Los que trabajamos en el seno de una compañía más o menos organizada, tenemos que vérnoslas a diario con una especie tan inútil como peligrosa: los licenciados en recursos humanos.
No se sabe bien cómo, la cosa devino en que desde hace unos años cualquier empresa que se precie tiene que tener un departamento de borregos graduados en una carrera corta pero que, paradójicamente, pueden decidir el destino laboral de respetables profesionales y técnicos.
La primera tortura se le impone a uno al querer ingresar a una de estas compañías: la mayoría de las veces, antes de poder sentarse frente a alguien en capacidad de juzgar nuestras habilidades profesionales, hay que superar una entrevista con alguno de los energúmenos de RRHH, quien casi invariablemente nos desafiará con consignas tan bobas como decir qué queremos ser dentro de cinco años, nombrar un defecto y una virtud propios, o contar una situación difícil que hayamos vivido en lo laboral. La lista es tan previsible que podríamos sacar las respuestas de un capítulo de Seinfeld y salir de lo más airosos. Lo peor de los RRHH es que siempre, aunque te hagan las preguntas más espantosas o te subestimen como cerdos, llevan pegada una sonrisa kolynos que hace que las ganas de pegarles un bife sea casi irrefrenable. Lo increíble es que la mueca no se les va ni siquiera cuando tienen que despedir a alguien o anunciarle que no verá un aumento en los próximos quince años.
Una vez sorteada la “etapa de selección” (así le llaman al caprichoso proceso por el cual eligen el aspirante que les cayó más simpático o les pareció que dará menos problemas a la empresa), los tormentos continúan porque casi todo lo que uno hace o deja de hacer en su trabajo está regulado por las ideas geniales de estos publicitarios frustrados. Me los imagino en sus sesiones de brainstorming, pensando la mejor forma de anunciarles a los empleados que a partir de ahora el festejo de fin de año, por recortes presupuestarios, será reemplazado por una merienda autogestionada en la plaza de la esquina. Seguramente, ellos lo convertirán en un alegre anuncio elogiando las bondades de comer un sándwich de mortadela al aire libre o la importancia de colaborar con los que no pueden pagarse el refrigerio solitos.
Los RRHH encuentran su máximo canal de expresión en el e-mail, probablemente porque mediante esta vía pueden dar rienda suelta a su necesidad de llenarlo todo con caritas felices, matecitos, e-guirnaldas y signos de admiración. Todo aviso parroquial, por ejemplo que hay que renovar el formulario de ganancias, va acompañado de emoticones y letras de colores que, se supone, colaboran en hacernos el día mucho más feliz. Lo que ocurre en realidad es que los RRHH son todos, pero todos, adultos bastante pavotes que le encontraron la vuelta a poder seguir actuando como nenes el resto de sus vidas. Se excitan terriblemente cuando la consigna es decorar, recordar cumpleaños u organizar el amigo invisible de la oficina.
Aunque pudiera colegirse lo contrario, los RRHH no son para nada solidarios con los movimientos trabajadores; ellos sólo conciben al empleado como un ente individualista que cuando se agrupa en más de dos se convierte en un agitador peligroso que hay que remover de la empresa. En la facultad por correspondencia que les da el diploma les enseñan, seguramente, todas esas huevadas relativas a que una persona que es autosuficiente no necesita organizarse para exigir sus derechos, etc, etc. También les deben enseñar a estos cabecitas frescas, a juzgar por su conducta genuflexa, que los jefes son siempre personas amigables y bonachonas que buscan nuestra felicidad regalándonos luncheon tickets y beneficios exclusivos. Ellos, cual arcángeles ungidos, son encargados de comunicar las bendiciones papales de turno. Se sienten en la cima de la dádiva cuando anuncian (por e-mail, por supuesto) que la empresa ha decidido, en un esfuerzo económico sin precedentes, otorgar a sus colaboradores un descuento del 5% los jueves impares en el supermercado Nine de Castelar (que no incluye bodegas Chandon). Los RRHH suelen comentar entre ellos, como si se susurraran un secreto divino, lo lindo que es tener un trabajo donde siempre se dan buenas noticias y se ayuda al crecimiento de las personas. Si hasta parece que cuando reparten los sobres con los recibos de sueldo, se creyeran un poquito que son ellos los que nos están pagando…
Los RRHH suelen trabajar en dulce montón con sus principales cómplices, los psicólogos laborales. Estos sujetos, expulsados del circuito de la asistencia de salud, terminan vaya a saber cómo trabajando para empresas que los convencen de que ellos solitos podrán definir el perfil psicológico de los postulantes. En realidad es como la ambulancia para los médicos (o sea, el trabajo que nadie quiere y que queda para los mediocres que aprobaron con cuatro), pero ellos, fingiendo encanto con su trabajo detectivesco, nos abruman con su batería de tests pseudocientíficos, los cuales, de nuevo, son de respuesta obvia y remanida cuando ya se hicieron más de una vez. Mi teoría es que, salvo que en las manchas uno insista en ver testículos o tipos matando viejas, la cosa está más o menos zanjada. Los “informes” que preparan luego de estos psicotécnicos contienen insensateces que siempre deschavan nuestras pulsiones anales o nuestros deseos ocultos de serruchar a un abuelo, por lo cual nadie en su sano juicio pide leerlos una vez que superó el trance. Estos perfiles que elaboran, la más de las veces son absolutamente compatibles con el puesto al que se aspira, por lo cual uno tiene que concluir que a estos enfermos les gusta escribir chanchadas sobre las personas que no conocen, just for fun.
