domingo, 30 de mayo de 2010

Colonia


Hay lugares que, no sé cómo demonios, quedan asociados para siempre a un cúmulo de cosas muy difíciles de desarticular.
Para mí Colonia es lo siguiente: días de sol capturados en color sepia, perros callejeros con nombres ingleses, “La Balada del Alamo Carolina” de Haroldo Conti leída en las tres horas de viaje en el buquebus lento, una noche narcótica yendo a comer muertos de hambre a un restaurante que tardó horas en hacer un arroz y lo trajo con un insecto en la decoración de albahaca, un frío tremendo que no obstante no impidió jamás salir a recorrer por enésima vez las calles empedradas, la lágrima de Beltrán, el exceso irresistible del dulce de leche de crema, la habitación del Virrey con su cama interminable, pero por sobre todas las cosas, el olor de las leñas quemándose, al punto de que dondequiera que esté en el mundo, donde una leña se quema hay olor a Colonia para mí.

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