miércoles, 9 de enero de 2008

Brona Gura


Sin mí, para siempre se va este año de 1944.
Luego se sabrá qué poco faltaba ya para el fin de la guerra, pero ninguno entre nosotros lo sabe aún. Somos una rara multitud a decir verdad. No es menos cierto que nunca imaginé morir entre mujeres, niños y ancianos que ensucian sus pantalones y balbucean febriles palabras dictadas por la fe y la desesperación. Nunca pensé que echaría de menos mi fusil en bandolera, al que me gustaba acariciar con la punta de los dedos como se acaricia el brazo de una mujer. Este es, al cabo, un final muy distinto al que me han vaticinado, pero quién es Shmuel Brezman, y qué representa su minúscula existencia en la vastedad del universo, para que le prometan nada.
Tengo, a diferencia del escenario imaginado de mi ocaso, algunas horas para meditar sobre lo que ocurrirá. Cuántas? Nadie puede decirlo. El efecto del tiempo ha sido dispar para cada quién: impiadoso con algunos, que se debaten en convulsiones nerviosas; apaciguador para otros; inútil para los más, que han de morir pasmados e incrédulos como si el desenlace les tomara por sorpresa.
He oído que aquí y allá se escriben testimonios, se los entierra en viejos tarros de leche, se los hace circular por galerías subterráneas. Son los cronistas de la guerra, los que descubrieron bajo esta mísera faz sus posibilidades literarias.
Yo, en cambio, me enrolé en las filas de los partisanos. Luego se alzarán opiniones encontradas sobre la manera más heroica de haber sido polaco en estos días. Llorarán ante los textos enterrados, llorarán ante las pilas inmensas de zapatos y ceniza, y ante mi tumba sin nombre llorarán. Yo estoy en calma. Puedo repasar una y otra vez en silencio la vieja letanía de lo que este momento me quita y me da. Ya no veré Cracovia. Dicen que hay un templo como no se ha visto jamás, pintado de colores de feria, donde el minián* canta y baila en lugar de orar. No besaré a la tendera de pechos liliputienses, que tiene un gato tuerto como mascota; nadie más que yo amaba su aire excéntrico y ahora se quedará sola, desconocida viuda de mí para echarme de menos sin saberlo.
Pero no siento pena. Luego aventurarán muchos gestos últimos, palabras graves para este momento que, en su verdadera esencia, no puede serlo –todo ocurre más rápido que lo que las palabras ceremoniosas requieren-, pensarán que esta hora merece actos heroicos, frases sublimes; creerán que todos hemos sido como los poetas del jarro de leche.
Qué se puede decir bajo estos árboles centenarios que en silencio silban nuestro canto exterminado? Qué se puede escribir cuando la naturaleza no ha dejado ni por un instante de ser bella? Qué podemos dejaros ante la boca abierta de la fosa?



* Minián: grupo de diez varones que es el número mínimo para reunirse a orar en la sinagoga.

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