El Libro de Réquiems de Mauricio Wiesenthal es, además de un maravilloso compendio erudito de ensayos sobre algunos de los personajes más interesantes de la historia, también un viaje onírico por algunos déja-vu que tantos tenemos pero solo los escritores como Wiesenthal pueden poner acabadamente en palabras.
El libro abunda en alusiones al encuentro extemporáneo con quienes se fueron, con la imposibilidad de aquellos que ya no están pero que uno sigue buscando: en sus huellas, en sus páginas, en sus monumentos funerarios.
Una tarde, Jean Cocteau ve a Oscar Wilde resucitado (fueron contemporáneos sólo por un corto período en la infancia de Cocteau); Wilde tenía el pelo teñido de una manera bizarra. Cuando Cocteau cuenta esta visión a Wiesenthal, le viene a éste el súbito recuerdo de una historia sobre Wilde: una noche, caminando por el puente del Louvre a esas horas fantasmales que sólo pueden ser parisinas, Wilde ve a un hombre mirando fijamente a las aguas y cree que está a punto de quitarse la vida. Se acerca y le pregunta:
-¿Es usted un desesperado?
Pero el extraño lo mira con sorpresa y le responde:
-No, señor, soy un peluquero.
Cuando Cocteau cuenta su historia del Wilde redivivo a Wiesenthal, éste no puede evitar decirle:
-Oh, mon cher, quizás no era un resucitado, sino un peluquero…
Luego es el mismo Wiesentahl quien tiene su propia epifanía con un Chopin venido del pasado:
“(…) Hace muchos años, en una subasta de la Salle Drouot, intenté pujar por un soberbio piano Pleyel; pero me lo arrebató en el último momento un misterioso personaje de cara afilada, pálido como si estuviera a punto de bordar una rosa de sangre en el pañuelo blanco que sostenía en la mano. Aunque parezca mentira, seguí a aquel extraño personaje por las calles de Paris, hasta que, en una esquina de la Avenue de la Chapelle, detrás de las tapias del cementerio de Père Lachaise, le perdí la pista.”
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