Hay una especie de hombre- que por suerte no me cruzo muy a menudo- cuya condición de garca se le manifiesta por todos los poros del cuerpo. Hoy había uno en el mismo vagón del subte en el que iba yo. Era muy representativo de la especie: camisa desabotonada a medias, pecho peludo, alianza de oro. Cierto aire de autosuficiencia. Este garquita en particular, apenas se liberó un asiento contiguo, se abalanzó al mismo en lugar de darle paso a la chica que tenía al lado. Valga aclarar que para esta clase de garca las mujeres, sobre todo las que son lindas y seguras de sí mismas, representan una amenaza que intentan exorcizar con descortesía o agresión lisa y llana. El garquita, feliz con su módico triunfo de iniciar la jornada laboral sentando sus posaderas, desplegó el diario Clarín y se puso a hojearlo con concentración. No pude reprimir el pensamiento de que esa lectura era lo máximo a lo que su cabecita prehistórica podía aspirar.
Ya sentado, el garca me permitió una visión más detallada de sí. Está claro que, en el subte, la contemplación del prójimo es casi una obligación. Los minutos pasan, los espacios físicos se vulneran y no hay paisaje al cual mirar por la ventanilla. Así, pude notar que este garca cumplía una de las premisas casi inevitables de todo garca que es la calvicie incipiente. Las dos cosas, calvicie e incipiente, coexistían, haciendo honor a la descripción clásica de todo pelado a medias.
El garca también tenía los siguientes elementos distintivos de su casta: aparato tecnológico a la vista (en este caso puntual un iPod), reloj ridículo y camisa con logo tradicional.
El garca se bajó en Uruguay y no pude evitar pensármelo en alguna oficina cercana a Tribunales, jugando al estanciero con las módicas finanzas de la pyme que le paga el sueldo. Quizás a media tarde le manda un par de mensajes melosos pero dominantes a su novia porque, no lo olvidemos, cada uno de estos garcas tiene su complementaria, la chica bonita pero algo insegura que le perdona las groserías y hace que no se da cuenta de los desplantes.
Todas las mujeres hemos tenido alguna cita (fallida en el mejor de los casos) con un hombre de esta calaña, y las señales de alerta son que suele elegirte del menú sin que se lo pidas, te aburre con sus proezas deportivas o sus logros económicos, te recita el decálogo de lo que considera una relación ideal (dar cátedra con aire de superado es una de sus aficiones), y para finalizar trata de bajarle el tono a la atracción que le generás, solo para dejar en claro que tu superioridad en las lides amorosas no lo intimida. Esto, por lo general, no puede derivar en otra cosa que desdén o grosería.
El garca, para terminar, suele ser cagado a cuernos muy tempranamente en cualquier relación seria que emprenda. Por supuesto, para cuando esto ocurre él también engaña desde hace rato a su mujer con una secretaria o recepcionista, pero a diferencia de las suyas, la infidelidad de la mujer se le hace una afrenta intolerable y un signo de promiscuidad. Se queda solo, y lo volvés a ver un día en el subte, ya sin pelo y peleándose con el prójimo por el asiento más cercano.
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