Como es natural, yo no era la misma persona a mis veinte años. Probablemente hubiera ya una estructura, un esqueleto común, la psique en ciernes. La esencia humana abriéndose paso en ese mar de posibilidades, quizás. Pero lo periférico termina ganando siempre tanto peso, que es difícil establecer a ciencia cierta si lo adquirido le gana a lo constitutivo o es al revés.
Como sea, en ocasiones hay hechos cristalizados del pasado que sin previo aviso se le presentan al que es uno hoy. No sé si hay tantas paradojas como ésta en la cual uno termina enfrentándose a cosas que hizo el que fue hace muchos años.
Y entonces, inevitablemente, uno compara, sopesa, se asombra de la cantidad de agua que pasó debajo del puente y todos esos lugares comunes. Estoy en una edad en la cual aún se percibe con mucha perplejidad el paso de los años, el abandono de la infancia y la adolescencia; la adultez es un hecho consumado que no obstante se acepta con cierto recelo. Pasará un tiempo antes de que se establezca definitivamente todo aquello como el “pasado”. Probablemente esta perplejidad de lugar a la resignación o la melancolía, pero al parecer todavía no me llega la hora para ese pasaje.
Por eso los personajes de mi pasado, los que me conocieron en ese tiempo que está a la vez tan lejos y tan cerca, me provocan una sensación ambivalente. Una gran curiosidad me une a ellos, porque son de alguna manera el espejo donde mirar algo de lo que fui, mi yo interpretado por el caprichoso idioma de sus recuerdos. Pero también algo de rechazo, de otredad, una necesidad de aclararles que ya no soy ésa, que aprendí muchísimo, que me gané con esfuerzo el aplomo que me dan mis treinta y cuatro años.
(Treinta y cuatro es una expresión extraña aún para mí. No es difícil creer que me voy a despertar mañana para descubrir que todo fue un largo sueño, que la vida continúa a los dieciocho, que los que llamo fantasmas me rodean aún de pleno derecho.)
Como sea, en ocasiones hay hechos cristalizados del pasado que sin previo aviso se le presentan al que es uno hoy. No sé si hay tantas paradojas como ésta en la cual uno termina enfrentándose a cosas que hizo el que fue hace muchos años.
Y entonces, inevitablemente, uno compara, sopesa, se asombra de la cantidad de agua que pasó debajo del puente y todos esos lugares comunes. Estoy en una edad en la cual aún se percibe con mucha perplejidad el paso de los años, el abandono de la infancia y la adolescencia; la adultez es un hecho consumado que no obstante se acepta con cierto recelo. Pasará un tiempo antes de que se establezca definitivamente todo aquello como el “pasado”. Probablemente esta perplejidad de lugar a la resignación o la melancolía, pero al parecer todavía no me llega la hora para ese pasaje.
Por eso los personajes de mi pasado, los que me conocieron en ese tiempo que está a la vez tan lejos y tan cerca, me provocan una sensación ambivalente. Una gran curiosidad me une a ellos, porque son de alguna manera el espejo donde mirar algo de lo que fui, mi yo interpretado por el caprichoso idioma de sus recuerdos. Pero también algo de rechazo, de otredad, una necesidad de aclararles que ya no soy ésa, que aprendí muchísimo, que me gané con esfuerzo el aplomo que me dan mis treinta y cuatro años.
(Treinta y cuatro es una expresión extraña aún para mí. No es difícil creer que me voy a despertar mañana para descubrir que todo fue un largo sueño, que la vida continúa a los dieciocho, que los que llamo fantasmas me rodean aún de pleno derecho.)
1 comentario:
He descubierto en base a mi experiencia que el paso del tiempo, lamentablemente, en nuestra percepción subjetiva, tiene una relación exponencial en cuanto a la celeridad de su pasar. Las alegrías serán más veloces, pero por suerte, las desgracias, por lógica, también. La esencia es lo que importa! Lo demás es sabiduría que se aprende viviendo...
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