Fue uno de esos días de viaje (cuándo no); el día ya arrancaba raro, era en Mar del Plata donde casi inevitablemente me siento foránea, alienada, y caía una llovizna persistente. Yo estaba liberada de mis obligaciones laborales desde el mediodía y el avión partía recién bien entrada la noche. Había decidido recorrer un poco la ciudad, la zona de los parques que dicen que es tan hermosa, pero lo de la lluvia desbarató mis planes muy rápidamente. Y estaba esta sensación que no me abandonaba, una de mis auras migrañosas, cuando parece que camino sobre papel y los sentidos se abren a un máximo de percepción tal que para los que no conocen el fenómeno neurológico, la cosa adquiere ribetes místicos.
Como fuera, estaba pateando en una ciudad vacía, cuando me metí en una mega librería de viejo que hay en el centro de Mar del Plata a ver si conseguía algo de lectura para pasar la tarde.
Encontré, como suele pasar en estos lugares, dos libros maravillosos.
Uno era “Veredictos Discutidos”, (Edgard Lustgarten), de la colección El Séptimo Círculo que dirigían Borges y Bioy. El otro, y el que ocupa este post, era “Antiguedades”, de John Crowley. Una portada que me invitaba hipnóticamente desde su diseño botánico (tengo alguna fijación con los diseños fractálicos de ramas, flores y plantas). Una contratapa con el retrato del enigmático escritor, una mezcla de soñador y retorcido de unos cuarenta y cinco años al momento de tomarse esa fotografía. Y la mini bio dice que se trata de un profesor que vive con su mujer e hijas en una apartada casa gótica en las colinas de Massachusetts, que admira a Cervantes y a Góngora. Ideal.
El contenido del librito no podía ser menos. Lo leí íntegro en una hora y media de espera en el aeropuerto, totalmente absorta, al punto de que una enérgica discusión en inglés ocurría a mi lado y yo la oía como entre sueños, como si no estuviera teniendo lugar exactamente allí.
El libro es de cuentos, uno más estremecedor, inquietante, y a la vez adorable que el otro.
Arranca con “La niña verde”, un relato mágico, preñado de alegorías y de reminiscencias celtas, aunque algo inquietante que tiene que ver estrictamente con lo humano, y no con lo mágico, se cierne allí. El breve cuento trata de la otredad, del abandono de lo propio, es como un cuento de sirenas y de lo que les pasa cuando se aventuran fuera de su mundo acuático.
Todos son increíbles pero hay uno, “Nieve”, que es sencillamente estremecedor (sin dejar de ser de lo más simple y despojado que leí en mucho tiempo): una fábula sobre una compañía que comercializa “avispas” filmadoras encargadas de registrar la vida de una persona desde la cercana perspectiva de un dispositivo que vuela a su lado todo el tiempo. No es, obviamente, como ver un video de cumpleaños. El negocio verdadero de esta empresa es el microcine individual que tiene montado para que aquellas personas que perdieron a un ser querido puedan, luego del deceso, sentarse a ver horas y horas de material “crudo”, casual, hiriente desde la misma cotidianeidad que emana de ellas. Instantes de vida. La mujer del protagonista, con la cual éste mantenía una relación equívoca pero indudablemente apasionada, muere, y a él le toca concurrir a ver las interminables horas que la avispa ha filmado. Pero el sistema tiene un defecto, que de tan sensorial estremece: va perdiendo nitidez con el tiempo, efecto misterioso contra el que los técnicos de la megaempresa no pueden hacer nada, y es implacablemente aleatorio, por lo cual no es posible retroceder ni adelantar ni volver a ver una escena que a uno le haya emocionado particularmente. O sea, es como una reedición de la pérdida verdadera, una segunda pérdida mucho más dolorosa, industrializada, que nos muestra tan humanos como somos.
Quedé muy impresionada luego de la lectura de “Antiguedades”.
Días más tarde, googleé a este autor para poder conseguir más libros y saber mejor de quién se trataba. Descubrí que enseña en Yale, adonde aparentemente va cuando sale de su retiro gótico en las montañas. Y, en un acto en el cual no me reconozco demasiado, le envié un e-mail. Un e-mail breve, extraño indudablemente para que lo leyera un escritor americano de segunda línea. Le conté en ese e-mail, con la familiaridad que nos dan estas cosas por las cuales no damos dos mangos, que estaba en una ciudad costera de la Argentina, y que su libro me había hecho sentir a la vez extranjera y en casa, if you know what I mean. Que entendía que debía recibir muchas cartas y no esperaba que esta fuera particularmente valiosa para él.
