sábado, 9 de enero de 2010

Anfitrión


En el mundo hay malos y buenos anfitriones. Me atrevería a decir que es casi imposible, incluso tras una vida de esfuerzos y buenas intenciones, pasar de una categoría a otra. Es innato, es como ser diestro o zurdo. Conozco gente muy buena y voluntariosa que sin embargo hace de sus agasajos una experiencia espantosa para quien los padece.
En general los buenos anfitriones tienen el don natural de preparar cualquier escena para la llegada de un invitado. Es la típica persona a la cual le caen dos amigos de sorpresa y con lo que tiene en la heladera les arma un buffet froid. Llena en un minuto la mesa de comida y siempre, pero siempre, hay de más. El buen anfitrión espera con placer el momento de la llegada de los amigos; es más, suele ser bastante ansioso y tener todo listo con mucho tiempo de anticipación. En honor a la verdad, y porque me considero de este grupo, también hay que decir que muchos buenos anfitriones nos calentamos terriblemente cuando los invitados llegan tarde y podemos ser muy cabrones si algo sale distinto a lo planeado. Pero la idea, lo digo en descargo mío y del gremio, es que quien viene pase un buen momento y nada lo arruine.
El mal anfitrión, en cambio, casi siempre te espera con cosas recalentadas, e invariablemente le falta un ingrediente esencial que tiene que salir corriendo a comprar para que su pollo al horno no sea rápidamente reemplazado por una mala pizza de delivery.
Sin embargo, lo que más me enerva de los malos anfitriones no es la fatal experiencia culinaria a la cual por lo general te someten. Para eso hay una solución que es ir ya comido y argüir que uno está a dieta o con enterocolitis fulminante.
Lo que sí me saca de quicio y me da unos deseos enormes de borrarme del lugar del crimen, es el hecho de que el mal anfitrión, aún sin proponérselo, casi siempre te hace sentir que sos una molestia en su propio ágape. No importa si te invitó con dos meses de anticipación, si confirmaste que ibas, si te insistió amablemente para que lo hicieras: cuando llegás, el mal anfitrión y su familia aún no están listos para recibir decentemente a un ser humano, o en ocasiones ni siquiera llegaron a su casa y los tenés que esperar en el palier con el vinito que trajiste en la mano, o -si tenés más suerte- adentro, rodeado de personas que no conocés pero tuvieron la amabilidad de hacerte pasar para que no te congeles en la calle. Cuando finalmente llega, el mal anfitrión, lejos de disculparse o demostrarte que intentará enmendar la situación al instante, comienza a quejarse del día de perros que tuvo y de que todavía le falta ducharse, cambiarse, bañar a los chicos, preparar la comida con la cual aparentemente te va a agasajar, y, por fin, sentarse tranquilo a tomar una copa de vino. Generalmente uno termina sintiéndose fuera de lugar, sentadito en el borde de una silla (mientras el mal anfitrión pasa semidesnudo con la toalla en la cabeza), obligado moralmente a colaborar con las cosas que se supone debían esperarte hechas, y culpable por tener hambre a las once de la noche.
Como a esta altura ya nadie se atrevería a pedir a este atribulado ser la excelencia en los servicios prestados, y para evitarle la enorme carga de limpiar después, se termina comiendo cual tribu de caníbales, compartiendo tres platitos entre doce, disputando al prójimo la posesión de un tenedor, o tratando de comer con algo de decoro la torta que sirvieron en servilletas y que claramente va en un plato. Abundan las frases del estilo “Dejá, nos arreglamos así” o “Con esto está perfecto”, cuando en el fondo de tu alma lo querrías matar no sin antes mandarlo a hacer un curso acelerado de la condesa de Chikoff. Con la experiencia uno aprende que en casa del mal anfitrión, hay que devorar todo lo que cae en tu área de la mesa, porque nunca se sabe si es lo último que van a repartir en toda la velada. No es recomendable hacerse el comedido. Las reglas de protocolo no te conducen a ninguna parte, porque el mal anfitrión carece de la preocupación de que cada uno reciba una ración lógica y mínima de comida, y eso hace que sea el mismo invitado quien esté a cargo de su propia subsistencia. Es un poco como la ley de la selva.
Recién cuando uno está empezando a sentir que su estómago recibió algo de alimento y ya se puede iniciar alguna conversación cortés (por lo general interrumpida constantemente por los niños anfitrionitos, quienes copan la escena y hacen berrinche), es ahí entonces cuando los malos anfitriones empiezan con el numerito de los bostezos y el taza, taza, cada uno para su casa. Increíblemente, termina pareciendo de mala educación no pararse a levantar la mesa, ayudar a lavar, y huir avergonzado como si el desubicado fuera uno.
La pregunta obvia es, por supuesto, ¿para qué carajo te invitan? ¿Por qué no se quedan tan tranquilos mirando una película y comiendo pizza fría? Probablemente la respuesta sea que en el fondo de sus insondables cabecitas, los malos anfitriones disfrutan estos momentos y se sorprenderían muchísimo de saber que uno no. Quizás es por eso que se ofenden tanto cuando declinás una invitación arguyendo que tenés un bar mitzvá en Baradero o una indisposición de último minuto. No lo entienden. No pueden creer que haya gente a la cual no le parezca re divertido improvisar, “salir de la rutina” y pasar siempre un poquito de hambre.


(Este post, por razones prácticas, sale bastante después de su creación para evitar herir susceptibilidades anfitrioniles)

2 comentarios:

mariana dijo...

sos una desalmada...

S.S. dijo...

Como fiel amante del sarcasmo, me encanto este post!! Divertidisimo!