Cada tanto, nos enteramos no sin estupor de que algún loco del país del norte la emprendió a tiros contra un grupo de personas. No pocas veces se trata de adolescentes que en una tarde de ira se cargan a decenas de compañeritos de colegio para luego suicidarse. Hoy le tocó el turno a un empleado de una empresa cervecera que, convocado por sus jefes para ser sancionado, tuvo la precaución de asistir a la reunión con un arma automática. Lo que le dijeron sus superiores no debe haberle gustado nada ya que terminó matando a ocho compañeros y quitándose luego la vida.
Este tipo de sucesos me hace reflexionar sobre la imagen que los estadounidenses tienen de sí mismos, y de su concepto de seguridad y delincuencia. Más allá de que es un hecho innegable que los Estados Unidos manejan, sobre todo en algunos de sus estados más pobres, cifras alarmantes de lo que aquí llamamos “inseguridad” a secas (lo cual hace que sea muy curioso que los latinoamericanos pensemos que somos los que más delincuencia común ostentamos), el gran país del norte también tiene el triste privilegio de ser el top one en masacres perpetradas por algún loco (en general, víctima del mismo sistema que a los norteamericanos tanto les gusta identificar como modelo de libertad).
Es llamativo que lo que para cualquier estudiante secundario argentino es un rito de pasaje más o menos normal, por ejemplo, ser cargado por los más populares o que un maestro te boche repetidamente, para demasiados estadounidenses sea gatillo (nunca mejor denominado) de un brote psicótico que culmina en la matanza lisa y llana de los supuestos victimarios. Es curioso que en el mismo país donde asistimos a escenas tragicómicas como empleados aplaudiendo de pie la clausura de fábricas o empresas, que es el mismo donde tanto gustan de cantar el himno con la mano en el pecho, después surja tanto loco suelto que no soporta más la opresión del sistema.
Es oportuno decir que el grosero acceso a las armas que los ciudadanos promedio tienen en los Estados Unidos no es un detalle menor a considerar. Todos podemos tener un acceso de ira que nos haga fantasear con boletear a nuestro jefe pero si a eso se suma que de hecho tenemos a disposición una ametralladora… la hecatombe está mucho más cerca de materializarse.
Esto es sólo un ejemplo de lo que yo veo como una gran ceguera de la mayoría de los norteamericanos para aceptar que las mismas miserias y cortedades que tanto gustan de señalar en los países en desarrollo, surgen en el seno de su sociedad bajo formas terribles e insospechadas.
Muchos norteamericanos, por ejemplo, están convencidos de que los índices de corrupción de países como Argentina son un bochorno que en EEUU sería inaceptable. Esto lo sostienen sobre todo basados en conductas individuales que se popularizan como frecuentes, llámese adornar a un policía para que a uno no le hagan la boleta. Es verdad, digamos rápidamente, que el norteamericano tipo rara vez intentará sobornar a un policía. Tampoco son amigos de colarse en una fila de supermercado ni intentar obtener beneficios por amiguismo. No se les escucha mucho la frase “cómo lo podemos arreglar”. Sin embargo, en un país donde los sobres más gordos se pasan bajo la mesa para aprobar leyes, volar algunos países o invadir otros, lo de la boleta de tránsito parece, no lo neguemos, un hecho de corrupción bastante menor. Pero así les gusta vivir a los norteamericanos. Dejando que el árbol les tape, piadosamente, el bosque.
Con la misma inocencia rayana en bobería, ignoran militantemente la geografía y cultura básicas de cualquier país que no sean ellos mismos. No se trata de que sigan pensando que Buenos Aires es una provincia de Brasil. Se trata de que igualmente ignoran que Bélgica queda en Europa o que existió una Revolución Francesa.
Los locos asesinos de EEUU me provocan una morbosa fascinación. Ciudadanos modelo que un día explotan. Dones Nadie que una tarde cualquiera pasan a la posteridad por su furia desatada.
Los amigos y vecinos repiten frente a las cámaras que el loco era “una persona común y corriente”. Y lo más terrible es que eso es absolutamente cierto.
Este tipo de sucesos me hace reflexionar sobre la imagen que los estadounidenses tienen de sí mismos, y de su concepto de seguridad y delincuencia. Más allá de que es un hecho innegable que los Estados Unidos manejan, sobre todo en algunos de sus estados más pobres, cifras alarmantes de lo que aquí llamamos “inseguridad” a secas (lo cual hace que sea muy curioso que los latinoamericanos pensemos que somos los que más delincuencia común ostentamos), el gran país del norte también tiene el triste privilegio de ser el top one en masacres perpetradas por algún loco (en general, víctima del mismo sistema que a los norteamericanos tanto les gusta identificar como modelo de libertad).
Es llamativo que lo que para cualquier estudiante secundario argentino es un rito de pasaje más o menos normal, por ejemplo, ser cargado por los más populares o que un maestro te boche repetidamente, para demasiados estadounidenses sea gatillo (nunca mejor denominado) de un brote psicótico que culmina en la matanza lisa y llana de los supuestos victimarios. Es curioso que en el mismo país donde asistimos a escenas tragicómicas como empleados aplaudiendo de pie la clausura de fábricas o empresas, que es el mismo donde tanto gustan de cantar el himno con la mano en el pecho, después surja tanto loco suelto que no soporta más la opresión del sistema.
Es oportuno decir que el grosero acceso a las armas que los ciudadanos promedio tienen en los Estados Unidos no es un detalle menor a considerar. Todos podemos tener un acceso de ira que nos haga fantasear con boletear a nuestro jefe pero si a eso se suma que de hecho tenemos a disposición una ametralladora… la hecatombe está mucho más cerca de materializarse.
Esto es sólo un ejemplo de lo que yo veo como una gran ceguera de la mayoría de los norteamericanos para aceptar que las mismas miserias y cortedades que tanto gustan de señalar en los países en desarrollo, surgen en el seno de su sociedad bajo formas terribles e insospechadas.
Muchos norteamericanos, por ejemplo, están convencidos de que los índices de corrupción de países como Argentina son un bochorno que en EEUU sería inaceptable. Esto lo sostienen sobre todo basados en conductas individuales que se popularizan como frecuentes, llámese adornar a un policía para que a uno no le hagan la boleta. Es verdad, digamos rápidamente, que el norteamericano tipo rara vez intentará sobornar a un policía. Tampoco son amigos de colarse en una fila de supermercado ni intentar obtener beneficios por amiguismo. No se les escucha mucho la frase “cómo lo podemos arreglar”. Sin embargo, en un país donde los sobres más gordos se pasan bajo la mesa para aprobar leyes, volar algunos países o invadir otros, lo de la boleta de tránsito parece, no lo neguemos, un hecho de corrupción bastante menor. Pero así les gusta vivir a los norteamericanos. Dejando que el árbol les tape, piadosamente, el bosque.
Con la misma inocencia rayana en bobería, ignoran militantemente la geografía y cultura básicas de cualquier país que no sean ellos mismos. No se trata de que sigan pensando que Buenos Aires es una provincia de Brasil. Se trata de que igualmente ignoran que Bélgica queda en Europa o que existió una Revolución Francesa.
Los locos asesinos de EEUU me provocan una morbosa fascinación. Ciudadanos modelo que un día explotan. Dones Nadie que una tarde cualquiera pasan a la posteridad por su furia desatada.
Los amigos y vecinos repiten frente a las cámaras que el loco era “una persona común y corriente”. Y lo más terrible es que eso es absolutamente cierto.
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