Mr Crowley knew what I meant, porque a la semana o así me respondió. Me dijo que de hecho no solía recibir casi ninguna carta por lo cual la mía había sido una sorpresa muy agradable. Me habló un poco de El Verano del pequeño San John, su novela, y la editorial que la comercializaba en español. Y se alegraba de que su libro hubiera tenido tanto significado para mí.
Sí, somos todos seres humanos, no hay nada en la superficie que nos haga mejores o más especiales que otros. Los escritores de esta talla no deben ser idolatrados.
Como fuera, estaba pateando en una ciudad vacía, cuando me metí en una mega librería de viejo que hay en el centro de Mar del Plata a ver si conseguía algo de lectura para pasar la tarde.
Encontré, como suele pasar en estos lugares, dos libros maravillosos.
Uno era “Veredictos Discutidos”, (Edgard Lustgarten), de la colección El Séptimo Círculo que dirigían Borges y Bioy. El otro, y el que ocupa este post, era “Antiguedades”, de John Crowley. Una portada que me invitaba hipnóticamente desde su diseño botánico (tengo alguna fijación con los diseños fractálicos de ramas, flores y plantas). Una contratapa con el retrato del enigmático escritor, una mezcla de soñador y retorcido de unos cuarenta y cinco años al momento de tomarse esa fotografía. Y la mini bio dice que se trata de un profesor que vive con su mujer e hijas en una apartada casa gótica en las colinas de Massachusetts, que admira a Cervantes y a Góngora. Ideal.
El contenido del librito no podía ser menos. Lo leí íntegro en una hora y media de espera en el aeropuerto, totalmente absorta, al punto de que una enérgica discusión en inglés ocurría a mi lado y yo la oía como entre sueños, como si no estuviera teniendo lugar exactamente allí.
El libro es de cuentos, uno más estremecedor, inquietante, y a la vez adorable que el otro.
Arranca con “La niña verde”, un relato mágico, preñado de alegorías y de reminiscencias celtas, aunque algo inquietante que tiene que ver estrictamente con lo humano, y no con lo mágico, se cierne allí. El breve cuento trata de la otredad, del abandono de lo propio, es como un cuento de sirenas y de lo que les pasa cuando se aventuran fuera de su mundo acuático.
Todos son increíbles pero hay uno, “Nieve”, que es sencillamente estremecedor (sin dejar de ser de lo más simple y despojado que leí en mucho tiempo): una fábula sobre una compañía que comercializa “avispas” filmadoras encargadas de registrar la vida de una persona desde la cercana perspectiva de un dispositivo que vuela a su lado todo el tiempo. No es, obviamente, como ver un video de cumpleaños. El negocio verdadero de esta empresa es el microcine individual que tiene montado para que aquellas personas que perdieron a un ser querido puedan, luego del deceso, sentarse a ver horas y horas de material “crudo”, casual, hiriente desde la misma cotidianeidad que emana de ellas. Instantes de vida. La mujer del protagonista, con la cual éste mantenía una relación equívoca pero indudablemente apasionada, muere, y a él le toca concurrir a ver las interminables horas que la avispa ha filmado. Pero el sistema tiene un defecto, que de tan sensorial estremece: va perdiendo nitidez con el tiempo, efecto misterioso contra el que los técnicos de la megaempresa no pueden hacer nada, y es implacablemente aleatorio, por lo cual no es posible retroceder ni adelantar ni volver a ver una escena que a uno le haya emocionado particularmente. O sea, es como una reedición de la pérdida verdadera, una segunda pérdida mucho más dolorosa, industrializada, que nos muestra tan humanos como somos.
Quedé muy impresionada luego de la lectura de “Antiguedades”.
Días más tarde, googleé a este autor para poder conseguir más libros y saber mejor de quién se trataba. Descubrí que enseña en Yale, adonde aparentemente va cuando sale de su retiro gótico en las montañas. Y, en un acto en el cual no me reconozco demasiado, le envié un e-mail. Un e-mail breve, extraño indudablemente para que lo leyera un escritor americano de segunda línea. Le conté en ese e-mail, con la familiaridad que nos dan estas cosas por las cuales no damos dos mangos, que estaba en una ciudad costera de la Argentina, y que su libro me había hecho sentir a la vez extranjera y en casa, if you know what I mean. Que entendía que debía recibir muchas cartas y no esperaba que esta fuera particularmente valiosa para él.
Mr Crowley knew what I meant, porque a la semana o así me respondió. Me dijo que de hecho no solía recibir casi ninguna carta por lo cual la mía había sido una sorpresa muy agradable. Me habló un poco de El Verano del pequeño San John, su novela, y la editorial que la comercializaba en español. Y se alegraba de que su libro hubiera tenido tanto significado para mí.
Sí, somos todos seres humanos, no hay nada en la superficie que nos haga mejores o más especiales que otros. Los escritores de esta talla no deben ser idolatrados.
¿No?