AB, gran amigo y valor, ha dado en llamar “efecto Carolina” a un curioso fenómeno que según él le ocurre muy seguido, por el cual las “casualidades” (vamos a llamarlas así por el momento) siempre se le presentan de a pares. Ejemplo: visita a un paciente llamado Ferrari, y el siguiente que va a ver vive en la calle Ferrari. Le mencionan un determinado artista, y ese mismo día prende la tele y es a ese artista precisamente a quien ve. De esas tiene un montón.
Quizás, precisamente, porque yo soy una especie de racionalista abogado del diablo que insiste en explicar estos eventos mediante la ley de probabilidades y otras cosas la mar de complicadas, es que AB decidió bautizar el fenómeno con mi nombre.
Y a mí, desde que AB me ungió con ese honor, y a fuerza de ser honesta, se me empezaron a cruzar efectos Carolina a diestra y siniestra.
Pocos días después de haberle refutado cariñosamente alguno de estos sucesos, me pasó a mí misma de estar leyendo en un avión de aerolíneas Sol (avión marca Saab, por cierto) cuando resulta que en la novela de ocasión el protagonista sueco conduce un auto de igual marca. Sin terminar allí, me bajo del avión en Rosario y mi remise se ve atascado en un embotellamiento provocado por un camión…. marca Saab por supuesto.
Y como hace muy poco hablé del lazo invisible que parece unir a todos los libros que leo, por disparatada y caprichosa que sea la elección de los mismos, debo reconocer que el efecto Carolina se presenta con alarmante frecuencia cuando de lecturas se trata.
Ya he contado cómo, en muchísimas ocasiones, un libro que leo hace referencia a algún aspecto del anterior, sin que haya ninguna relación aparente entre ambos.
El último ejemplo me ocurrió hoy mismo, mientras leía “Pisando los Talones” de Henning Mankell, libro que compré ayer y estoy leyendo en simultáneo con una biografía de Eugenia de Montijo (leer dos o más libros en simultáneo es síntoma inequívoco de labilidad psiquiátrica en mi caso). En uno de los pasajes, dice Eugenia a un enamoradísimo Conde de Feuillet, refiriéndose a su monótona vida en la corte: “Casi se podría poner en hora un reloj al ver lo que yo estoy haciendo”. Y hoy –en realidad hace unos años, cuando Mankell dio vida a su maravilloso inspector Wallander, le hizo decir respecto a un colega policía recientemente asesinado:
-(…) ¿Qué era lo que solían decir de él..? Que se podía poner el reloj en hora con sólo ver lo que estaba haciendo. Era muy estricto en sus horarios.
Ya lo sé, la frase no desborda originalidad, pero aún así, las probabilidades de que apareciera en dos libros sucesivos que elegí en circunstancias –y lugares- tan distintos, lo eleva a la categoría de efecto Carolina sin dudarlo.
Los desafío a que empiecen a contar la cantidad de veces que aparece el efecto Carolina en sus vidas, a ver si AB puede darle visos de seriedad reuniendo una muestra representativa, y de ese modo sacia mi sed inacabable de empirismo.
Quizás, precisamente, porque yo soy una especie de racionalista abogado del diablo que insiste en explicar estos eventos mediante la ley de probabilidades y otras cosas la mar de complicadas, es que AB decidió bautizar el fenómeno con mi nombre.
Y a mí, desde que AB me ungió con ese honor, y a fuerza de ser honesta, se me empezaron a cruzar efectos Carolina a diestra y siniestra.
Pocos días después de haberle refutado cariñosamente alguno de estos sucesos, me pasó a mí misma de estar leyendo en un avión de aerolíneas Sol (avión marca Saab, por cierto) cuando resulta que en la novela de ocasión el protagonista sueco conduce un auto de igual marca. Sin terminar allí, me bajo del avión en Rosario y mi remise se ve atascado en un embotellamiento provocado por un camión…. marca Saab por supuesto.
Y como hace muy poco hablé del lazo invisible que parece unir a todos los libros que leo, por disparatada y caprichosa que sea la elección de los mismos, debo reconocer que el efecto Carolina se presenta con alarmante frecuencia cuando de lecturas se trata.
Ya he contado cómo, en muchísimas ocasiones, un libro que leo hace referencia a algún aspecto del anterior, sin que haya ninguna relación aparente entre ambos.
El último ejemplo me ocurrió hoy mismo, mientras leía “Pisando los Talones” de Henning Mankell, libro que compré ayer y estoy leyendo en simultáneo con una biografía de Eugenia de Montijo (leer dos o más libros en simultáneo es síntoma inequívoco de labilidad psiquiátrica en mi caso). En uno de los pasajes, dice Eugenia a un enamoradísimo Conde de Feuillet, refiriéndose a su monótona vida en la corte: “Casi se podría poner en hora un reloj al ver lo que yo estoy haciendo”. Y hoy –en realidad hace unos años, cuando Mankell dio vida a su maravilloso inspector Wallander, le hizo decir respecto a un colega policía recientemente asesinado:
-(…) ¿Qué era lo que solían decir de él..? Que se podía poner el reloj en hora con sólo ver lo que estaba haciendo. Era muy estricto en sus horarios.
Ya lo sé, la frase no desborda originalidad, pero aún así, las probabilidades de que apareciera en dos libros sucesivos que elegí en circunstancias –y lugares- tan distintos, lo eleva a la categoría de efecto Carolina sin dudarlo.
Los desafío a que empiecen a contar la cantidad de veces que aparece el efecto Carolina en sus vidas, a ver si AB puede darle visos de seriedad reuniendo una muestra representativa, y de ese modo sacia mi sed inacabable de empirismo.
5 comentarios:
"¿Sabes cual es una de las cosa que mas detesto en esta vida? Los buscadores de coincidencias." La Tana Ferro
Genial! Descreo completamente de esos "fenómenos", pero entre lo del Saab (increíble!) y lo del reloj...no puedo dejar de pensar cuantos programas hubiera hecho con eso en mi buena época infinitesca.
fenomeno carolina! sincrocaro! me encantó, may
Hace poco me ocurrió otro muy alarmante... ¿cuáles son las probabilidades de estar hablando con mi marido sobre la masacre de Jonestown, y media hora después encontrar una referencia a Jonestown en la novela que estaba leyendo..?
No se puede negar lo innegable gente...
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