En mi adolescencia tuve un escarceo amoroso con la actuación.
Tuvo un comienzo absolutamente azaroso, como tantas otras experiencias de mi vida que terminarían siendo ricas y determinantes.
Había ido –sola, como hacía muy a menudo- a ver una obra de teatro under que daban en una sala de San Telmo. La obra era “Diálogo entre un Sacerdote y un Moribundo”, del Marqués de Sade. Lo había visto en la cartelera teatral y me sedujo al instante la idea de ver la puesta en escena de esta obrita tan singular, tan atípica, del Divino Marqués. Llena de expectativa me fui hasta el teatro que quedaba en un tramo empedrado y precioso de la calle Estados Unidos, en el corazón de nuestro Montmartre porteño. Era un miércoles y llovía a cántaros; no sé qué me llevó a pensar que alguien además de mí podría apersonarse a ver esa obra y en esas condiciones.
El teatro, de hecho, estaba vacío. En la puerta estaba quien sería mi maestro de actuación, Federico Herrero, como era entonces o al menos como yo lo recuerdo: de unos cuarenta años, coleta tirante, camisa blanca entreabierta y cigarrillo constantemente encendido; era un Marqués de Sade traído a nuestras pampas vaya a saber mediante qué conjuro temporo espacial. Tenía una mirada de cocainómano que, tristemente y como tantas veces, contribuía a darle un aire lánguido y seductor.
Herrero me explicó que la obra no se haría y nos quedamos conversando un rato. Había algo en él que me cohibía terriblemente y a la vez supe que querría permanecer en ese teatro por un buen período de mi vida -que en ese instante de la adolescencia era casi imposible de medir.
(Semanas más tarde me enamoré perdidamente de quien interpretaba al moribundo, el genial actor off Alvaro López, y como descubrí que además de actor era profesor de matemáticas, fingí durante meses una dificultad para dicha materia que me llevó a contratarlo como profesor particular. Alvaro venía a mi casa, con sus rulos y su mochila hippie, y me daba lecciones geniales de trigonometría mientras yo le hacía tecitos y suspiraba por él.)
Me quedé, entonces, en el Teatro Escuela Central por algunos años, primero aprendiendo los rudimentos de este arte que Herrero insistía en desmitificar, en poner a la altura de cualquier otro oficio, y más tarde representando las mismas obras under para el escaso pero siempre efusivo público de San Telmo. Pusimos obras de Pier Heller, de Osvaldo Dragún, y del Marqués por supuesto. El Teatro Escuela había sido durante los años de la dictadura un bastión para esos autores malditos, muchos de ellos como Dragún perseguidos y exiliados. El mismo Herrero formaba parte, según la mitología local, de las listas negras de los militares. En el Teatro Escuela conocí personas únicas, indescifrables, una fauna preciosa de seres que por un extraño motivo desaparecieron uno a uno de mi vida, al punto de que hoy bien podría dudar de la existencia de ellos, de ese tiempo (ni el Teatro Escuela queda en pie hoy en día), de mis propias vivencias que habían sido, no obstante, tan intensas. Decenas de personas que no se parecen en nada a los que habría de conocer antes o después, que eran de otro mundo, que se evaporaron como corresponde a los fantomas: el atribulado actor que me hacía acordar a mi padre y usaba camisas con dibujos de pequeñas tijeritas, las actrices hermosas y algo extraviadas, el cellista de la filarmónica, la conflictuada compañera de obra que no quería a los hombres sino a las mujeres y se paseaba desnuda cuando iba a visitarla a su casa, Herrero mismo, que se escondía en su oficina para luego emerger con la mirada perdida y narcótica a hablarnos de Brecht y de Ionesco y de lo absurdo de la memoria emotiva, ese invento psi. El boliche Pelourinho, la espera emocionada y la pequeña decepción de Mariposa Tecnicolor luego del hit inigualable de El Amor Después del Amor. El teatro mismo que era oscuro y húmedo, lleno de fantasmas, preñado del eco de tantas funciones y voces que lo habían poblado.
Esos días fueron mis pequeños sesentas, mi sueño de amor libre, mi coqueteo con la noche y lo inexplorado, pero como todo sueño acabó pronto y se esfumó para no dejar huellas.
Estaba comenzando a vivir, las puertas de la experiencia parecían abiertas e infinitas; era, en otras palabras, el mundo que existe cuando se tienen dieciséis años.
Tuvo un comienzo absolutamente azaroso, como tantas otras experiencias de mi vida que terminarían siendo ricas y determinantes.
Había ido –sola, como hacía muy a menudo- a ver una obra de teatro under que daban en una sala de San Telmo. La obra era “Diálogo entre un Sacerdote y un Moribundo”, del Marqués de Sade. Lo había visto en la cartelera teatral y me sedujo al instante la idea de ver la puesta en escena de esta obrita tan singular, tan atípica, del Divino Marqués. Llena de expectativa me fui hasta el teatro que quedaba en un tramo empedrado y precioso de la calle Estados Unidos, en el corazón de nuestro Montmartre porteño. Era un miércoles y llovía a cántaros; no sé qué me llevó a pensar que alguien además de mí podría apersonarse a ver esa obra y en esas condiciones.
