martes, 17 de noviembre de 2009

Banderines

Ayer, hablando con M., descubrimos que de niñas teníamos parecidos juegos reflexivos. Lo curioso fue que ambas volvimos al recuerdo de ellos luego de haber sido madres, en un deseo ambivalente de que nuestros hijos hereden una parte escogida de ese mundo: la imaginación pero no el desvarío, la sensibilidad pero no la melancolía, la consideración pero con algo de necesario egoísmo. Vamos, que queremos las dos que nuestra descendencia traiga mejoras, lo cual no nos hace tan distintas al resto de las madres.
Ella recuerda con precisión asombrosa el momento en el cual comenzó a anticiparse a muchos de los modismos adultos, y a burlarse silenciosamente de ellos. A subestimar lo que la subestimaba como niña de unos tres o cuatro años. Guardó en su memoria el momento en el cual comprendió que el castigo de una maestra era insensato y no la convencía ni a la maestra misma.
Yo tengo el mismo registro de que mis primeros recuerdos llenos de consciencia son muy precoces. Una vez le conté a P. mi sistema infantil de “banderines”. Siendo muy pequeña, de unos cuatro años, un día comprendí que la vida se componía en su mayor parte de instantes anodinos, olvidables, que no se diferenciaban del resto por nada en particular. La idea al principio me desesperó. Vi de pronto ante mí un torrente de minutos y días y semanas que no tendrían nada para destacarse y que así como vinieron se irían sin remedio. No lograría recordarlos aún cuando en ellos hubiera reído, disfrutado, llorado, vivido.
Entonces decidí que iba a recordar deliberadamente algunos instantes al azar, instantes cualesquiera, que a priori no hubieran sido distintos al resto. Decidí ponerles banderines imaginarios, en mi pequeña y silenciosa lucha contra la futilidad de las cosas.
Lo cierto es que surtió efecto, al punto de que treinta años después aún recuerdo algunos de mis momentos elegidos: el vuelo de una mosca en medio de una multitud (probablemente era en la calle Florida, y tengo el recuerdo de estar viendo todo desde mi corta estatura de entonces), un hombre que dejó caer una bolsa repleta de naranjas que echaron a rodar calle abajo, una tarde en el patio de casa cuando la lluvia llegó de repente y los juguetes se empaparon.
Yo los elegí al azar para que quedaran protegidos del olvido en el humilde recinto de mi memoria.
Si las cosas son como decía el obispo Berkeley, entonces esos momentos “son”, nunca han dejado de ser.

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