RRHHs y psicólogos laborales están en el mundo para limar las singularidades, elegir al más estándar y tratar de descartar la originalidad que pueda cuestionar al status quo. Fueron entrenados para privilegiar a los no problemáticos y hacer encajar a las personas en los tres o cuatro moldecitos que les enseñaron en sus días de estudiante. Los aterroriza la idea de la innovación a pesar de que se llenan de frases modernas y efectivas como “motivación situacional” o “pensamiento lateral”. Por eso, la mejor estrategia con ellos es tratar de parecer siempre un poquito más estúpido de lo que se es en realidad, celebrarles las frases cursis y hacer todo lo que esperan de uno: no mirar para abajo, no mirar para arriba, no rascarse la nariz mientras se responde, no titubear pero tampoco responder muy rápido; en definitiva, no ser nunca espontáneos. De esa manera aumentamos las chances de pasar a la etapa siguiente donde sí nos entrevistará, con toda probabilidad, un homo sapiens.
No se sabe bien cómo, la cosa devino en que desde hace unos años cualquier empresa que se precie tiene que tener un departamento de borregos graduados en una carrera corta pero que, paradójicamente, pueden decidir el destino laboral de respetables profesionales y técnicos.
La primera tortura se le impone a uno al querer ingresar a una de estas compañías: la mayoría de las veces, antes de poder sentarse frente a alguien en capacidad de juzgar nuestras habilidades profesionales, hay que superar una entrevista con alguno de los energúmenos de RRHH, quien casi invariablemente nos desafiará con consignas tan bobas como decir qué queremos ser dentro de cinco años, nombrar un defecto y una virtud propios, o contar una situación difícil que hayamos vivido en lo laboral. La lista es tan previsible que podríamos sacar las respuestas de un capítulo de Seinfeld y salir de lo más airosos. Lo peor de los RRHH es que siempre, aunque te hagan las preguntas más espantosas o te subestimen como cerdos, llevan pegada una sonrisa kolynos que hace que las ganas de pegarles un bife sea casi irrefrenable. Lo increíble es que la mueca no se les va ni siquiera cuando tienen que despedir a alguien o anunciarle que no verá un aumento en los próximos quince años.
Una vez sorteada la “etapa de selección” (así le llaman al caprichoso proceso por el cual eligen el aspirante que les cayó más simpático o les pareció que dará menos problemas a la empresa), los tormentos continúan porque casi todo lo que uno hace o deja de hacer en su trabajo está regulado por las ideas geniales de estos publicitarios frustrados. Me los imagino en sus sesiones de brainstorming, pensando la mejor forma de anunciarles a los empleados que a partir de ahora el festejo de fin de año, por recortes presupuestarios, será reemplazado por una merienda autogestionada en la plaza de la esquina. Seguramente, ellos lo convertirán en un alegre anuncio elogiando las bondades de comer un sándwich de mortadela al aire libre o la importancia de colaborar con los que no pueden pagarse el refrigerio solitos.