El teatro, de hecho, estaba vacío. En la puerta estaba quien sería mi maestro de actuación, Federico Herrero, como era entonces o al menos como yo lo recuerdo: de unos cuarenta años, coleta tirante, camisa blanca entreabierta y cigarrillo constantemente encendido; era un Marqués de Sade traído a nuestras pampas vaya a saber mediante qué conjuro temporo espacial. Tenía una mirada de cocainómano que, tristemente y como tantas veces, contribuía a darle un aire lánguido y seductor.
Herrero me explicó que la obra no se haría y nos quedamos conversando un rato. Había algo en él que me cohibía terriblemente y a la vez supe que querría permanecer en ese teatro por un buen período de mi vida -que en ese instante de la adolescencia era casi imposible de medir.
(Semanas más tarde me enamoré perdidamente de quien interpretaba al moribundo, el genial actor off Alvaro López, y como descubrí que además de actor era profesor de matemáticas, fingí durante meses una dificultad para dicha materia que me llevó a contratarlo como profesor particular. Alvaro venía a mi casa, con sus rulos y su mochila hippie, y me daba lecciones geniales de trigonometría mientras yo le hacía tecitos y suspiraba por él.)
Me quedé, entonces, en el Teatro Escuela Central por algunos años, primero aprendiendo los rudimentos de este arte que Herrero insistía en desmitificar, en poner a la altura de cualquier otro oficio, y más tarde representando las mismas obras under para el escaso pero siempre efusivo público de San Telmo. Pusimos obras de Pier Heller, de Osvaldo Dragún, y del Marqués por supuesto. El Teatro Escuela había sido durante los años de la dictadura un bastión para esos autores malditos, muchos de ellos como Dragún perseguidos y exiliados. El mismo Herrero formaba parte, según la mitología local, de las listas negras de los militares. En el Teatro Escuela conocí personas únicas, indescifrables, una fauna preciosa de seres que por un extraño motivo desaparecieron uno a uno de mi vida, al punto de que hoy bien podría dudar de la existencia de ellos, de ese tiempo (ni el Teatro Escuela queda en pie hoy en día), de mis propias vivencias que habían sido, no obstante, tan intensas. Decenas de personas que no se parecen en nada a los que habría de conocer antes o después, que eran de otro mundo, que se evaporaron como corresponde a los fantomas: el atribulado actor que me hacía acordar a mi padre y usaba camisas con dibujos de pequeñas tijeritas, las actrices hermosas y algo extraviadas, el cellista de la filarmónica, la conflictuada compañera de obra que no quería a los hombres sino a las mujeres y se paseaba desnuda cuando iba a visitarla a su casa, Herrero mismo, que se escondía en su oficina para luego emerger con la mirada perdida y narcótica a hablarnos de Brecht y de Ionesco y de lo absurdo de la memoria emotiva, ese invento psi. El boliche Pelourinho, la espera emocionada y la pequeña decepción de Mariposa Tecnicolor luego del hit inigualable de El Amor Después del Amor. El teatro mismo que era oscuro y húmedo, lleno de fantasmas, preñado del eco de tantas funciones y voces que lo habían poblado.
Esos días fueron mis pequeños sesentas, mi sueño de amor libre, mi coqueteo con la noche y lo inexplorado, pero como todo sueño acabó pronto y se esfumó para no dejar huellas.
Estaba comenzando a vivir, las puertas de la experiencia parecían abiertas e infinitas; era, en otras palabras, el mundo que existe cuando se tienen dieciséis años.
20 comentarios:
Hola Caro. No sé si alguna vez nos cruzamos, pero a comienzos de los 80 yo deambulé por Teatro Escuela y conocí a Federico y tuve una amiga a la que no le gustaban los hombres (pero no se paseaba desnuda, sólo me regalaba flores, me abría la puerta del taxi y me daba el lado de la pared cuando caminábamos por Buenos Aires) Mi amigo Gustavo Torres descubrió tu blog y me avisó urgente para que yo pudiera sentir la misma emoción.
Maravillosa sorpresa, el caleidoscopio del tiempo nos movilizó el corazón a través de tu crónica. Hace 20 años me fui de Buenos Aires, vivo en La Pampa, pero no olvido "nuestros años felices". ¡GRACIAS!
Gracias a vos Liliana; ni en mis más osadas fantasías estaba la de que alguien del Teatro Escuela encontrara alguna vez este blog! Ahora visitaré el tuyo.
Hola Caro: soy el Gustavo Torres del que habla Liliana. Yo también vivi Teatro Escuela en los 80 y me marcó de por vida: hoy vivo de esto de ser actor. Trabajo entre Plaza Huincul (Neuquen) y Buenos Aires. Lo que escribiste no solo me emocionó hasta las lagrimas sino que me llevó a un estado del que todavía no salgo! Felicidad! Quise compartirlo con mis amigos de Teatro Escuela y con mis amigos actuales de teatro y tu texto voló por todos lados! Gracias! Simplemente muchas gracias!!!!
