que estarán observando.
Quizás, entonces, somos una generación privilegiada, (y por generación entiéndase un rango de seres inteligentes que vivirán de aquí a muchos miles de años más), ya que por un momento en este espacio-tiempo inabarcable, coincidirá nuestra posibilidad de observar, con los adelantos tecnológicos e intelectuales requeridos para poder dar sentido a esa observación. No sabemos si nuestros herederos tendrán igual suerte. Aquí o en cualquier otro planeta donde haya vida inteligente, ya que hay razones para creer que ni seremos tan distintos, ni formularemos preguntas tan diferentes.