Hay un fantasma que recorre Argentina: el del opinador en materia médica.
No es, como podría inferirse, médico; ni siquiera, la más de las veces, tiene formación biológica alguna. Es que el opinador médico es siempre un ciudadano bastante comunardo –algunos con más saña y bruteza puesta al servicio de la opinión salame, otros con menos-, y hasta me inclinaría a pensar que cuanto menor es el conocimiento, mayores las ganas de verter burradas por todos los orificios para la consideración del prójimo.
Pocas ramas de la ciencia deben haberse visto tan azotadas por este flagelo como la medicina. Digamos que si uno eligió ser abogado, arquitecto o economista, está bastante a resguardo de las salvajadas de los opinadores de turno. Rara vez vemos a un lego explicarle a un ingeniero la mejor forma de hacer un puente, o a un filósofo la verdadera implicancia del espíritu del mundo según Hegel.
Sin embargo, los que somos médicos nos vemos atormentados muy seguido por charlatanes que, sin pudor alguno, nos discuten, informan, esclarecen y asesoran sobre temas que se supone manejamos un poquito mejor que ellos, dada la respetable cantidad de años que pasamos quemándonos las pestañas al respecto. La fuente de tan lúcidas aseveraciones es, por lo general, alguna columna de la revista Para Ti, un mail que anda circulando, lo que escuchó el lego en “el noticioso” o, indudablemente la estrella de la evidencia científica, lo que le pasó a un amigo o entenado.
El mecanismo por lo general es así: ávido de comunicar su sapiencia, el opinador médico comienza sacando el tema disimuladamente, como al azar; es decir, la mayoría de las veces preguntándonos con aire inocente nuestra opinión sobre un tema médico X. Cuando nos avenimos a explicarles lo que sabemos del tema (no suele ser mucho, pero al menos lo poquito que podemos decir tiene cierto aval, digamos, académico), el opinador aprovecha para ilustrarnos con la verdad de la milanesa, que por lo general es una iluminación genial que desbarata todo lo que el corpus galeno da por verdadero. Al opinador médico le encanta discutir. Es capaz de pasarse una semana googleando para encontrar ESE caso raro y especial que desmiente lo que la casuística mundial ha establecido. Muy a menudo, otorga más valor a lo que dicen curanderos, kinesiólogos y parteras que a lo que dicen los médicos. Se le juegan cuestiones de índole muy personal a la hora de argumentar; cuando da el brazo a torcer sólo es una tregua que ya tendrá ocasión de romper al grito de “¡Mucha facultad, mucha facultad pero tenía razón yo!”
La verdad es que no sé cómo logramos que una ciencia de considerable complejidad como es la medicina, esté en boca de cualquier pavo que lanza postulados científicos sin ponerse colorado. No sé cómo te hablan tan frescos del infarto cuando la mayoría no sabe ni siquiera cómo funciona la circulación de la sangre. ¿No se nos habrá ido la mano con lo de la divulgación científica? ¿No nos habrán enterrado tantos Zin, Cormillot, Socolinsky y otros que pretendieron poner en el soberano la llave del conocimiento sagrado que Hipócrates nos legó casi al oído?
Puede ser.
Voto por volver al oscurantismo total, sólo por verme librada de los opinadores que me rodean e insisten en enseñarme las cositas que, por algún motivo, creen que no terminé de entender en mis días de facultad.
No es, como podría inferirse, médico; ni siquiera, la más de las veces, tiene formación biológica alguna. Es que el opinador médico es siempre un ciudadano bastante comunardo –algunos con más saña y bruteza puesta al servicio de la opinión salame, otros con menos-, y hasta me inclinaría a pensar que cuanto menor es el conocimiento, mayores las ganas de verter burradas por todos los orificios para la consideración del prójimo.
Pocas ramas de la ciencia deben haberse visto tan azotadas por este flagelo como la medicina. Digamos que si uno eligió ser abogado, arquitecto o economista, está bastante a resguardo de las salvajadas de los opinadores de turno. Rara vez vemos a un lego explicarle a un ingeniero la mejor forma de hacer un puente, o a un filósofo la verdadera implicancia del espíritu del mundo según Hegel.
Sin embargo, los que somos médicos nos vemos atormentados muy seguido por charlatanes que, sin pudor alguno, nos discuten, informan, esclarecen y asesoran sobre temas que se supone manejamos un poquito mejor que ellos, dada la respetable cantidad de años que pasamos quemándonos las pestañas al respecto. La fuente de tan lúcidas aseveraciones es, por lo general, alguna columna de la revista Para Ti, un mail que anda circulando, lo que escuchó el lego en “el noticioso” o, indudablemente la estrella de la evidencia científica, lo que le pasó a un amigo o entenado.
El mecanismo por lo general es así: ávido de comunicar su sapiencia, el opinador médico comienza sacando el tema disimuladamente, como al azar; es decir, la mayoría de las veces preguntándonos con aire inocente nuestra opinión sobre un tema médico X. Cuando nos avenimos a explicarles lo que sabemos del tema (no suele ser mucho, pero al menos lo poquito que podemos decir tiene cierto aval, digamos, académico), el opinador aprovecha para ilustrarnos con la verdad de la milanesa, que por lo general es una iluminación genial que desbarata todo lo que el corpus galeno da por verdadero. Al opinador médico le encanta discutir. Es capaz de pasarse una semana googleando para encontrar ESE caso raro y especial que desmiente lo que la casuística mundial ha establecido. Muy a menudo, otorga más valor a lo que dicen curanderos, kinesiólogos y parteras que a lo que dicen los médicos. Se le juegan cuestiones de índole muy personal a la hora de argumentar; cuando da el brazo a torcer sólo es una tregua que ya tendrá ocasión de romper al grito de “¡Mucha facultad, mucha facultad pero tenía razón yo!”
La verdad es que no sé cómo logramos que una ciencia de considerable complejidad como es la medicina, esté en boca de cualquier pavo que lanza postulados científicos sin ponerse colorado. No sé cómo te hablan tan frescos del infarto cuando la mayoría no sabe ni siquiera cómo funciona la circulación de la sangre. ¿No se nos habrá ido la mano con lo de la divulgación científica? ¿No nos habrán enterrado tantos Zin, Cormillot, Socolinsky y otros que pretendieron poner en el soberano la llave del conocimiento sagrado que Hipócrates nos legó casi al oído?
Puede ser.
Voto por volver al oscurantismo total, sólo por verme librada de los opinadores que me rodean e insisten en enseñarme las cositas que, por algún motivo, creen que no terminé de entender en mis días de facultad.
1 comentario:
no tenes paz...
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