Cada vez estoy más convencida de que el conducir un automóvil hace que muchos energúmenos suelten la agresividad que su cobardía no les permitiría desplegar en un encuentro face to face.
Esta característica, debo decir casi privativa del género masculino, de tan precaria me daría ternura, si no fuera porque nos obliga a enfrentarnos a diario con criaturas básicas y neandertálicas que hasta logran arruinarnos el día.
Cualquier pequeña desinteligencia que en otro escenario ameritaría como máximo un intercambio de miradas furiosas, en el inframundo del tránsito es causal de los insultos más escandalosos y las amenazas más terroríficas. Por ejemplo, si vamos por el supermercado y otro transeúnte despistado nos embiste con su carrito, dudo mucho que vayamos a putearle la familia entera hasta tres generaciones atrás, o blandir un trabavolante sobre su cabeza. Sin embargo, el más mínimo e inocuo roce automotriz provoca eso y mucho más. No se me escapa el detalle de que, la mayoría de las veces, estas bravuconadas se ven avaladas por el hecho de que el puteador en cuestión puede darse rápidamente a la fuga en su vehículo en lugar de enfrentar al adversario con, no lo permita dios, una argumentación civilizada.
La conducción de automóviles es el único ámbito donde, sin excepción, el principiante es tratado como un ser inferior que solo merece el desprecio y la pena capital. En cualquier otra disciplina, es regla general de urbanidad que aquellos con más experiencia ayuden y asesoren a los que recién comienzan. En mi oficina, pongamos por caso, no se suele vilipendiar al nuevo que traba la impresora con sus torpes manitos, sino que, aunque nos atrase horriblemente, le explicamos con paciencia cómo apretar el botoncito de Scan sin provocar el Y2K. Para los automovilistas, en cambio, la lógica impericia del principiante es un agobio que no sienten que deban soportar, como si ellos hubieran nacido siendo Ayrton Sena. Hasta me atrevería a decir que se guardan los peores improperios para los debutantes: como no son de su cofradía, merecen el escarnio hasta que aprendan a ser tan bestias como los mejores.
La discriminación de género es un “must” entre los automovilistas. Es increíble pero clásicos del humor clase zeta como “andá a lavar los platos” se siguen oyendo con alarmante frecuencia por tratarse de tipos que después muy probablemente se dejen operar la vesícula por mujeres. Sospecho, incluso, que el conductor furioso se decepciona un poco cuando quien comete una burrada es un hombre y no una mujer. Apenas algo los exaspera, los vemos estirando el pescuezo para divisar una figura femenina y poder, entonces, soltar la frase cavernícola de ocasión. Cuando la estadística los traiciona, suelen relativizar diciendo que se trataba de un viejo, un minusválido o un gay; los errores no los cometen nunca los machos argentinos y vacunados.
Por último, merecen una consideración especial los tarados que se creen lo más porque manejan alguna camioneta escandalosamente inútil para la vida urbana. Casi sin excepción, estos presumidos miden un metro treinta, la mujer los denigra, de chicos les decían que eran inútiles, o tienen pito corto. Por eso la reafirmación que tanto necesitan les cuesta arriba de cincuenta mil dólares.
Estoy ansiosa de que el scoring algún día termine de arruinar a estos boludos con licencia. Me muero de ganas de que algún funcionario de cuarta línea proponga bajarle puntos a los puteadores, los tocadores consuetudinarios de bocina, los cancheros y los violentos. Y que le apoyen la moción.
Esta característica, debo decir casi privativa del género masculino, de tan precaria me daría ternura, si no fuera porque nos obliga a enfrentarnos a diario con criaturas básicas y neandertálicas que hasta logran arruinarnos el día.
Cualquier pequeña desinteligencia que en otro escenario ameritaría como máximo un intercambio de miradas furiosas, en el inframundo del tránsito es causal de los insultos más escandalosos y las amenazas más terroríficas. Por ejemplo, si vamos por el supermercado y otro transeúnte despistado nos embiste con su carrito, dudo mucho que vayamos a putearle la familia entera hasta tres generaciones atrás, o blandir un trabavolante sobre su cabeza. Sin embargo, el más mínimo e inocuo roce automotriz provoca eso y mucho más. No se me escapa el detalle de que, la mayoría de las veces, estas bravuconadas se ven avaladas por el hecho de que el puteador en cuestión puede darse rápidamente a la fuga en su vehículo en lugar de enfrentar al adversario con, no lo permita dios, una argumentación civilizada.
La conducción de automóviles es el único ámbito donde, sin excepción, el principiante es tratado como un ser inferior que solo merece el desprecio y la pena capital. En cualquier otra disciplina, es regla general de urbanidad que aquellos con más experiencia ayuden y asesoren a los que recién comienzan. En mi oficina, pongamos por caso, no se suele vilipendiar al nuevo que traba la impresora con sus torpes manitos, sino que, aunque nos atrase horriblemente, le explicamos con paciencia cómo apretar el botoncito de Scan sin provocar el Y2K. Para los automovilistas, en cambio, la lógica impericia del principiante es un agobio que no sienten que deban soportar, como si ellos hubieran nacido siendo Ayrton Sena. Hasta me atrevería a decir que se guardan los peores improperios para los debutantes: como no son de su cofradía, merecen el escarnio hasta que aprendan a ser tan bestias como los mejores.
La discriminación de género es un “must” entre los automovilistas. Es increíble pero clásicos del humor clase zeta como “andá a lavar los platos” se siguen oyendo con alarmante frecuencia por tratarse de tipos que después muy probablemente se dejen operar la vesícula por mujeres. Sospecho, incluso, que el conductor furioso se decepciona un poco cuando quien comete una burrada es un hombre y no una mujer. Apenas algo los exaspera, los vemos estirando el pescuezo para divisar una figura femenina y poder, entonces, soltar la frase cavernícola de ocasión. Cuando la estadística los traiciona, suelen relativizar diciendo que se trataba de un viejo, un minusválido o un gay; los errores no los cometen nunca los machos argentinos y vacunados.
Por último, merecen una consideración especial los tarados que se creen lo más porque manejan alguna camioneta escandalosamente inútil para la vida urbana. Casi sin excepción, estos presumidos miden un metro treinta, la mujer los denigra, de chicos les decían que eran inútiles, o tienen pito corto. Por eso la reafirmación que tanto necesitan les cuesta arriba de cincuenta mil dólares.
Estoy ansiosa de que el scoring algún día termine de arruinar a estos boludos con licencia. Me muero de ganas de que algún funcionario de cuarta línea proponga bajarle puntos a los puteadores, los tocadores consuetudinarios de bocina, los cancheros y los violentos. Y que le apoyen la moción.
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