Desde que soy pequeña, tuve aversión a la carne roja. Para mí, y aún antes de formarme en anatomía y biología, era simplemente un músculo que había sido cocinado. Podía ver y sentir claramente las fibras, los nervios y nodos, en fin, las cosas asquerosas que no querríamos imaginar mientras comemos un bife.
Ya de adolescente me propuse hacer un esfuercito extra y extender mi rechazo a la ingestión de todo tipo de carne. La idea, para ser honesta, de estar masticando algo que había sido en vida un animalito, nunca me dejó del todo indiferente. En mi casa éramos lo que se dice “bicheros” (llegamos a tener patos, sapos y gallinas de mascota), y ese amor no era demasiado compatible con el asadito de los domingos.
Cuando fui madre vi todo el proceso desde el comienzo: cómo un niño al principio ni siquiera sospecha la relación entre la papilla que come y el peluche que representa a un cerdito, y cómo luego comienza a atar cabos pero aparece esa sana negación infantil que hace que haya límites muy precisos para lo que quieren saber. Me acuerdo de que un día le dije a mi hijo de unos dos años que esa noche le cocinaría un “pollito” y él me respondió, muy seriamente, que debía estar equivocándome porque el pollito era alguien que hacía “pío, pío”. Se me hizo un nudo en la garganta cuando le expliqué que éste era otro pollito que iba al horno con papas.
La verdad es que después de muchos años me estabilicé en lo que soy ahora, una ovolactovegetariana que come ocasionalmente pollo y pescado, pero admito que si se inventara un alimento artificial que reemplazara decentemente a estos últimos (no la soja ni el seitán, por favor), me inclinaría por ello sin dudarlo.
Lo malo es que cuando uno habla con la gente que sabe, la cosa empieza a complicarse:
Por un lado, están los geólogos y agrónomos que te explican que de hecho si todos eligiéramos hacernos vegetarianos, estaríamos ante un grave problema de abastecimiento, que la producción del suelo no da para que todos vivamos de él. O sea que habría, después de todo, una razón ecológica de que comamos animales de vez en cuando. Esto de paso sirve para cerrarles un poco la boca a los giles que despotrican contra los “transgénicos”, como si todos en el mundo fueran hippies de clase media que pueden darse el lujo de elegir alimentos orgánicos. Que se expanda la producción alimenticia mediante la tecnología, para muchas sociedades, es una bendición.
Por otro lado, los biólogos que se dedican a estudiar plantas saben hace rato que a ellas tampoco les agrada ser comidas, que poseen mecanismos muy complejos por los cuales tratan de evitar a los depredadores (insectos en su mayoría, pero también animales herbívoros y humanos), e incluso producen mediadores químicos para fines tan nobles como alertar a las plantas vecinas de que deben secretar irritantes anti insectos o atraer depredadores de sus depredadores, por ejemplo, libélulas que se comerán a la molesta langosta.
O sea que las lecciones aprendidas son varias y desconcertantes: aunque estamos depredando constantemente para subsistir, la vida siempre lucha por permanecer; no hay forma viva, primitiva o especializada, que permanezca indiferente ante su propia aniquilación.
Lo triste es que, aunque haya fundamentos para creer que todo es parte de los designios naturales, la culpa (esa construcción tan cultural) a algunos no nos deja de atormentar ni por un instante.
Ya de adolescente me propuse hacer un esfuercito extra y extender mi rechazo a la ingestión de todo tipo de carne. La idea, para ser honesta, de estar masticando algo que había sido en vida un animalito, nunca me dejó del todo indiferente. En mi casa éramos lo que se dice “bicheros” (llegamos a tener patos, sapos y gallinas de mascota), y ese amor no era demasiado compatible con el asadito de los domingos.
Cuando fui madre vi todo el proceso desde el comienzo: cómo un niño al principio ni siquiera sospecha la relación entre la papilla que come y el peluche que representa a un cerdito, y cómo luego comienza a atar cabos pero aparece esa sana negación infantil que hace que haya límites muy precisos para lo que quieren saber. Me acuerdo de que un día le dije a mi hijo de unos dos años que esa noche le cocinaría un “pollito” y él me respondió, muy seriamente, que debía estar equivocándome porque el pollito era alguien que hacía “pío, pío”. Se me hizo un nudo en la garganta cuando le expliqué que éste era otro pollito que iba al horno con papas.
La verdad es que después de muchos años me estabilicé en lo que soy ahora, una ovolactovegetariana que come ocasionalmente pollo y pescado, pero admito que si se inventara un alimento artificial que reemplazara decentemente a estos últimos (no la soja ni el seitán, por favor), me inclinaría por ello sin dudarlo.
Lo malo es que cuando uno habla con la gente que sabe, la cosa empieza a complicarse:
Por un lado, están los geólogos y agrónomos que te explican que de hecho si todos eligiéramos hacernos vegetarianos, estaríamos ante un grave problema de abastecimiento, que la producción del suelo no da para que todos vivamos de él. O sea que habría, después de todo, una razón ecológica de que comamos animales de vez en cuando. Esto de paso sirve para cerrarles un poco la boca a los giles que despotrican contra los “transgénicos”, como si todos en el mundo fueran hippies de clase media que pueden darse el lujo de elegir alimentos orgánicos. Que se expanda la producción alimenticia mediante la tecnología, para muchas sociedades, es una bendición.
Por otro lado, los biólogos que se dedican a estudiar plantas saben hace rato que a ellas tampoco les agrada ser comidas, que poseen mecanismos muy complejos por los cuales tratan de evitar a los depredadores (insectos en su mayoría, pero también animales herbívoros y humanos), e incluso producen mediadores químicos para fines tan nobles como alertar a las plantas vecinas de que deben secretar irritantes anti insectos o atraer depredadores de sus depredadores, por ejemplo, libélulas que se comerán a la molesta langosta.
O sea que las lecciones aprendidas son varias y desconcertantes: aunque estamos depredando constantemente para subsistir, la vida siempre lucha por permanecer; no hay forma viva, primitiva o especializada, que permanezca indiferente ante su propia aniquilación.
Lo triste es que, aunque haya fundamentos para creer que todo es parte de los designios naturales, la culpa (esa construcción tan cultural) a algunos no nos deja de atormentar ni por un instante.
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