14 de Agosto de 2016, 22.30 hs. P. me llama: “Tenés que ver
esto, es la final de los cien metros llanos, corre Usaín Bolt”. Me lo dice con
una ilusión, un brillo en los ojos, que me hace doblemente duro tener que
decirle que los cien metros llanos masculinos deben estar entre las veinte
cosas que menos me interesan en la vida.
Sin embargo, P. no es un marginal en esto de la pasión por
los cien metros llanos. Parece, a juzgar por la emoción con la que la relatora
habla de este nuevo triunfo de Bolt, que estamos ante un evento de proporciones
mayúsculas. El rating acompaña con cientos de miles de tele espectadores. La
audiencia contiene la respiración mientras un hombre, evidentemente no por
primera vez, corre más veloz que los otros veinte que compiten con él.
Ya en otros posts hablé de mi perplejidad ante la pasión que
desatan ciertos deportes olímpicos: resulta que nos excita que un hombre pueda
cubrir cien metros en 12.5 segundos, cuando no es eso lo que, precisamente, nos
distingue como especie de una mosca drosófila o un cheetah. Pero no voy a
volver sobre lo mismo.
Lo que despertó mi curiosidad hoy, probablemente imbuida por
el libro que estoy leyendo (“The Quotable Feynman”) es que las masas se prendan
al televisor cuando un hombre corre cien metros (gesta que, como mínimo, no
parece imposible ni extraordinaria), y nadie, y cuando digo nadie es NADIE, de
las personas que conozco, aguarde con un mínimo de intriga el resultado de, por
poner un ejemplo que todos conocen, la entrega de los premios Nobel o el primer
encendido de la máquina de dios.
La primera hipótesis que surge, es que por supuesto, la
mayoría de los deportes y sus reglas son relativamente fáciles de comprender,
mientras que muchos de los hitos que merecen un Nobel requieren algo más de
complejidad en su interpretación. Puede ser. Digo puede, porque seguramente eso
aplica al Nobel de Matemáticas; es altamente probable que si me explican el
mérito del último ganador, no pueda entender nada, menos incluso que cuando P.
trata de explicarme las reglas del bádmington.
¿Pero y qué hay de los otros adelantos de la ciencia, que
como el mismo Feynman la definía, sigue siendo la mayor aventura que la mente
humana haya emprendido jamás?
¿Nos debería ser indiferente el Nóbel de Física? La mayoría
de los merecimientos en física puede ser decentemente explicada al público
lego, en unas pocas frases. Si nos quisiéramos poner incluso pragmáticos, la
mayoría de los mismos incluso en el campo de la física teórica, tiene algún
impacto que podemos prever en nuestra vida o al menos en la forma que
deberíamos mirar al universo que nos rodea. Basta solo pensar en la cantidad de
gente que se ha visto afectada, para bien o para mal, por la bomba atómica, el
GPS o la resonancia magnética.
¿Y qué hay del Nóbel de Medicina? ¿No nos deberían importar,
y mucho, los adelantos en biología? ¿No hay ni un poquito de emoción al pensar
en el enorme proyecto del genoma humano, sólo por mencionar “una que sepamos
todos”?
¿Alguien que ustedes conozcan contuvo la respiración la
primera vez que encendieron el colisionador de hadrones, también llamado
“Máquina de Dios”, en el CERN de Suiza? Los invito a ver el documental que se
filmó al respecto, que recoge, con mucha menos ambición que cualquier película
sobre un corredor olímpico, la labor de los cientos de personas que trabajaron
allí, el dramático primer intento fallido de encenderlo, y la emocionante
victoria final, esos trazos parecidos a un electrocardiograma que nadie
comprende aunque sí es universalmente clara la emoción de Fabiola Gianotti, la
científica italiana encargada de comunicar al mundo la buena nueva: hemos
probado empíricamente la existencia de una nueva partícula subatómica, el bosón
de Higgs, el cual ya se había predicho teóricamente años antes, y nos ayuda a
comenzar a entender cómo se interrelacionan las fuerzas físicas conocidas y qué
es la materia.
A mí personalmente no me parece que sea una polémica a
dirimir en términos de “ciencia vs. deporte”, o “nerds vs. gente normal”. Lo que
creo es que, pese a los denodados esfuerzos de divulgadores geniales como el
propio Feynman o Carl Sagan o el más moderno y “trendie” Brian Cox, se ha
fallado en algo fundamental que tiene que ver con cómo encendemos la chispa de
la curiosidad por el descubrimiento a edades tempranas. Me niego a creer que
haya niños que no se maravillen cuando se les cuenta por primera vez la gran
aventura del conocimiento cósmico, incluso la teoría de la relatividad, que nos
abre la puerta a conjeturas tan intrigantes como el viaje en el tiempo o los
agujeros de gusano. Creo que simplemente debe tratarse del lugar que estos
temas ocupan en la agenda; basta con encender la televisión y ver cuántos
programas hay de deportes o entretenimiento, y cuántos dedicados a enseñar la
ciencia desde un lugar divertido o novedoso.
Y es una lástima, porque pasamos de una edad oscura donde
sólo unos pocos grandes hombres poseían el saber completo, a otra donde las
comunicaciones nos ponen en la palma de la mano la posibilidad de saber, casi
en tiempo real, cuál es el corpus actualizado de conocimiento de casi cualquier
tema existente. Y no lo sabemos aprovechar. Si tu hijo viene entusiasmado del
colegio contándote que en el átomo, los electrones orbitan alrededor del núcleo
igual que los planetas alrededor de Sol, felicitaciones, volviste a mil
novecientos once. Los “trending topics” ahora están del lado de cuántas
dimensiones tiene realmente este universo nuestro, e incluso si no se trata de
“multiversos“ coexistentes en lugar de uno solo (teoría que tiene varios
números comprados para resultar ganadora), o las grandes posibilidades de que
vivamos en una realidad simulada. Es todo mucho más maravilloso que lo que sabe
el ciudadano promedio. Y lo que hay es desidia, no falta de acceso a la
información.
Hay veces, como por ejemplo cuando veo las miles de personas
reunidas para escuchar las Ted Talks, que creo que podemos ir hacia alguna
alternativa posible, donde las personas que tuvieron acceso a la educación
abran los ojos a la cantidad de maravillas que ocurren gracias a héroes
contemporáneos que no patean una pelota. Pero otras veces, como esta semana tan
saturada de noticias olímpicas, creo que a casi nadie le interesa, que es una
batalla perdida, y que eso hace que tan pocos niños sueñen con ser astrónomos,
biólogos o físicos, cuando sobran los que quieren ser cantantes o arqueros.
Y me parece que nos estamos perdiendo una gran oportunidad
que tenemos como generación, que no tuvo casi ninguna otra. Que inventamos
geniales herramientas para estar conectados e informados todo el tiempo, pero
poca cosa corre por esos canales además de información fútil y pasajera,
pequeñísima en relación a tantas otras que pasan desapercibidas.
Conocer y comprender, lejos de lo que podría pensarse, abre
las puertas de la imaginación, de la maravilla, incluso del entretenimiento. No
puedo entender por qué tan poca gente acepta la invitación.
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