Estoy definitivamente podrida. Harta, de toda hartedad. Harta de que la mediocridad y la ignorancia sigan manifestándose con tanta vigencia.
Para que esto se entienda quizás debería comenzar por explicar que soy judía. Probablemente quienes leen este blog lo saben. A pesar de que soy atea, agnóstica, casi podríamos decir que enemiga de todo pensamiento religioso o místico, mi identidad sigue siendo judía (más que nada porque el judaísmo, lejos de ser solamente una religión, es también un pueblo y todo aquello que lo conglomera: tradiciones, cultura, lengua, fiestas, historia, herencia, identidad)
Soy judía pero hay muchas cosas (mi apellido equívoco, mi pinta de “turca” –aunque en Israel parezca definitivamente israelí-, mi aparente desinterés por la faceta religiosa del tema) que hacen que quienes me rodean tarden en darse cuenta de que lo soy. El tema, digamos, no aparece a menos de que la conversación por allí derive; es decir, no suelo sacarlo espontáneamente.
Pero cuando el tema sale, finalmente, en un porcentaje alarmantemente alto para mi desconcierto, suele dejar en evidencia un solapado antisemitismo que mis interlocutores no se esfuerzan en disfrazar, dado que ni sospechan que soy judía.
A ver si se entiende: estoy podrida, harta de toda hartedad, de tener que desilusionarme tarde o temprano de personas que empiezan pareciendo normales pero en algún momento sueltan el comentario obligado de antisemita Light. Y de que encima lo hagan con gesto canchero, esperando mi aprobación o mi complicidad. Harta de toda hartedad de que muchas afinidades aparentes (por ejemplo, cierta pertenencia a lo que podríamos llamar la centroizquierda) me terminen poniendo enfrente de personas que, lejos de ser afines, se despachan con el comentario antisionista de turno. Ya lo dijo August Bebel (pope de socialismo) antes que yo: el antisemitismo es el socialismo de los imbéciles. Y el antisionismo vendría a ser la forma políticamente correcta de ser antisemita estos días. Es lo que permite a muchos racistas no confesos liberar su miedo, su ignorancia, su cortedad de miras. Estoy harta, también, de toda hartedad, de quienes dicen abrazar la causa palestina y no saben ni siquiera de dónde vienen los palestinos, qué reclaman, cuál es el background histórico, con qué se come la baclawa. Les basta con saber que del lado opuesto hay algún que otro judío. Y digo algún que otro, porque a esta altura parece que también hay que salir a aclarar que no todos los judíos, no todos los sionistas siquiera, adherimos con las políticas externas del gobierno de turno. Que la mayoría de los judíos, para no hablar de los israelíes, sólo añoran la paz y un escenario en el cual vivir en Medio Oriente no sea muerte ni exclusión para ninguna de las partes.
Estoy podrida de decepcionarme, de que el mismo numerito se repita al punto de que si no me siguiera indignando, me aburriría espantosamente.
Antes quizás me gastaba en aclarar. En instruir, en polemizar, en explicar lo obvio. Ahora ni para eso me da. Simplemente me doy vuelta, me encojo de hombros y sigo mi camino. Me lamento, claro, de que una persona más sea víctima de un pensamiento tan simplificador y corto. Pero me alcanza con lo que sé. Ya no necesito defender lo evidente de las embestidas del desconocimiento y la intolerancia.
Sólo deseo un interlocutor instruido, bienintencionado, sin rencor, sin el miedo que da la ignorancia y con la riqueza que sí dan la curiosidad sana y la voluntad de convivir en armonía.
¿Será mucho pedir?
Para que esto se entienda quizás debería comenzar por explicar que soy judía. Probablemente quienes leen este blog lo saben. A pesar de que soy atea, agnóstica, casi podríamos decir que enemiga de todo pensamiento religioso o místico, mi identidad sigue siendo judía (más que nada porque el judaísmo, lejos de ser solamente una religión, es también un pueblo y todo aquello que lo conglomera: tradiciones, cultura, lengua, fiestas, historia, herencia, identidad)
Soy judía pero hay muchas cosas (mi apellido equívoco, mi pinta de “turca” –aunque en Israel parezca definitivamente israelí-, mi aparente desinterés por la faceta religiosa del tema) que hacen que quienes me rodean tarden en darse cuenta de que lo soy. El tema, digamos, no aparece a menos de que la conversación por allí derive; es decir, no suelo sacarlo espontáneamente.
Pero cuando el tema sale, finalmente, en un porcentaje alarmantemente alto para mi desconcierto, suele dejar en evidencia un solapado antisemitismo que mis interlocutores no se esfuerzan en disfrazar, dado que ni sospechan que soy judía.
A ver si se entiende: estoy podrida, harta de toda hartedad, de tener que desilusionarme tarde o temprano de personas que empiezan pareciendo normales pero en algún momento sueltan el comentario obligado de antisemita Light. Y de que encima lo hagan con gesto canchero, esperando mi aprobación o mi complicidad. Harta de toda hartedad de que muchas afinidades aparentes (por ejemplo, cierta pertenencia a lo que podríamos llamar la centroizquierda) me terminen poniendo enfrente de personas que, lejos de ser afines, se despachan con el comentario antisionista de turno. Ya lo dijo August Bebel (pope de socialismo) antes que yo: el antisemitismo es el socialismo de los imbéciles. Y el antisionismo vendría a ser la forma políticamente correcta de ser antisemita estos días. Es lo que permite a muchos racistas no confesos liberar su miedo, su ignorancia, su cortedad de miras. Estoy harta, también, de toda hartedad, de quienes dicen abrazar la causa palestina y no saben ni siquiera de dónde vienen los palestinos, qué reclaman, cuál es el background histórico, con qué se come la baclawa. Les basta con saber que del lado opuesto hay algún que otro judío. Y digo algún que otro, porque a esta altura parece que también hay que salir a aclarar que no todos los judíos, no todos los sionistas siquiera, adherimos con las políticas externas del gobierno de turno. Que la mayoría de los judíos, para no hablar de los israelíes, sólo añoran la paz y un escenario en el cual vivir en Medio Oriente no sea muerte ni exclusión para ninguna de las partes.
Estoy podrida de decepcionarme, de que el mismo numerito se repita al punto de que si no me siguiera indignando, me aburriría espantosamente.
Antes quizás me gastaba en aclarar. En instruir, en polemizar, en explicar lo obvio. Ahora ni para eso me da. Simplemente me doy vuelta, me encojo de hombros y sigo mi camino. Me lamento, claro, de que una persona más sea víctima de un pensamiento tan simplificador y corto. Pero me alcanza con lo que sé. Ya no necesito defender lo evidente de las embestidas del desconocimiento y la intolerancia.
Sólo deseo un interlocutor instruido, bienintencionado, sin rencor, sin el miedo que da la ignorancia y con la riqueza que sí dan la curiosidad sana y la voluntad de convivir en armonía.
¿Será mucho pedir?
1 comentario:
Tal cual. Yo también estoy cansado de discutir con gente que adhiere a una versión en forma monolítica y no tiene ningún interés de ver otros puntos de vista. El antisionismo evoca al viejo antisemitismo europeo, la misma irracionalidad, inflexibilidad, la misma deshumanización y caricaturización.
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