martes, 23 de noviembre de 2010

Divinos Libreros


Todo el mundo sabe que el dueño de El Glyptodonte es un hombre extraviado, perverso y encantador, como así también que si uno se gana su errático aprecio eligiendo un libro que a él le guste particularmente (me pasó, de puro azar, con Thackeray), lo dejará pasarse por la librería y leer en su interior fresco y umbrío para siempre sin tener que pagar un centavo. Muchas lectoras fantasean, es cierto, con el momento impreciso en que el dueño cierre la librería y las lleve de las trenzas hasta una mesa llena de incunables.

Lo que no todo el mundo sabe, en cambio, es que los dueños de Romano son una casta de necrófilos de profesión. A todos ellos, pero en especial al que está siempre en la caja (para mí es “Romano” a secas) les gusta ir de cacería por los cementerios de pueblo rapiñando recuerdos que van desde una manija de bronce hasta arcángeles enteros de mármol, dependiendo sobre todo de la laxitud en la vigilancia del solar en cuestión.

Nunca supe, ni me atreví a preguntar, si en la ceremonia necrofílica intervenía algún otro rito iniciático, vampiresco quizás. Me bastó con la cómplice confesión del librero, que me tomó afecto en la transacción de algún ejemplar costoso, y con verificar que sus facies azulinas y su expresión pícara dan para todo tipo de especulación.

A no confundirse: todos estos libreros parecen a primera vista personas normales y hasta es posible que, imbuidos por la ironía o el afán comercial, le recomienden al visitante casual una bazofia de García Márquez o Sidney Sheldon.

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