lunes, 14 de diciembre de 2009

Un cuento de Navidad y una epopeya macabea



Mi amiga S fue a ver con su hijo adolescente Los fantasmas de Scrooge (título vernáculo de “A Christmas Carol” de Charles Dickens). El script, bien; la animación 3D, sensacional. Ahora… la corrección política parece que quedó sospechosamente a un lado a la hora de “adaptar” este clásico al gusto de los niños contemporáneos.
Una cosa es tolerar, comprender el antisemitismo de Dickens visto en su marco histórico, o sea, uno en el cual una gran parte de la sociedad veía a los judíos con cierto recelo. De hecho no otra cosa hicimos tantos estudiantes de Letras ávidos de explicar al inefable judío Fagin dentro de la maravillosa imaginería del Londres dickensoniano. No necesitábamos relativizar su maldad ni imaginar su nariz menos aguileña: el jefe de los ladrones, corruptor del inocente Oliver Twist, era el estereotipo del semita a más no poder, y para salir de toda duda, el adjetivo “judío” iba siempre pegado al nombre propio Fagin.
Eso, para los estudiantes de Letras. Y los literatos aficionados.
Para el público infantil la cosa se complica un poco. No creo que la audiencia pequeña esté en condiciones de comprender que todo texto debe verse en un contexto. No se le puede pedir, pongamos por ejemplo, a mi hijo de cuatro años, que intuya un diferente entorno social dentro del cual Dickens no sólo no era inadecuado sino abiertamente popular y célebre.
La historia va más o menos así: (no vi la película pero echaré mano de mi módico recuerdo del clásico de la literatura) el mezquino Scrooge, para más detalle llamado Ebenezer (nombre hebreo hasta la médula), se dispone a pasar otro Diciembre sin festejar la adorable, popular y esperada Navidad, cuando es visitado por tres fantasmas, quienes entre terrores inimaginables le hacen ver su pasado, su presente y su futuro, el que podrá modificar si se redime a tiempo. A estas alturas ya a nadie escapa en qué consiste esta redención: aceptar el espíritu de las navidades, lo cual hasta para el menos avispado de los lectores, significa aceptar el nacimiento de Jesucristo como mesías, o sea, acoger el cristianismo en su seno. La lección, de tan simplona, da miedo: la redención sólo llega si se abandonan las creencias herejes y se acepta el credo cristiano como verdadero. Cuando me lo dijo S, no me creí del todo que la transliteración a la pantalla grande pudiera ser así de burda, pero acto seguido pensé que hablamos de una industria que no sólo toleró sino que premió la película de Mel Gibson “La Pasión de Cristo”, donde se dio rienda suelta al fundamentalismo antijudío en su más pura expresión, y que acuña joyas del séptimo arte donde los malos son siempre los mismos (ayer rusos, hoy árabes, mañana probablemente latinos), lo cual me convenció de que todo es posible en la dimensión del cine mainstream.
No estoy segura de cuánto de esto se transfiere al espectador, sea joven o adulto. Tiendo a pensar que las personas podemos, pese a las insistentes señales del exterior, sacar conclusiones y abstraernos de los mensajes que nos parecen demasiado tendenciosos. Sin embargo, preferiría no correr esa prueba con los chicos. Preferiría no tener que explicarles que lo que acaban de ver les resultará literal hasta que puedan empezar a leer entre líneas. Preferiría que puedan acceder a otras cosas, de ser posible más emparentadas con la tolerancia y la celebración de la diversidad.
Mientras el espíritu de la navidad nos rodea casi sin dejarnos espacio para otra cosa, los judíos siguen existiendo, aparentemente sin rabo y sin devorar niños, y por estos días festejan Januka, la fiesta de las luminarias. Esta fiesta recuerda la epopeya de los macabeos contra la helenización compulsiva (¿les recuerda algo, esta costumbre de pretender que los judíos abandonen su dios y acepten el ajeno?), cuando dice la tradición que al ingresar al templo profanado, esta tribu encontró aceite para encender las velas sólo un día, aceite que sin embargo duró por ocho días. Por eso durante esta festividad se enciende la janukiá, o candelabro de ocho brazos, que simboliza el milagro de la duración del aceite votivo. También durante Januka es costumbre que los niños jueguen con una perinola (“sevivon”) cuyas letras hebreas significan “Un gran milagro ocurrió allí”.
Admito parcialidad al respecto, pero me encanta la fiesta de Januka, donde se festeja la rebeldía de un pueblo indómito al cual, sin embargo, le faltarían todavía tantas más batallas en contra de la imposición de culto o el exterminio liso y llano. Me encanta de las fiestas judías que cada una de ellas se defina a sí misma, que lo que se conmemora o celebra ocupe un lugar tan intenso que no es necesario preguntar qué se festeja o por qué.
A pesar de que ya no festejamos Januka en casa, y de que me convertí en una laica empedernida, no puedo evitar emocionarme cuando veo una janukiá a medio encender o escucho que un niño en el seder de Pesaj pregunta a sus padres por qué esta noche es distinta de todas las noches. Siento que no va a ser necesario explicar nada a las generaciones venideras, elijan éstas el laicismo o la tradición. Y me da pena que Ebenezer Scrooge, así de malvado como es, esté hace dos siglos tratando de que lo dejen ser, simplemente, un viejo cascarrabias que no festeja la Navidad.

No hay comentarios: