miércoles, 9 de enero de 2008

Carta de amor

Mi atribulado amor: Usted es como yo solía ser, una criatura devastada, insomne en las tormentas, amigo obseso de la tragedia. Me amó así, y así lo amé. No era bueno dejarlo sembrar la casa con sus historias, ver esas mujeres sin cabeza desperezándose sobre mi propia alfombra, naciendo de las cenizas de cualquier conversación, ni asistir a las riñas de corral, los trofeos de guerra, la aventura transatlántica que le ha costado el ojo derecho. No eran buenas las noches que llenaba Usted con ese modo de estar, de haberse ido a traición en mis instantes de sueño o descuido. Los besos de esas noches han sido arrobadores. No conozco cuerpo ni amistad como los suyos. Usted es una pieza rara, un caso de los que no hay. Soy muy pequeña para todo ese mundo que puso en mis manos. Me he perdido, sí, pero ¿a quién le importa? Voy andando sola hasta que Usted me encuentra, húmeda y despeinada, para seguir hablándome de sus hazañas, los libros que ha leído, esos países bizarros donde la gente habla idiomas que nunca he oído pronunciar, el cuadrado mágico, los tugs, los afilados dientes de la noche septentrional. Mi contrito amor, nada es como lo hemos soñado; ¿no lo ha comprendido todavía? ¿Por qué triste razón sigo a pie por los mismos caminos, envejecida, perdiéndolo más y más a cada paso? Usted es un tirano, Usted es como el Rey Luis. Déjeme llevarlo de visita a mi villa y conocerá sus bulevares concéntricos, se llenará del polvo original, no le desagradarán las vistas; aquí todo es aborigen y aguarda ser civilizado. Bienvenido pues, soy su anfitriona. A medida que camine recordará lo que he dicho, cómo deambulé sola entre sus señoras y sus relatos y hasta me hice amiga de ellos y aprendí a vivir a su sombra. Lo que sangra a la izquierda es mi corazón. Usted labró, durante esas noches sin fin, una galería debajo de mi piel por la que andará en silencio hasta que se acaben los días. Yo lo resguardo como a un pájaro herido, pero Usted no sabe que lo condeno también a vagar por siempre en la tierra que habito; que al tiempo que lo perdono, sello la puerta y lo dejo extraviarse eternamente en mi laberinto.

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