Vi Sylvia, la película interpretada por una voluntariosa pero poco convincente Gwyneth Paltrow. No conozco los pormenores de la filmación, pero algo me dice que el recientemente extinto Ted Hughes no la hubiera aprobado. Antes de la película, muchos debieron abrazar la historia oficial del papel bienhechor de Hughes, que poco había podido hacer contra la melancolía constitutiva de Sylvia.
El film simplifica un poco las cosas centrando la causa de la decisión suicida en las repetidas infidelidades de Hughes, sobre todo considerando que Sylvia tenía ya en su haber, a la corta edad de treinta años, varios coqueteos nunca consumados con la muerte.
Sea como fuere, fue triste hasta el dolor ver plasmado en imágenes ese momento en el cual el gas logró lo que no habían podido el agua, las píldoras ni las gillettes en su momento. La amorosa forma en la cual cubrió las puertas de paños húmedos para proteger a sus pequeños hijos que dormían en la habitación contigua (probablemente una licencia fílmica, pero eficaz al fin). También es muy locuaz la escena donde una desesperada Sylvia llega hasta la orilla del mar y es detenida por la mirada de sus niños desde el automóvil estacionado en la arena, aunque lo que la llevaba hacia el agua fuera una llamada mucho más ancestral e imparable.
The Bell Jarr, y en menor medida Ariel, fueron un espejo bruñido en el cual muchas soñadoras nos miramos de frente alguna vez, con parecidas certezas pero muy diferente valentía para enfrentarlas. Parece mentira que un director de cine que tuvo la iniciativa de contar la historia de Sylvia Plath, no haya sabido mostrar todas esas otras cosas que la herían de muerte, la sumatoria de cotidianeidades que la devastaban, entre las cuales los affaires de su marido debieron haber sido sólo una excusa para materializar el desenlace.
Y este es el último poema que escribió, la tarde antes de matarse. Se llama Límite:
La mujer alcanzó la perfección.
Su cuerpo muerto muestra la sonrisa de realización,
la apariencia de una necesidad griega
fluye por los pergaminos de su toga,
sus pies desnudos parecen decir,
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes,
uno a cada pequeña jarra de leche ahora vacía.
Ella los ha plegado de nuevo hacia su cuerpo;
así los pétalos de una rosa cerrada,
cuando el jardín se envara
y los olores sangran de las dulces gargantas
profundas de la flor de la noche.
La luna no tiene por qué entristecerse,
mirando con fijeza desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crepitan y se arrastran.
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