miércoles, 13 de enero de 2010

El aura

Por lo general empieza con algo que lo gatilla, un olor la más de las veces pero puede también ser una melodía; uno ingresa entonces en un plano de percepción totalmente distinto, donde las puertas de la sensorialidad parecen abrirse al máximo. No se imaginen una escena mística. No es nada de eso. Pero sí hay, claramente, un entrar en una sensación de la cual no es fácil salir, porque todo lo que uno comienza a percibir desde ese momento (sonidos, un diálogo, un ladrido, la película que estábamos viendo) parece resignificarse bajo la atmósfera del aura. Con el tiempo uno aprende ciertas técnicas para salir de ese aire enrarecido (cuando es necesario): concentrarse en un detalle de lo que nos rodea, pensar en algún elemento claramente pragmático del presente (por ejemplo, la ropa que hay que lavar o un problema del trabajo), pero aún así a veces es dificilísimo sacudirse las últimas partículas de semisueño, de rareza, de onirismo.
Cuando era adolescente lo llamaba “mi realidad virtual”, aunque por supuesto no sabía bien qué era. Si uno es niño tiende a creer que lo que le ocurre, los insistentes déja-vu por ejemplo, es una clara prueba de que fuimos otros en el pasado y lo que sentimos son reminiscencias de alguna remota encarnación. El neurólogo que me puso en autos al mismo tiempo me desilusionó un poco: mientras me hablaba de crisis comiciales, del uncus del temporal, del aura migrañosa, era un poco como decirme que los Reyes son los padres.
Cuando cumplí veintitantos y ya las cefaleas me partían al medio el neurólogo especialista en migrañas me propuso comenzar un tratamiento profiláctico, es decir, un fármaco a tomar en forma diaria para prevenir las crisis migrañosas. Como hacen tantos epilépticos que se rehúsan a perder sus auras, por supuesto me negué. Es que no podía vivir sin las mías. No imaginaba vivir en un mundo sin imágenes caleidoscópicas, fractálicas, sin los bellísimos estampados de flores que veo claramente al cerrar los ojos cuando me está por venir una jaqueca antológica.
Los migrañosos y epilépticos somos una cofradía que entiende muy bien el raro privilegio que nos tocó: atisbar por un ratito la singularidad sabiendo que luego se caerá en un espantoso dolor o una convulsión incapacitante.
Con los treinta, debo decir, las cefaleas (y con ellas sus auras) fueron mermando. Hoy soy sólo una ordinaria jaquecosa ocasional que lo soluciona muy fácilmente con dosis ortodoxas de Migral. La edad tormentosa pasó, la era surrealista se fue; parece que uno se aburguesara, también, en la forma de sufrir.

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