Del lugar, tal como ella lo imaginaba, no quedaba nada.
Era 1999 y estábamos en Auschwitz. Auschwitz era la parada final en un
viaje que recorría los sitios de la muerte en Polonia, tal como ellos hacía
sesenta años, pero desde la seguridad de un viaje iniciático para adolescentes.
Judith no había llorado en todo el viaje. Había permanecido estoica frente
a los hornos, las duchas, y los otros símbolos de la barbarie que en Auschwitz
se disponen de manera casi museística. No había llorado nunca pero, cosa
curiosa, se vino abajo ante un espacio vacío.
Nos dijo, después, que lo que la había conmovido tanto fue no encontrar la
barraca donde su abuelo había permanecido en cautiverio. El abuelo de Judith, sobreviviente
de la Shoah, había guardado durante décadas una memoria casi obsesiva de su
paso por Auschwitz. Se acordaba del número de barraca, del emplazamiento exacto
de su cama que compartía con otros cuatro prisioneros, y, claro, del número que
no necesitaba recordar porque llevaba tatuado en el brazo.
Judith esperaba con ansias ver finalmente ese lugar. No sabíamos bien por
qué; para nosotros si había algo que quedaba claro era que en ese Konzentrationslager
nada era único, por el contrario todo era parte de una maquinaria destinada a la
despersonalización, las caras en los retratos todas la misma calavera y en cada
interior de barraca, el mismo olor tenaz que permanecía después de todos esos
años. Pero para ella, ver ese catre en particular, su disposición respecto a la
puerta, el rayo de sol que tal vez entraba por la ventana, era importante y no
haberlo encontrado, una especie de traición.
El galpón donde su abuelo había sobrevivido esos días con sus noches, nos
contó una guía polaca, ya no existía, había sido derribado. Como un extraño
consuelo nos decía que las barracas-museo que permanecían en pie eran
exactamente iguales. Pero Judith lloró. Algo se había perdido para siempre y no
importaba que fuera el horror, porque el apego que tenemos a ciertas cosas no
demanda de ellas que sean hermosas o reconfortantes, sino que permanezcan.
A mí me había pasado con otros lugares.
Sabía por testimonios evasivos que mi padre había pasado sus últimos días
en un hotel de mala muerte, en el barrio de Constitución, más exactamente en la
calle Lima 11. Lima 11 era para mí una especie de Grial: repetía las dos
palabras cual letanía, lo atesoraba como una información a usar en caso de
emergencia, o solo después de haber superado una serie de pruebas que no
acababan nunca de tomar forma.
Yo vivía a cuatro kilómetros de Lima 11, muchos colectivos me dejaban, pero
demoré muchísimo el momento de ir.
Como le pasaba a Judith, en mi imaginario el lugar crecía, adquiría
significados enormes; ya no era claro qué esperaba encontrar, qué caro
sentimiento evocaría estando de pie frente a esa fachada.
Y Lima 11, claro está, tampoco existía. Un error en el certificado de
defunción, una caligrafía engañosa. No había hotel y no había rastros. Mi padre
había muerto en un solar mitológico que podría haber sido El Dorado o Avalon, o
esas partes incógnitas de los mapas medievales, “aquí hay monstruos”.
Y también, años después, la casa donde mi madre pasó su infancia. Una casa
chorizo en Once, donde ella tenía su cama sobre un pasillo, porque siempre
había parientes venidos de Europa que había que alojar.
Las niñeces de nuestros padres son, habitualmente, una entelequia; y mirar
por el ojo de esa cerradura una fantasía común.
Su prima pequeña, la tía Susy, me reveló ese pequeño tesoro escondido
cuando mi madre ya llevaba muerta un mes: tu mamá vivió allí, era una joven
inquieta, todos la molestaban al pasar por ese corredor donde no había lugar
para las intimidades ni los sueños de una adolescente. Susy recordaba la calle
y el número y todo ese día fantaseé con mirar Google Maps, descubrir el frontispicio,
hacerle preguntas a un lugar antiguo sobre una madre que ya no estaba: quién
fue, con qué cosas soñaba, qué conversaciones triviales habría sostenido en el
vano de esa puerta. La espera fue dulce, como estirar el sabor de un caramelo
en la boca.
Saben el final de esta historia. La casa fue demolida. Hay un edificio
moderno de departamentos y la infancia de mi madre, o esa parte que no me había
contado quizás por banal o irrelevante, ya era irrecuperable para mí.
Hay una nostalgia especial que se regodea en los lugares desaparecidos.
Como la de André Aciman por Alejandría: la añoranza de una ciudad que nunca
existió pero aún está ahí, en color sepia, recordada por nuestros ancestros,
desconocida para nosotros.
Lugares a los que se vuelve en sueños una y otra vez, sin haberlos conocido
nunca.