Ayer estuve en un entierro, el del padre de un amigo.
Los entierros son situaciones muy crudas: nos exponen a la
reacción humana ante la muerte, ante la parte física de la muerte sobre todo;
después vendrán la reflexión, la soledad, la nostalgia, pero en ese momento lo
que nos desgarra es un cuerpo bajando a la tierra, separándose definitivamente
de la cotidianidad que nos unía a él, convirtiéndose en ese polvo al que tanto
tememos desde los albores de la humanidad.
Me pregunté: ¿por qué tememos tanto a la muerte? ¿Por qué es
tan difícil hablar de ella, aceptarla, enfrentarla como una parte más del ciclo
vital, probablemente la más segura e inevitable de todas? No todos daremos a
luz, no todos envejeceremos, ni siquiera todos enfermaremos, pero
indudablemente todos vamos a morir. Millones mueren todos los días en el mismo
mundo que habitamos, y lo cotidiano del asunto no hace que pierda ni un poco de
su carácter temible e innombrable.
Existe una razón evolutiva: todos los seres vivos, desde un
mamífero a una espora, nacen programados para evitar su propia muerte. El miedo
instintivo a la muerte, que incluso sienten quienes han tomado la determinación
de morir, es sólo un componente psicológico de este programa. Sin él, sería
imposible crear el escenario para la longevidad de las especies. Si los seres
vivos se dejasen matar o invadir por gérmenes o incluso, si pusieran fin a sus
vidas como hecho común, no podría pensarse en una especie robusta con chances
de reinar en la tierra.
Y la segunda pregunta, entonces, es ¿por qué debemos morir?
La respuesta la da, nuevamente, la evolución. Tenemos que morir para que la
especie siga robusteciéndose, mejorando desde el punto de vista biológico, y
eso no es posible en el lapso de tiempo intra-individuo sino con la acumulación
de cambios genéticos, adaptaciones y selecciones naturales que sólo suceden a
una escala generacional. La naturaleza produce cambios a un ritmo que resulta
sorprendentemente lento para la medida de la vida humana. No veremos la desaparición
de nuestro dedo pequeño del pie, un rudimento totalmente innecesario para la
vida bípeda, sino que la verán nuestros descendientes, dentro de muchas
generaciones. Y lo mismo le ocurre a las bacterias, a los árboles y los
helechos.
Ahora entendemos que nacimos programados para evitar la
muerte, y que eso responde a la necesidad de dar lugar a mejoras en nuestra
estirpe, pero entonces, ¿por qué nos duele tanto la muerte ajena, por qué nos
apegamos tanto a algunos congéneres? ¿Será cierto eso de que el amor no es sino
un mecanismo más para perpetuar la especie? Algo de eso debe haber, sin ánimo
de despreciar el costado espiritual del asunto. Somos animales gregarios, nos
sentimos mejor estando acompañados, existe un instinto que nos lleva a proteger
a nuestra descendencia hasta que es capaz de valerse por sí misma, incluso
formamos parejas –en la mayoría de los casos- que duren el tiempo suficiente
para acompañar juntos las primeras etapas de ese cachorro que no podría subsistir
sin el auxilio de los adultos. Todo suena, una vez más, al llamado del ADN que
no puede permitirse pérdidas indiscriminadas en su linaje. Richard Dawkins,
acertadamente, lo llamó “el gen egoísta”.
Puede no ser muy gratificante para nuestro espíritu
narcisista pero, en efecto, parecería que el individuo debe sacrificarse a la
comunidad, evolutivamente hablando.
Hace muchos años, cuando trabajaba en una biblioteca, una de
mis lectoras regulares que llamaremos Eleonora y estaba cursando las últimas
semanas de su embarazo, perdió a su padre luego de una larga enfermedad
terminal. La esperanza de Eleonora era que su padre pudiera llegar a conocer a
su nieto, y que eso no sucediera la había devastado hasta tal punto que no le
era posible conectar emocionalmente con su bebé.
Un día, Elenora vino muy conmovida a la biblioteca y me
contó que su padre se le había aparecido en sueños, con una frase críptica: “Lo
importante no es el eslabón, sino la cadena”. Ese sueño de alguna manera la
había aliviado; lo interpretaba como una metáfora de que no éramos tan
importantes como individuos sino como piezas de un linaje que en su caso continuaba
con ese niño por nacer.
Algunos años más tarde, Eleonora descubrió por azar esa
misma frase –o una muy parecida- en algún versículo de la Torá, y todo terminó
de tener sentido para ella.
Sin ser religiosa, creo que quien inscribió esa metáfora en
la Torá, hace miles de años, conocía muy bien algunos de los secretos de este
intrincado universo: que hay un legado (hoy lo llamaríamos genoma) que se
transmite de padres a hijos como un testigo, y que cada uno de nosotros como
ente individual resulta menos importante que la cadena que vamos formando con
cada generación.
Nada de esto hace que la muerte duela menos. Sea un
mecanismo biológico o no, el duelo es el trance más doloroso de nuestras vidas,
porque significa una despedida y a la vez un reflejo de lo mismo que nos espera
a todos nosotros, ese fin del que nada sabemos y al que todos caminamos sin
pausa. Es cierto eso de que estamos muriendo desde el día que nacimos.
La última pregunta, de la cual personalmente tengo la
respuesta hace tiempo, es si vale la pena transitar el “valle de lágrimas”,
esta vida trágica según la veía Unamuno, por esa sola chispa de mutua compañía
que nos hacemos por un breve momento del espacio.
Somos el hardware ciego de un programa mucho más sabio que
nosotros, y, paradójicamente, somos quienes hacemos todas las preguntas.
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