¡Chicos, muchas gracias! ¿Y Uds tienen esta misma sensación de que todo ese mundo se esfumó?
Yo tengo la sensacion de que ese mundo cambió en la realidad, pero dentro nuestro nunca se va a ir. En mi caso cambió por otros mundos de magia y ensueños y de ceremonias, como todo lo teatral...cambió por cosas y mundos que yo elegí(como pude pero elegí!) y el HOY es mi MUNDO!...aunque esta muy bueno emocionarse y adrenalinarse con mundos pasados o futuros!!!!. Vuelvo a decirte : MUCHAS GRACIAS CARO!!!!! (Encontré a Diana Fazio y su arquitectura en España...por la web y también me hizo revivir épocas federicoherreras!!!)
HOLA CARO, ME EMOCIONO RU RELATO.
COMPARTI 4 ÑOS CON FEDERICO HERRERO EN PINAMAR.
ESTUVE CON FEDERICO DURANTE 4 AÑOS EN PINAMAR.DESDE EL 2001 EN ADELANTE.
ME EMOCIONO LO QUE LEI PORQUE ES PARTE DE SU PASADO.
ESTUVE CON FEDERICO DURANTE 4 AÑOS EN PINAMAR.DESDE EL 2001 EN ADELANTE.
ME EMOCIONO LO QUE LEI PORQUE ES PARTE DE SU PASADO.
CARO...MUY LINDO TU RELATO., YO ESTUVE MUCHOS AÑOS EN EL MAGICO TEATRO ESCUELA CON EL GRAN FEDERICO HERRERO, ME LLAMO LISY MACLEAN...ACTUE EN VARIAS OBRAS DEL TEATRO, EN LO UNICO QUE NO COINCIDO CON VOS ES QUE LO QUE YO VIVI Y VI ES COLAS Y COLAS DE ESPECTADORES PARA VER LAS OBRAS DEL ESCUELA...MAS MUCHISIMAS VECES APARECIA EL CARTELITO NO HAY LOCALIDADES....UN BESO
Hola Lisy, me acuerdo perfectamente de vos, eras una de las "chicas Almodóvar (Herrero)! Tenías un enorme talento, espero sigas en la actuación.
Por supuesto que el teatro estaba a reventar la mayoría de las veces -la primera vez que yo fui llovía torrencialmente- , y como también te habrás dado cuenta hay mucho de ficción en mi relato (pobre Federico, no creo seriamente que se encerrara a esnifar! pero en mi relato eso le da un aura romántica. Me alegró muchísimo tu visita. Besos.
Hola Caro, soy Maria Rizzo, estuve 7 años en teatro Escuela. A partir del 87. Le voy a pasar el dato a Alvaro, (seguimos en contacto). Comparti escenario con el y con unos cuantos mas, vivi salas llenas, talento y creatividad a full. Buenas epocas!!
Besos
María!! Me acuerdo de vos! Para mí eras una musa. Después te perdí la pista. ¿Dónde trabajás ahora?
Caro, vivo en Mendoza, desde hace unos años. Todavia tengo contacto con Alvaro. No actuo desde hace bastante tiempo, escribi una obra.... En fin, me dedico a Relaciones Publicas y Marketing. La vida da muchas vueltas.
Besos
hola soy el hijo de federico
te dejo mi face
nico_rocka@hotmail.com
alvaro lon tenia como profesor de quimica ,matematicas y fisica
saludos
nico_rocka@hotmail.com
hola caro me llamo nicolas y soy el hijo de tu ex director
tambien conozco alvaro ue profesor mio
te dejo mi email agregame en el face
nico_rocka@hotmail.com
cada tanto estoy con mi papa tomando algo en el centro asique cuando quieras podemos organizar y lo ves para charlar de vieja s
epocas
Nicolas, me acuerdo de vos,de tu mama y de tus hermanos.Eras muy chiquito!!
Le paso tu mail a Alvaro.
Besos
Maria Rizzo
Pasame tu mail María!! O tu facebook si tenés! Besos
mariamza10@gmail.com
Buscame en FB.
Besos
Increìble! Cuàntas veces he vuelto a recordar en mi vida aquel Teatro Escuela de la calle EEUU 745 que tanto me marcò. Como dice Caro, momentos que parecieran tal vez no haber existido. Imaginados. Idealizados. Una galeria de personajes entrañables, escapados de varios cuadros de Edward Hopper, que encontràbamos una razòn para seguir creyendo arriba de ese pequeño escenario. El bar de la esquina y tertulias interminables hablando de Teatro con Federico.
Alvaro, siempre. ACTORAZO!
Tambièn me acuerdo de Nicolàs chiquito y me alegra saber que Federico sigue en pie. Existe aùn el Teatro? Le perdì el rastro despuès de San Juan y Bolivar...
QUERIDA MARIA RIZZO!!! Soy Fernando. Estuvimos en clase un par de años juntos. En esa època, era mensajero en moto y siempre llegaba con mi motito destruida y la estacionaba en el patio. Te acordàs?
Gracias a todos por los lindos recuerdos! Gracias Caro por el post! Mi mail: volandum@yahoo.com
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