Hoy, a la salida del dentista de niños, salimos con Uri a pasear por el centro. Arrancamos la travesía por Callao hacia Corrientes, a priori en busca de una heladería, aunque el modesto objetivo pronto devino en un verdadero paseo por la Buenos Aires nocturna. Pasamos por la Iglesia del Salvador y se me ocurrió de repente que mi hijo jamás visitó una iglesia (jamás visitó, de hecho, templo de ningún credo), y como mi recuerdo era que esta en particular era majestuosa, le pregunté si quería saber cómo era una iglesia por dentro. Entramos corriendo, pidiéndole permiso al celador que estaba por cerrar (yo ignoraba que las iglesias cerraran, es un hecho obvio pero de alguna manera uno esperaría que hubiera un servicio 24 hs para los fieles en apuros, que deben ser unos cuantos) y emergimos de pronto en la nave silenciosa, vacía, crujiente. La belleza de estos sitios suele ser sobrecogedora y Uri no fue ajeno a ese influjo. “Hay olor a madera, ¿no?”, le dije, y nos quedamos un rato en silencio. Uri por supuesto quería saber el propósito y significado de cada una de las cosas allí (las iglesias católicas están llenas de cosas, iconográficas como son), pero el apuro y sobre todo la ignorancia me hicieron terminar allí mismo la incursión en la casa de dios.
Como a Uri le gustó eso de meterse en lugares desconocidos y a punto de cerrar, acto seguido nos metimos en el Colegio del Salvador, al menos en el hall, que fue lo más lejos que la cara larga del portero me dejó llegar. Alcancé a explicarle a Uriel que se trataba de un colegio muy antiguo, algunas molduras, las palabras en latín, VIRTVS, LABOR.
El camino de salida estuvo lleno de preguntas sobre por qué él no podía ser católico para ir a un colegio así, o para creer en dios al menos (mi hijo, en gran parte debido a mi ateísmo, llegó a creer que por ser judíos nos privamos de festejar Navidad pero también Halloween, San Valentín, Thanksgiving y todas las buenas cosas que ve en la televisión. También suele adjudicar al judaísmo que nosotros le recemos al Ratón Pérez y no al Hada de los Dientes, deidad algo más glamorosa)
Calmada su angustia existencial (algo terrena, debo reconocer), tuve la fortuna de que a la siguiente cuadra hubiera, ahora sí, un colegio público, para más albricias uno ediliciamente hermoso, el Normal Superior Nro 9, y por ende demostrarle a Uri que para estudiar en algo parecido a Hogwarts no hace falta ser católico. El ambiente del colegio nocturno lo fascinó: adolescentes-adultos haciendo tiempo sentados en las escaleras centenarias, la austeridad digna del edificio que no se marchita de todo. Pedimos permiso para que viera, la ñata contra el vidrio, cómo era una clase de verdad en una escuela de “grandes”. Ahí estaba la profe pública, tan parecida a las que yo tuve en mis días, algo indolente, dejando que una cursada no muy numerosa charlara de espaldas a ella en relativo silencio. Salimos –en realidad salí- imbuida de un espíritu confortablemente laico.
La vuelta a casa en subte fue deliciosa. Alguien nos cedió el asiento y así fuimos, escuchando un auricular cada uno, a Michael Jackson (increíblemente, el nuevo ídolo de los niños de 5 años, que lo prefieren en su etapa negra), y Sheryl Crow.
Cuando llegamos a casa el gato Cuahutemoc se escapó a su isla favorita, el jardincito del vecino. Uriel sabe que el gato hace eso a veces y que en seguida vuelve. Sin embargo, con la tranquila fatalidad que suelen tener los niños, me miró y me dijo:
-Ya no tenemos gato.
Y lo llevé a dormir, como cada noche, queriéndolo más que a la mañana.
1 comentario:
Que par de locos hermosos!
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