domingo, 20 de diciembre de 2009

Interiores II


Este es un post antipático, y un poquito políticamente incorrecto.
Es que nada cambió bajo el sol, al menos en lo que respecta a mis experiencias, cada vez más frecuentes lamentablemente, por las ciudades de nuestro interior.
Antes de que se levanten las protestas federales aclaro que, obviamente, no es lo mismo vivir la encantadora experiencia de un viaje al interior cuando se es turista y, básicamente, a uno se lo atiende como tal (lo cual no está exento de malos tragos, sin embargo) que la experiencia de visitar asiduamente ciudades diversas por cuestiones de trabajo. Allí, las cosas son tal como son, sin maquillaje posible.
Lo que sigue es un resumen de los factores que ya no tolero de mis viajes a las grandes urbes argentinas que no son Buenos Aires:
-La dudosa calidad de los servicios. Por algún extraño motivo, los bares tienen la necesidad pajuerana de anunciar con carteles enormes que HAY WIFI. Igual daría que pusieran “Pida flan con crema”. Indefectiblemente, el servicio no funciona o es lento como una carreta. Encontrar un mozo que, además, sepa la clave, o qué es un modem, es una utopía.
-La ceremonia de la “siesta”: a ver… no estamos hablando de pueblitos perdidos que, cómo no, tienen todo el derecho del mundo a mantener la costumbre de la cabezada diurna porque no les interesa para nada parecerse a Buenos Aires. Estamos hablando, en cambio, de urbes de envergadura, que desean trabajar para compañías multinacionales, cobrar en dólares y todo eso. Entonces, es inadmisible que de dos a cinco se pare el mundo, el lugar en cuestión parezca una ciudad fantasma, y conseguir un taxi que te traslade al aeropuerto requiera de complicadas maniobras como llamar a Annie Millet para hacer un trayecto de quince cuadras. Los profesionales con los que interactúo, respetables galenos de guardapolvo blanco, se escandalizan si los llamo a la tarde y algunos me han confesado que se ponen el pijama a rayas para dormir la siesta.
-El agrande innecesario: a estas alturas ya aprendí a decodificar: un "Cinemark" es el Gran Rivadavia en su mejor época, un “shopping” es una galería de dos pisos, una “zona de restaurantes que no tiene nada que envidiarle a Palermo” es una cuadra con dos boliches, y un “Casino Gala” es un bingo donde amas de casa hacen cola a las diez de la mañana para usar las maquinitas tragamonedas.
-Los taxis impresentables: en la mayoría de las grandes ciudades del interior, lo que circula como flota estable de taxis es una corte de los milagros automotriz donde lo mejorcito es un corsa y lo peor, un Renault doce con olor a pis de gato. Suele haber dos o tres mafias distintas que cobran diferente y se odian entre sí, lo que te obliga a preguntarles antes de subir si tienen taxímetro, si pueden dar ticket, si están habilitados y si corrés riesgo de que te maten de una pedrada los del bando contrario (en eso no difieren mucho de los de aeroparque). Nobleza obliga, una a favor: los taxistas tucumanos tienen la mejor conversación del gremio, charlan lo justo y siempre sacan temas interesantes como los casos policiales resonantes de la ciudad.
-Las plagas: no todo es aedes aegypti bajo el sol. Hay provincias con plagas crónicas de cosas tales como moscas (he estado en lugares donde se extrañan si te negás a compartir tu mesa con una docena de amiguitos voladores), escarabajos que abundan incluso dentro de los aeropuertos y otras. En Mendoza están orgullosos de haber erradicado la mosca de la fruta arrojando desde aviones bolsas de excremento y moscas castradas, caigan donde cayeran. Debe haber sido un especáctulo digno de verse, amén de la proeza biológica que no desmerezco. La última vez que estuve en Santa Fe (esto es real), luego del conteo de pasajeros la azafata le dio el parte al comandante: veintiocho XX, dos extras, y siete mosquitos.
-El slang: entiendo que las cosas no se nombren igual en todos lados y, por supuesto, no pretendo que se adopte el dialecto porteño en el resto del país. Lo que no entiendo es que cuando pedís un “tostado” en lugar de un “carlitos”, se te queden mirando como si hubieras hablado en esperanto, o cuando decís que vas a “probarte” una ropa en lugar de “medírtela”, las vendedoras se crucen miradas de estupor. Lo mismo aplica a las medialunas de manteca o de grasa, que aparentemente son, en la lógica del interior, “dulces” o “saladas”. Una vez en una librería pedí una “Pilot”, aludiendo a uno de esos famosísimos bolígrafos finitos, y me tildaron de porteña presumida. Aparentemente allí son “Uniball”
-Los aeropuertos: todos, pero TODOS, parecen lo que son: aeropuertos pueblerinos. No le deseo a nadie la experiencia de quedarse varado cuatro horas en un aeropuerto que no tiene un bar abierto, ni una farmacia, ni internet, ni cabinas telefónicas. He llegado a ponerme psicóticamente alegre ante la perspectiva de que el kiosquito de Bahía Blanca abra y me expenda un paquete de Halls.

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