Los lobos
jamás han sido muy amigos de otras tribus, pero hace alrededor de 30.000 años,
un ejemplar más intrépido que el promedio se aventuró a olisquear de cerca los
restos de algún festín olvidado de los hombres.
Los hombres
de entonces no eran lo que son ahora. Eran, algunos de ellos, neandertales aún,
y no se parecían demasiado a nosotros. Otros, en cambio, eran los primeros
hombres de Cromañón, nuestros antepasados más directos, los que improvisaron
herramientas y aprendieron a formar
pequeñas colonias y establecerse de a poco en la tierra gracias a la
agricultura.
Todo indica
que fueron estos últimos quienes dedujeron que era beneficioso valerse de
algunas de las características de sus clásicos enemigos lupinos: éstos eran
guardianes, poseían oído y olfato exquisitos, y un arraigado sentido gregario
que los hacía proteger con su vida a la manada y las crías.
Estos
primeros lobos confianzudos, fueron los que descubrieron a su vez que era conveniente
no ser depredados por los hombres, y por el contrario aprovechar los restos de
sus manjares: que los humanos cazaran por ellos y los hicieran parte de su
familia a cambio de algo de amistad y protección.
Así,
algunos lobos menos salvajes aprendieron de a poco a aproximarse, comer de la
mano del hombre, permanecer a su lado y darle aviso sobre otros depredadores.
Con el
tiempo, los hombres descubrieron que si sacrificaban a las crías que menos se
ajustaban a sus necesidades, y en cambio criaban y protegían a los más dóciles
y hermosos, las nuevas camadas se parecerían cada vez más al “lobo ideal”, que
en definitiva configuraba el prototipo del perro doméstico.
Dice Neil
DeGrasse Tyson que todas y cada una de las razas adorables de perros que hoy
conocemos y amamos desciende de esa sastrería fina que hicieron nuestros
ancestros, al elegir y prohijar los ejemplares de su agrado en desmedro de los
que más pugnaban por su ser primordial. A esto se lo conoce como “selección
artificial”, en contraposición con la selección natural que describió Darwin y
que aún hoy es conocida erróneamente por muchos como “la supervivencia del más
apto”.
Cada vez
que un niño se hace la pregunta primigenia, lógica, de por qué todo es cómo es,
por qué “hay” donde pudo “no haber nada”, por qué los organismos vivos parecen
diseñados tan a la perfección para cumplir con su cometido biológico, es
sensato responderles, con la misma simplicidad, que eso es precisamente lo que
hace la naturaleza cuando tiene mil millones de años para ensayar, equivocarse,
seleccionar y volver a intentarlo. Y que es por eso precisamente que todo lo
que vive debe morir: para permitir a la especie mejorar, corregir sus propios
errores, es pos del fin último que no es, paradójicamente, que perviva el bien
individual sino el colectivo.
Nuestros
perros de hoy, paradigma de la docilidad y la amistad incondicional, son los
hijos del lobo feroz, y no son como son porque lo hayan preferido sino porque
los hemos diseñado. Los hemos instado a dar la espalda a sus semejantes, a
darnos abrigo, pastorear nuestro ganado y sacrificarse a la hora de defendernos
de un peligro. Les enseñamos a aceptar todo lo que viniera de nuestra mano como
una dádiva: alimento, caricias, compañía, pero también indiferencia y maltrato.
Tan
perfecto fue nuestro trabajo, que el perro parece ser el único animal capaz de
sentir, cada vez que ve a su amo, el mismo “enamoramiento” inicial que para
nosotros es extraordinario y escasamente reservado a unos pocos semejantes.
Sin
embargo, como llevamos solamente unos pocos miles de años de historia común,
aún es posible ver destellos de ese lobo que aún fueron incluso los caniches y
los labradores.
Algunos,
cuando creen que no los vemos, aúllan a la luna y preparan cuevas imaginarias
sobre el césped de nuestros parques o las baldosas de nuestros departamentos.
Otros nos pelean un poquito, aunque más no sea a través del juego, el rol de
macho alfa, para luego cedérnoslo de por vida.
Nosotros,
¿hemos cambiado tanto desde esos seres prehistóricos que no conocían el bronce?
¿Qué fuerzas imperceptibles para nosotros nos siguen diseñando, seleccionando,
y en qué dirección? ¿Qué fue lo que signó nuestro destino cuando salimos de las
cuevas, bajamos de los árboles, miramos hacia el cielo y fuimos capaces de
comprender nuestra propia pequeñez en contraposición con la bóveda llena de
estrellas?