miércoles, 29 de diciembre de 2010

El aula iluminada


Hace ya muchísimos años, leyendo un libro que me fascinaba de niña, me topé con esta ilustración de un artículo sobre el método Montessori; mostraba un aula muy distinta a las que yo conocía con mis ocho o nueve años, iluminada por un sol que entraba a raudales, y los alumnos, cosa rara, no estaban sentados de frente a un maestro sino que se hallaban, podríamos decir, anárquicamente ubicados, aunque esto no pareciera ir en menoscabo de su concentración y empeño en el aprendizaje.

Recuerdo que esta imagen me dejó una fuerte impresión, una revelación de que había aulas así, diferentes e iluminadas, en algún lugar recóndito del mundo, tal vez Italia o los Alpes suizos.

Tantos años después, habiendo atravesado mi propia educación formal en todos sus niveles, me encontré nuevamente enfrentada a este tipo de disquisiciones porque resulta que ahora es mi hijo quien va a hacer su bautismo en las lides educativas, y de pronto el tema parece no ser tan banal ni antojadizo.

La realidad es que nunca estuve demasiado desvelada por la educación formal de Uri. Probablemente porque siempre intuí, basada en parte en mi propia experiencia, que hay cierta simiente de curiosidad y amor por el conocimiento que se planta en casa y que permanece ajena a lo que las escuelas nos puedan impartir. Sin embargo, saliendo de mi caso personal, el tema a nivel colectivo sí que me fascina y me preocupa, porque es evidente que la escuela viene a completar o incluso a suplir en muchos casos lo aprendido en el hogar, y es ahí donde puede haber una enorme diferencia entre enseñar una cosa o la otra, de una manera o de otra muy distinta.

Hoy en día, contraponiéndose a la educación clásica que sigue lanzando al mundo el grueso de los educandos, aparecen algunas otras corrientes, orientadas sobre todo a respetar la individualidad de los niños, inculcarles principios además de saberes, prepararlos para ciertos aspectos de la vida que no tienen que ver con lo académico, trastocar los preconceptos tan arraigados de que el docente es el impartidor de saber y los alumnos (sin-luz) son vasijas pasivas donde ese saber se irá a volcar…

Esta vuelta de página trajo consigo aparejados muchos excesos –a mi gusto- como el método Waldorf que, a nivel personal, me parece un poco un caprichito de ricos que temen que sus hijos no reciban la suficiente atención. Pero creo que, por suerte, la mayor parte de esta movida revolucionaria de la educación tiene propósitos muy nobles y objetivos muy útiles e interesantes.

Como siempre, lo que lo termina de convencer a uno es el tipo de gente que adhiere a uno u otro movimiento. Y la verdad, me gusta mucho más la gente afín a la educación progresista que a la tradicional. Me gustan más las cosas que los aglutinan, movilizan, emocionan. Me gustan más los sueños que proyectan en sus hijos, lo que los enorgullece de ellos, más cercano a que se conviertan en buenas personas antes que en abogados o médicos. Me gusta más que el deseo para un hijo sea que aprenda a ser solidario y creativo, y no la regla del nueve, por ejemplo, aunque estimo que eventualmente será más probable que el solidario aprenda la regla y no a la inversa.

Me gusta, por último, que los valores democráticos sean una cuestión presente y tangible en el aula, y no sólo una alocución que estamos obligados a dar.

De todo esto, obviamente, no era consciente hace unos años, cuando la fantasía era que a los hijos sólo les alcanza con la atención y el amor. Hoy, tengo una sensación muy tranquilizadora y a la vez nueva para mí, que es la de saber con certeza que elegí bien la educación que le tocará a mi hijo, que esa sensación cálida de la imagen de María Montessori vuelve a mí, por caminos misteriosos e insospechados.*


*Uri no concurrirá a una escuela Montessori. Se trata simplemente de una metáfora.

No hay comentarios: