De niña tuve una relación morbosa con algunos de mis libros. Oliver Twist, por ejemplo, del cual tenía una edición infantil ilustrada, me atraía a la vez que me espantaba con su fantasmagórico retrato del Londres de los villanos y los bandidos. Los Músicos de Bremen, por su parte, me aterrorizaba porque trataba básicamente de una pandilla de animales salvajes que entraban a hacer estragos en la casa de unos ladrones mientras éstos salían de atraco.
Sin embargo, volvía una y otra vez a estos libros. A Oliver Twist lo leía escondida en algún rincón de la casa, comiendo pan con queso y soñando con que era yo la pobre huérfana a merced de la ciudad extraña.
A Los Músicos de Bremen lo dejé olvidado en un hotel de Mar del Plata; lloré su extravío porque me daba cuenta de que algo muy poderoso, que lograba encerrar entre las páginas de un libro a mis terrores más profundos, se había perdido para siempre.
Sin embargo, volvía una y otra vez a estos libros. A Oliver Twist lo leía escondida en algún rincón de la casa, comiendo pan con queso y soñando con que era yo la pobre huérfana a merced de la ciudad extraña.
A Los Músicos de Bremen lo dejé olvidado en un hotel de Mar del Plata; lloré su extravío porque me daba cuenta de que algo muy poderoso, que lograba encerrar entre las páginas de un libro a mis terrores más profundos, se había perdido para siempre.
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