sábado, 28 de enero de 2012

Lugares Mágicos de EEUU


Hace tiempo vengo fantaseando muy intensamente con irme una temporada a estos dos lugares:
-Los Adirondacks: amanecer en el paisaje irreal de los lagos y montañas, salir a la madrugada y ver pasar un alce o un zorro caminero, creo que pienso en este viaje desde que Jerusha Abbott jugó aquí a la cacería del zorro con sus amigas bien acomodadas que podían costearse medias de seda.
-Detjeens Inn, Big Sur: tiene todo para no gustarme (el dueño, dicen, es malhumorado y fundamentalista anti progreso por lo cual no hay tevé ni en la sala de estar) pero todo para enamorarme: amanece brumoso, permanece crespuscular, su libro de visitas lo firmaron Kerouac y Henry Miller.

Por algún extraño motivo, últimamente y a pesar de viajar por los lugares más hermosos del mundo, no logro encontrar lo que busco, lo que vislumbro cuando aún estoy a miles de kilómetros y me atiborro de libros, fotos, reseñas.
Confío en que estos dos lugares mágicos me den in situ lo que me han venido dando a la distancia durante tantos pero tantos años.

viernes, 27 de enero de 2012

La Cueva de los Sueños Olvidados


Werner Herzog, además de cineasta, es nieto de un célebre arqueólogo, y el hallazgo de la gruta de Chauvet fue la llave mágica de esa preciosidad parida tiempo después: La Cueva de los Sueños Olvidados.

Me gustaría que fueran a verla todos, incluso los que abominan el cine 3D (¿y por qué entonces amar, sí, a las postales estereoscópicas de principios del siglo XX? ¿es sólo porque todo tiempo pasado fue mejor?)

Esta película tuvo, para mí, eso que tienen unas pocas –pienso ahora en La Hipótesis del Cuadro Robado-: una atmósfera onírica que se vislumbra desde la primera escena, cuando aún no hemos entrado en la cueva con los realizadores pero ya podemos oler el aire agreste de los acantilados de la Francia ancestral. Herzog logra, no sé cómo, incluir a la prehistoria en ese precioso tiempo antiguo que nos occidentales sentimos como la matriz cálida a la cual regresar, quizás precisamente porque esta película, a pesar de narrar hechos acontecidos hace treinta mil años, habla de la cultura, de la producción artística humana en tiempos en los cuales no imaginamos hombres que se nos pudieran parecer tanto.

La Cueva de los Sueños Olvidados se sumerge en las grutas de Chauvet donde alguien mucho más parecido a nosotros de lo que podríamos pensar plasmó sobre la roca unas pinturas de un lirismo asombroso. Los que piensan que el ícono del arte rupestre es la cueva de las manos, quedarán sorprendidos. Estos personajes pictóricos, es su mayoría animales, cuentan complejas historias desde su increíble concepto figurativo, y se parecen a los teatros de títeres que teníamos de niños, donde la modesta escenografía de cartón se superponía, mudaba y creaba movimiento. Los artistas utilizaron, también, el relieve de las grutas para dar sensación dinámica a las imágenes. Herzog piensa que esto es el cine en estado embrionario; a mí se me antoja más parecido a las cámaras oscuras que han utilizado los pintores desde la antigüedad, y son sin embargo fotografía propiamente dicha.

La música es hermosa, y suple en gran parte del film a las palabras que Herzog no quiso descriptivas ni documentales. Los científicos que tuvieron el privilegio de trabajar en la cueva tampoco prefieren el lenguaje académico para describir lo que han visto adentro, sino que relatan sus sensaciones, su perplejidad, la extraña comunión que sintieron al introducirse cada vez más profundo en la boca negra de la cueva (recordemos que todo fue hecho a la luz de las antorchas), la especie de inevitable profanación de volver a posar los ojos sobre imágenes tanto tiempo sepultadas.

Un hombre como nosotros, pero que convivió con los neandertales, se reconoce entre el anonimato de los otros pintores: tiene un dedo meñique quebrado, y al plasmar sus huellas nos permite, miles de años después, seguir su recorrido por las grutas donde pintó, adoró esbozos primigenios de deidades, luchó con animales monstruosos, se escondió quizás.

La huella de un oso contigua a la de un niño de unos ocho años nos llena de hipótesis a cual más intrigante: ¿se hicieron compañía? ¿uno fue la presa del otro? ¿cientos de años separan a esas dos huellas entre sí?

La calcita recubre a los fósiles y convierte a los huesos de los animales prehistóricos en bellos objetos de arte: el cráneo de un mamut brilla con luz nacarada cuando las cámaras lo barren.

Las pinturas están divididas y hay una recámara de los caballos, otra de los leones (y es gracias a este pintor anónimo que sabemos, después de siglos de imprecisiones, que el león antiguo no tuvo melena), y una donde se encuentra la única figura humana; la pelvis de una venus parecida a la de Willendorf, con tronco y cabeza de búfalo. Se ignora completamente por qué alguien pintó esta figura en la punta de una estalactita, ni qué significa que estos hombres ya pensaran en la trasmutación interespecie, qué significado le atribuían, qué clase de concepto mágico o religioso hay contenido en ese híbrido tantas veces repetido en la historia de la humanidad.

La cueva de Chauvet se cerró para siempre a la curiosidad humana, por lo cual este film y unos pocos materiales audiovisuales más son nuestra única oportunidad de asomarnos dentro y dejar que el hombre antiguo nos hable del miedo, la esperanza, la magia, el sueño. Se prenden las luces del cine y uno, literalmente, despierta.