domingo, 3 de enero de 2010

Nosferatu el festivalero


Hay una especie muy identificable dentro de la fauna vernácula: es el asistente a festival de cine, de ahora en más “festivalero”. Nótese la sutileza: no el cinéfilo amateur, ni el asiduo consumidor de películas, ni siquiera el estudiante de cine (aunque pueden coexistir), sino el fan “raro” del Bafici y similares. Primero debería aclarar que existen, de hecho, personas muy respetables que consumen Bafici a troche y moche pero no se han contaminado de las características que pasaré a describir, sino que disfrutan genuinamente del cine independiente y alternativo. Suspenden la incredulidad cuando es necesario, tal como pedía Coleridge. No necesitan parecer originales, no les interesa. Mi marido es uno de ellos.
El festivalero, en cambio, es fácilmente reconocible para el ojo entrenado. Fluctuaciones de moda aparte, el varón por lo general viste alguna remera de diseño alusivo, o cool, o demasiado loco para que los que usamos marcas tradicionales podamos identificarlo. En otras palabras aspira a que sus remeras digan a gritos lo original que es y las cosas tan alternativas que le gustan.
La mujer, en cambio, suele usar anteojitos a lo Lennon (me animaría a decir que incluso aquellas que no los necesitan para ver, sino solamente para parecer), indumentaria con mucha superposición, bombachudos, carteras de materiales ridículos y medias rayadas.
Si uno tiene la fortuna de ocupar un puesto cerca de una pareja de estos especímenes, notará con asombro que no entiende una palabra de lo que hablan, aunque entre ellos parecen comprenderse a la perfección, a juzgar por el gesto embobado de admiración que se prodigan mutuamente.
Su relación con los films es francamente asombrosa. La mayor parte de lo que consumen es cine de países exóticos, asiáticos, iraní, turco, pero también de lugares impronunciables como Kurdistán. Los excita profundamente que el país original sea desconocido, pequeño o azotado por una dictadura. Eso no es lo llamativo. Lo que es asombroso, es que no parece importarles si la película es interesante o mala, profunda o banal, bella o de estética espantosa: lo que el festivalero celebra es el plano largo, el diálogo austero, las locaciones agrestes, el presupuesto barato, la secuencia temblorosa de la handycam. Digamos que el lenguaje narrativo tradicional donde se cuenta una historia siguiendo una introducción, un nudo y un desenlace, no les interesa en lo más mínimo; es más, lo consideran demodé, berreta, para los no iniciados. La mala palabra entre los festivaleros es mainstream. Les encantan algunos directores de culto pero no importa cuán bien haga los deberes Spielberg, jamás le perdonarán el éxito obtenido con algunos de sus productos.
Interesante de ver es el espectáculo de los festivaleros a la salida de la película de ocasión. Los diálogos entre los de su tribu son, de nuevo, ininteligibles y parecería que la consigna es poder decir menos con más. Les gustan las palabras rimbombantes y las alusiones interdisciplinarias: una película es muy Picasso, es del mejor Baudelaire, es demasiado barroca. Si un impío llegara a decir “es buena”, “es mala”, “me gustó”, “me pareció una porquería”, sería automáticamente expulsado del clan. Lo vital es ser afectado. Y es que el festivalero rara vez es culto; por lo general es bastante burro y de lo único que puede hablar durante diez minutos seguidos es del cine que vio, verá o espera ver, por lo cual, imagino, aspira a estirar su protagonismo todo lo que se pueda.
Hace unos años me tocó vivir una anécdota que, creo, los pinta de cuerpo entero: si bien ocurrió en el ámbito del teatro y no del cine, estábamos frente a la misma fauna (no los subestimemos, los festivaleros invaden toda expresión artística, ¿o nunca los vieron haciendo huevo en el Malba?). Asistí a la obra en la cual actuaba un amigo mío, en una de cuyas escenas él debía encender un cigarrillo. Hizo varios intentos fallidos con el encendedor, y como al décimo logró encender el pitillo rebelde. A la salida de la obra lo intercepta una festivalera vestida con todas las galas, quien le dice, embargada por la emoción, que la obra la conmovió profundamente, pero muy especialmente la parte en la cual el autor nos quiere transmitir, mediante esa incapacidad de prender el cigarrillo, la crisis de nervios en la que se encontraba el personaje, su futilidad para lograr las cosas más pequeñas. La verdad era, según me contó después mi amigo, que el encendedor simplemente se le había atascado y la cosa no revestía intencionalidad expresiva ninguna.
Será por eso que los festivaleros ven siempre angustia en el plano de un arbolito pelado, presencia de muerte en un oscuro sostenido, alegorías diversas en imágenes que la mayoría de las veces son simplemente eso, imágenes que el director encontró bellas, lo cual no les quita mérito expresivo en lo absoluto.
Es que los festivaleros no son nada si no se definen a sí mismos a cada segundo. Sin la remerita loca y el uniforme cool, o si no pueden ir a ver una película y agredirla con sus elucubraciones baratas de estudiante conflictuado, sólo son pibes algo bobos.
Prefiero al ama de casa que se permite emocionarse con La Lista de Schindler, sin preguntarse primero cuánto levantó el director con E.T.

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