No puedo esperar a terminar el libro de Claude Lanzmann para reseñarlo aquí…
Autobiográfico pero increíblemente novelado en su trama (es indudable que su vida superó en muchos aspectos lo impredecible de la ficción), es difícil hacerlo a un lado para seguir con la vida cotidiana y dejar de escuchar su relato envolvente y necesario.
Claude Lanzmann era, en mi imaginario –injustamente- sólo el creador de ese monstruo cinematográfico que fue Shoah, y de manera secundaria quizás Tsahal.
Yo desconocía de manera increíble sus avatares junto a las grandes luminarias del siglo XX europeo. Lanzmann nombra, igual que a satélites, a las bestias de su época: Cocteau, Deleuze, Hyppolite, y por supuesto Sartre y Simone de Beauvoir. Tiene, en común con mis caros Anais Nin y Henry Miller, ese privilegio absolutamente personal de haber vivido rodeado de personas que no por brillantes dejaron de estarle a la altura.
Lanzmann sobrevivió a la guerra y puede decirse que su vida estuvo muchas veces a punto de ser segada. Militó con la resistencia francesa comunista, se atrevió a dirigir seminarios sobre el antisemitismo en la Alemania nazi y formó parte de convoyes que lanzaban bombas caseras contra las SS. Y sin embargo, dice él mismo, siempre adoleció de esa “cobardía” que supone no ser consciente de lo que está en juego, no terminar de entender que es la vida misma lo que puede perderse ante un paso en falso.
Ya en los tempranos cincuenta asistió con una especie de fascinación no exenta de idealismo al naciente Estado de Israel. Lanzmann nunca hizo aliá pero en muchos aspectos siempre se sintió un sionista.
El libro comienza con un fragmento estremecedor de “La liebre dorada” de Silvina Ocampo. Las referencias a esta Argentina aparecen más de una vez –no solo en el título- en apariencia aleatoriamente, “(…) acababa de ver una liebre de la Patagonia, animal mágico, y de pronto toda la Patagonia entera me traspasó el corazón con la certeza de nuestra común presencia. Cien vidas que viviera no me agotarían nunca.”
Los hermanos de Lanzmann también hicieron sus lides en la literatura y el cine. Evélyne Rey, su bella hermana menor, fue una actriz de culto en su época, y dirigió un documental sobre las mujeres tunecinas. Se suicidó a sus treinta y seis años; dejó solo tres cartas, una de las cuales era para Claude y la otra para Jean Paul Sartre, de quien estuvo profundamente enamorada.
Dijo Lanzmann en referencia a su muerte:
“El suicidio de mi hermana me había devastado, pensaba que en adelante y de manera permanente tendría que vivir bajo la sombra de su muerte. Sería una forma de fidelidad. Una amiga de Sartre que había sufrido grandes desgracias, Claude Day, me dijo una vez: “Se equivoca, acabará olvidando, la vida siempre se impone.” Tenía razón. Y no la tenía. No he olvidado nada, y he vivido. Pero noviembre no me sienta bien, es el mes de la muerte de Evelyne y también lo es de mi nacimiento.”
Lanzmann no sólo vivió sino que dejó enormes, hercúleos films, con un afán poco disimulado de registrarlo todo, de que ningún tesimonio o gesto sea olvidado. Su libro de quinientas páginas es producto de esta misma materia hecha de memoria.
Autobiográfico pero increíblemente novelado en su trama (es indudable que su vida superó en muchos aspectos lo impredecible de la ficción), es difícil hacerlo a un lado para seguir con la vida cotidiana y dejar de escuchar su relato envolvente y necesario.
Claude Lanzmann era, en mi imaginario –injustamente- sólo el creador de ese monstruo cinematográfico que fue Shoah, y de manera secundaria quizás Tsahal.
Yo desconocía de manera increíble sus avatares junto a las grandes luminarias del siglo XX europeo. Lanzmann nombra, igual que a satélites, a las bestias de su época: Cocteau, Deleuze, Hyppolite, y por supuesto Sartre y Simone de Beauvoir. Tiene, en común con mis caros Anais Nin y Henry Miller, ese privilegio absolutamente personal de haber vivido rodeado de personas que no por brillantes dejaron de estarle a la altura.
Lanzmann sobrevivió a la guerra y puede decirse que su vida estuvo muchas veces a punto de ser segada. Militó con la resistencia francesa comunista, se atrevió a dirigir seminarios sobre el antisemitismo en la Alemania nazi y formó parte de convoyes que lanzaban bombas caseras contra las SS. Y sin embargo, dice él mismo, siempre adoleció de esa “cobardía” que supone no ser consciente de lo que está en juego, no terminar de entender que es la vida misma lo que puede perderse ante un paso en falso.
Ya en los tempranos cincuenta asistió con una especie de fascinación no exenta de idealismo al naciente Estado de Israel. Lanzmann nunca hizo aliá pero en muchos aspectos siempre se sintió un sionista.
El libro comienza con un fragmento estremecedor de “La liebre dorada” de Silvina Ocampo. Las referencias a esta Argentina aparecen más de una vez –no solo en el título- en apariencia aleatoriamente, “(…) acababa de ver una liebre de la Patagonia, animal mágico, y de pronto toda la Patagonia entera me traspasó el corazón con la certeza de nuestra común presencia. Cien vidas que viviera no me agotarían nunca.”
Los hermanos de Lanzmann también hicieron sus lides en la literatura y el cine. Evélyne Rey, su bella hermana menor, fue una actriz de culto en su época, y dirigió un documental sobre las mujeres tunecinas. Se suicidó a sus treinta y seis años; dejó solo tres cartas, una de las cuales era para Claude y la otra para Jean Paul Sartre, de quien estuvo profundamente enamorada.
Dijo Lanzmann en referencia a su muerte:
“El suicidio de mi hermana me había devastado, pensaba que en adelante y de manera permanente tendría que vivir bajo la sombra de su muerte. Sería una forma de fidelidad. Una amiga de Sartre que había sufrido grandes desgracias, Claude Day, me dijo una vez: “Se equivoca, acabará olvidando, la vida siempre se impone.” Tenía razón. Y no la tenía. No he olvidado nada, y he vivido. Pero noviembre no me sienta bien, es el mes de la muerte de Evelyne y también lo es de mi nacimiento.”
Lanzmann no sólo vivió sino que dejó enormes, hercúleos films, con un afán poco disimulado de registrarlo todo, de que ningún tesimonio o gesto sea olvidado. Su libro de quinientas páginas es producto de esta misma materia hecha de memoria.
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