Los RRHH encuentran su máximo canal de expresión en el e-mail, probablemente porque mediante esta vía pueden dar rienda suelta a su necesidad de llenarlo todo con caritas felices, matecitos, e-guirnaldas y signos de admiración. Todo aviso parroquial, por ejemplo que hay que renovar el formulario de ganancias, va acompañado de emoticones y letras de colores que, se supone, colaboran en hacernos el día mucho más feliz. Lo que ocurre en realidad es que los RRHH son todos, pero todos, adultos bastante pavotes que le encontraron la vuelta a poder seguir actuando como nenes el resto de sus vidas. Se excitan terriblemente cuando la consigna es decorar, recordar cumpleaños u organizar el amigo invisible de la oficina.
Aunque pudiera colegirse lo contrario, los RRHH no son para nada solidarios con los movimientos trabajadores; ellos sólo conciben al empleado como un ente individualista que cuando se agrupa en más de dos se convierte en un agitador peligroso que hay que remover de la empresa. En la facultad por correspondencia que les da el diploma les enseñan, seguramente, todas esas huevadas relativas a que una persona que es autosuficiente no necesita organizarse para exigir sus derechos, etc, etc. También les deben enseñar a estos cabecitas frescas, a juzgar por su conducta genuflexa, que los jefes son siempre personas amigables y bonachonas que buscan nuestra felicidad regalándonos luncheon tickets y beneficios exclusivos. Ellos, cual arcángeles ungidos, son encargados de comunicar las bendiciones papales de turno. Se sienten en la cima de la dádiva cuando anuncian (por e-mail, por supuesto) que la empresa ha decidido, en un esfuerzo económico sin precedentes, otorgar a sus colaboradores un descuento del 5% los jueves impares en el supermercado Nine de Castelar (que no incluye bodegas Chandon). Los RRHH suelen comentar entre ellos, como si se susurraran un secreto divino, lo lindo que es tener un trabajo donde siempre se dan buenas noticias y se ayuda al crecimiento de las personas. Si hasta parece que cuando reparten los sobres con los recibos de sueldo, se creyeran un poquito que son ellos los que nos están pagando…
Los RRHH suelen trabajar en dulce montón con sus principales cómplices, los psicólogos laborales. Estos sujetos, expulsados del circuito de la asistencia de salud, terminan vaya a saber cómo trabajando para empresas que los convencen de que ellos solitos podrán definir el perfil psicológico de los postulantes. En realidad es como la ambulancia para los médicos (o sea, el trabajo que nadie quiere y que queda para los mediocres que aprobaron con cuatro), pero ellos, fingiendo encanto con su trabajo detectivesco, nos abruman con su batería de tests pseudocientíficos, los cuales, de nuevo, son de respuesta obvia y remanida cuando ya se hicieron más de una vez. Mi teoría es que, salvo que en las manchas uno insista en ver testículos o tipos matando viejas, la cosa está más o menos zanjada. Los “informes” que preparan luego de estos psicotécnicos contienen insensateces que siempre deschavan nuestras pulsiones anales o nuestros deseos ocultos de serruchar a un abuelo, por lo cual nadie en su sano juicio pide leerlos una vez que superó el trance. Estos perfiles que elaboran, la más de las veces son absolutamente compatibles con el puesto al que se aspira, por lo cual uno tiene que concluir que a estos enfermos les gusta escribir chanchadas sobre las personas que no conocen, just for fun.
RRHHs y psicólogos laborales están en el mundo para limar las singularidades, elegir al más estándar y tratar de descartar la originalidad que pueda cuestionar al status quo. Fueron entrenados para privilegiar a los no problemáticos y hacer encajar a las personas en los tres o cuatro moldecitos que les enseñaron en sus días de estudiante. Los aterroriza la idea de la innovación a pesar de que se llenan de frases modernas y efectivas como “motivación situacional” o “pensamiento lateral”. Por eso, la mejor estrategia con ellos es tratar de parecer siempre un poquito más estúpido de lo que se es en realidad, celebrarles las frases cursis y hacer todo lo que esperan de uno: no mirar para abajo, no mirar para arriba, no rascarse la nariz mientras se responde, no titubear pero tampoco responder muy rápido; en definitiva, no ser nunca espontáneos. De esa manera aumentamos las chances de pasar a la etapa siguiente donde sí nos entrevistará, con toda probabilidad, un homo sapiens.
No hay comentarios:
Publicar un comentario